Argentina: La lucha continúa
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Nuestros muertos: MapuChe ayer ... Carlos Fuentealba hoy
Tal vez nuestros primeros desaparecidos -en el sentido que hoy los argentinos
damos a esa palabra- hayan sido Mapuche neuquinos, integrantes de la gran
familia del Lonko Sayhueque.
Oscar Taffetani
http://www.barilochense.com
Las
crónicas de la época nos cuentan que cada contingente de prisioneros indios era
traído en barco a Buenos Aires; que aquí se separaba a la chusma (niños y
mujeres) de los varones adultos; que los niños y mujeres iban a servir a casas
de familia de la ciudad (es decir: había secuestro y apropiación de menores,
consentido por el poder) y que los varones adultos, marchaban a las canteras -la
más importante estaba en la isla Martín García- a esculpir los adoquines con que
la Capital de la república se preparaba para el Centenario.
Puesto que no había vacunas y que los Mapuche, cambiados de ambiente, morían
rápidamente a causa del cólera y la gripe, la sífilis y la tuberculosis, en la
isla Martín García, como práctica, se arrojaban los cadáveres al río.
Por eso hoy en la isla se conserva el hueco de la cantera en la que trabajaron y
murieron aquellos Mapuche cautivos. Sin embargo, en el cementerio no hay tumbas
ni lápidas que recuerden a esas personas muertas; son menos que "NN"; son
desaparecidos.
Está enterrado el despensero de Solís, a quien la isla debe su nombre. También
hay tumbas de marineros y piratas de varios siglos y distinta laya. Hacia el
'14, fueron inhumados en Martín García los restos de los ganchos y conscriptos
muertos en las maniobras navales. Pero tampoco hay nombres neuquinos (perdón,
Mapuche) en esas lápidas.
Aquel País de las Manzanas que fuera orgullo de Sayhueque -y que deslumbrara a
viajeros como el inglés Musters o el perito Moreno- tiene el dudoso privilegio
de haber sido el primero en sufrir la invasión, el despoblamiento sistemático y
la apropiación de la tierra por parte del poder mercantil con sede en Buenos
Aires.
Un crisol de sangre
En 1919, cuando corrió en las calles de Buenos Aires la sangre de obreros
europeos inmigrantes (incluso mujeres y niños, bueno es aclararlo), algunos
hijos de la dispersa familia tehuelche y mapuche actuaron como policía brava,
sirviendo a ese mismo poder que había consumado, unas décadas antes, el
genocidio indígena.
No es una fantasía desmedida pensar que por los adoquines de la avenida Sáenz,
en Pompeya -esculpidos con sangre por los confinados Mapuche de Sayhueque- llegó
a escurrirse años después otra sangre, también del pueblo, también injustamente
derramada.
Porque toda la sangre es roja -como escribió un poeta obrero de Chicago- y la
tierra, eterna y desmemoriada, no sabe distinguirla.
Fuentealba: el último
Carlos Fuentealba, maestro neuquino, es la última de las víctimas populares
de ese insaciable poder, sordo al reclamo de justicia, instalado en las tierras
alguna vez expropiadas a Sayhueque y más tarde expropiadas al Estado Argentino.
Las nuevas elites gobernantes -integradas por hijos desclasados y nuevos ricos
descendientes de los pobres inmigrantes del '80- hoy son responsables de las
nuevas expropiaciones y de los nuevos crímenes.
En la tierra y el agua de un país desmemoriado, se vuelven a fundir y a fusionar
las sangres de los luchadores populares caídos.
Ahí están los estudiantes Santiago Pampillón y Juan José Cabral, por ejemplo; o
los periodistas Emilio Jáurequi y Juan García Elorrio; o el obispo Angelelli; o
la madre Azucena Villaflor; o los estudiantes secundarios de la "Noche de los
Lápices"; o los abogados de la "Noche de las Corbatas"; o los obreros azucareros
de la "Noche del Apagón".
Y están, por supuesto, los miles de desaparecidos y sepultados NN, todos ésos
"conocidos sólo de Dios", como se acostumbra poner en los cementerios de guerra.
Más cerca, hasta llegar a Carlos Fuentealba, hay nombres como el del periodista
Mario Bonino o los piqueteros Maxi Kosteki y Darío Santillán; y también humildes
trabajadores como Víctor Choque o Teresa Rodríguez, todos víctimas de los
"escarmientos" que periódicamente asestan sobre el pueblo los gendarmes al
servicio del Capital.
"No se le pega a un maestro" tituló su viñeta, inspirada en el caso Fuentealba,
un columnista de La Nación.
No se le pega ni se mata a nadie, querríamos contestarle. Porque no hay "muertos
de primera y muertos de segunda", tal como afirmaba en los '70 otro periodista
del régimen.
No, estimados colegas. Lo que hay son muertos del pueblo, exactamente iguales.
Malditamente iguales. Muertos por reclamar justicia. Muertos por levantarse
contra un poder despótico e inhumano.
La tierra -desmemoriada ella- no los distingue. Y el pueblo -sabio- tampoco los
distingue.
Pero no olvida a ninguno. Todos tienen un lugar junto a su pecho. Están en sus
más queridos sueños. Están en la sangre palpitante de sus puños cerrados.
Fuente: lafogata.org