Argentina: La lucha continúa
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Recuerdo fugaz de un poeta
Carlos TobalLa basura
Jorge Calvetti (1916-2002)
Yo saco la basura a la calle
Envuelta con papel y cuidado.
Quedan allí, mezcladas, las sobras de la vida,
Cáscaras del tiempo y recortes del alma.
Las dejo en la vereda con tristeza
porque son restos de fruta, de comida
y de literatura
con los cuales
uno jugó a vivir o se creyó existente.
Y también porque, acaso, sin nosotros saberlo,
alguien nos haya envuelto
con papeles de cielo, con nubes de cuidado
y estamos a la orilla del universo
y nadie nos despide.
Por eso,
yo saco la basura, la dejo en la vereda,
y le digo adiós.
En 1980, en el ocaso de su poder en Argentina, los militares mantenían la
clausura de la cultura pero las veredas del barrio de San Telmo se llenaban de
pintores, cuentistas y poetas.
Una noche yo estaba en un boliche viejo de la calle Chile, había una mesa de
amigos, concurrida; un hombre oscuro, muy alto, se paró y empezó a leer.
Entonación penumbrosa de tierra adentro como sabio que pide disculpas, era Jorge
Calvetti, alguien tuvo que haberlo dicho.
Tenía -creo- un micrófono, no recuerdo si luego subió a un pequeño escenario
improvisado, leyendo detrás de un atril, o si se levantó entre comensales de una
mesa alargada y angosta. Tal vez lo oí dos veces. La gente en el bar
intercambiaba ademanes deslumbrados por su escritura. Esa noche no lo escuché
bien. Sentí una disonancia entre la ambición de eternidad y lo elemental de sus
figuras.
Lo veían como una rara cosa, por la nobleza de su carácter. Excepción
viviente de buena gente. Entre los poetas puede haber también miserables y era
evidente la intensidad de lealtades que Calvetti despertaba.
Gesto de viejo indio, cacique remoto de una tribu ya extinguida. Piel algo
marrón, grandes lentes, los usaba incómodo como recién venido de una era o lugar
en que no se conocieron y hubiera llegado a una transacción con la tecnología.
Quizá fuera su modo de llevar la pobreza, los anteojos -intuyo- tenían los
bordes pegados con cinta adhesiva.
Me llamó la atención el cuidado de sus dedos -largos- para poner y sacar los
papeles, la voz reacomodaba suavemente las palabras en sus huecos. Uñas
crecidas, estadista que empezó en el barro, me hicieron pensar en Fidel,
manipulando el micrófono, esa manera de apoyar -sin peso- las manos sobre el
atril, elevando las falanges. La diferencia entre el primitivismo y la
indigencia estaba en la dignidad.
El primitivo tiene una alianza con la tierra. La seguridad de tener madre. Lo
imaginé adicto a remedios hechos por su abuela y cosas finas atadas con
soga. Cuando Calvetti finalmente murió, sus amigos pasaron en el Museo de Arte
Latinoamericano (Malba) la película testimonial de sus últimos días (El paisaje
invisible, Gustavo Fontán).
En un caserío de Jujuy, un rincón entre montañas, a sabiendas, esperaba la
muerte a los 85 años. Mencionó lo que no se veía, quizá dijo inmóvil, que se
intuía en el aire de la Quebrada de Humahuaca, y en su pueblo, Maimará.
Habló de su abuela. Había una relación muy clara entre la función del valle
entre montañas y la quietud del tiempo. Las palabras eran pócimas armadas por la
ciencia experimental de los antepasados que recorrían bifurcaciones entre
llanuras y montañas. Cierta fe en la persistencia de la vida lo sostenía a
partir de la experiencia, más allá de la lógica. Contaba una especie de
resucitación suya durante la infancia. Y una epidemia cuyo origen los médicos
ignoraban.
De chico, lo habían desahuciado y su madre contra toda ciencia se lo llevó
lejos, a su casa, al pie de las montañas. No había agua corriente, eso lo salvó
porque resultó que el mal venía del agua.
Ahora, como Sócrates, montado en la pócima estaba ocultamente seguro de retornar
colgando de la música pesada y tersa de las palabras. La clave era tener, en
Tierra, las deudas bien saldadas.
Maimará
Este es mi pueblo.
Su nombre quiere decir: "Estrella que cae".
Hasta aquí llegan pocas noticias del mundo.
Recibo cartas de mis amigos; me dicen que todo marcha bien, que en algunos
países se vive una vida verdadera
Y que en otros, la esperanza crece.
Yo no sé nada. Me alegro por momentos
Y me encierro otra vez en mi pueblo.
Todo se habla de soledad.
El viento sacude las noches como árboles.
Los mismos pájaros despiertan las mismas mañanas.
El tiempo golpea las casas
Y las casas golpean contra el tiempo.
Aquí he vivido mi infancia.
Era feliz. Ignoraba hermosamente la vida.
La infancia...
Los recuerdos más viejos vagan por la memoria, como doña Melchora por el pueblo.
Tiene ciento cuatro años. Habla sola, como los recuerdos.
Cuando me ve, me dice: buenas tardes maestro...
Aquí estoy,
Buscado y dejado y encontrado por el amor.
Pero no crea que puede hablar de soledad.
Todos tenemos mucho que hacer en el mundo y no hay tiempo para estar solos.
Es que el futuro está subiendo desde el fondo de la tierra,
Lo veo crecer en mi hijo. Mira con los ojos de mi hijo.
Sí, ya lo sé. Son hermosos, los carnavales y los pájaros y la fastuosa inocencia
de los pájaros...
Pero sé también que el canto y la alegría y el coraje de muchos amigos del
pueblo están durmiendo en una botella de vino
¡y nosotros tenemos mucho que hacer!
Yo por lo menos,
Trataré de luchar con mis palabras.
Tengo que decir a mis amigos que no estamos solos y que debemos trabajar para
que el mundo sea mejor.
Este pueblo es muy chico.
Un carnavalito puede envolverlo.
El golpe de un caballo es demasiado para él.
¡Qué hermoso sería levantar su estrella y llamarnos, con verdad, hermanos en un
mundo sin justicia!
Mi pueblito es muy chico.
Así deben ser todos los pueblos chicos del mundo.
Por la calle de mi casa veo pasar la vida;
La desgracia, el amor, la humildad, los borrachos...
Pero creo que nadie piensa en nadie.
Nadie sale de sí mismo.
Todos casi todos, están ahogados en ellos mismos y es necesario cambiar.
Aquí sigue todo igual...
Si subiera a las cumbres, estoy seguro, vería pasar los años como esos perros
que acezando y husmeando el miedo pasan interminablemente ocupados en sus
sensaciones y eso no puede ser, ¡no puede ser!