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Argentina: La lucha continúa

Esta semana estuvimos recorriendo la zona sur de la provincia de Entre Ríos

Editorial del domingo 18 de febrero de 2007

Jorge Eduardo Rulli
www.grr.org.ar

Esta semana estuvimos recorriendo la zona sur de la provincia de Entre Ríos, más concretamente: estuvimos en el Departamento de Concepción del Uruguay. O sea que estuvimos en el corazón de los antiguos pagos de Urquiza,  en las cercanías del Palacio San José. Fuimos para verificar las denuncias que nos llegaban y la realidad que hallamos superó por lejos nuestras peores anticipaciones. El desierto verde de las Sojas transgénicas se ha impuesto sobre la complejidad del paisaje entrerriano, ha barrido los alambrados y hecho desaparecer la fauna y toda flora biodiversa que no sea la del yuyito verde que colma de alegría a los progresistas y a los exportadores. Ahora el panorama es una verdadera pinturita: solo sojales hasta el horizonte.
De vez en vez, y contrariando la monotonía y la regla generalizada de ocupar con soja las banquinas, aparecen algunas zonas bajas donde pervive el antiguo paisaje de pastos y vacunos; y algún arroyo con árboles y algún hombre de a caballo, nos recuerdan como una herida en los ojos, aquel país que fuimos alguna vez.. Ahora, no hay perdices, ni liebres, ya no quedan pájaros... El campo es un espacio hostil para la vida, el campo es el territorio de los agronegocios y la soja es su epítome inabarcable y glorioso. La soja es el nuevo paradigma de la globalización, la expresión de una monotonía implacable que no es más que la antelación de la muerte de los ecosistemas. El campo como los shopping de los nuevos conurbanos anonimizados y de los aeropuertos privatizados y sin alma, deviene rápidamente en reino de los no lugares,  un reino acorde a la perspectiva brutal de los intereses corporativos hegemónicos del modelo de agricultura industrial de exportación.
Líbaros, Santa Anita, Herrera, y tantas otras pequeñas localidades entrerrianas y los barrios periféricos de Basabilvaso, que visitamos o de los que tuvimos testimonios, son la manifestación de una condena y de una crucifixión silenciada, una crucifixión que obliga a las poblaciones a desarraigarse y emigrar a las grandes ciudades o a permanecer en sus lugares de nacimiento bajo el encierro de las propias paredes, y bajo el peso de sucesivos males y enfermedades propios de un ambiente deletéreo en que la aspersión de venenos resulta constante y absolutamente impune por parte de los sojeros y las autoridades cómplices. En un pueblo como Líbaros de no mucho más de trescientas personas,  bastante más de cincuenta se reunieron para ver Hambre de Soja y a escucharnos. No pudimos, sin embargo, por varios motivos explayarnos demasiado. Por una parte, porque nunca habíamos tenido que exponer ante vecinos que requieren una máscara para salir de sus casas y que la usaban para aspirar mientras veían la película de Marcelo Viñas, una película terrible en otros ámbitos y que en ese escenario parecía casi como un film de Walt Disney.
Que algunos de los que allí estaban viendo la película o escuchándonos, sabíamos tenían a alguno de los suyos postrados en la cama con gravísimos problemas neurológicos, sin duda causados por los tóxicos que emponzoñan el aire. Porque era tanta la angustia de esa gente que necesitaban hablar ellos, más que escuchar al que viene de afuera. Porque durante años han denunciado al Gobierno de la Provincia inútilmente su victimización por el modelo sojero, porque gran parte de los decisores y de los responsables del Estado en todos los niveles son sojeros o están vinculados con sojeros y son cómplices, y porque los expedientes y las denuncias se extravían sin excepciones en los laberintos burocráticos del Gobierno de Busti o se olvidan en los cajones de los que pasan sin dilación a los cestos de basura.
Porque el farmacéutico de Santa Anita necesitaba decirnos que ya había agotado la crema de bismuto de que se disponía en la zona, y que es utilizada para detener las diarreas, que tampoco tenía debido a la demanda de antialérgicos ni colirios, y que ya no sabía que hacer con tanta gente enferma en el vecindario. Que el médico de la zona necesitaba contarnos de cómo fotografía los mosquitos cargados de veneno que circulan por las calles de los pueblos, que llegan a cargar agua en las mismas tomas en que abreva la gente, que tiene los congeladores llenos de gallinas y de patos muertos por envenenamiento y con los estómagos llenos de las isocas que escapan de los sojales y que ante  tanta denuncia inútil ya no sabe qué hacer con esas pruebas que a nadie del poder interesan. Que unas bellas mujeres, vecinas de Santa Anita nos habían traído los certificados médicos que indican que debieron ser internadas  reiteradamente por intoxicación con pesticidas órganoclorados y que la diarrea, las cefaleas, la rinitis, la gastroenteritis, el eritema facial que sufren y que evidenciaban ante nuestros ojos, era también, la consecuencia del paquete tecnológico de las Sojas de Monsanto.
Las anécdotas de tanto dolor que hemos recogido en estos días supera la capacidad en nosotros de registrar tanto sufrimiento. En un momento dado renuncié a visitar a una enferma de ELA a que me invitaban sus hijos hombres que la cuidan amorosamente. El ELA es una esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad  neuromuscular progresiva similar a la que sufre el científico Stephen Hawking, afección de la que los familiares insistían en responsabilizar a las fumigaciones  habidas años atrás, cuando comenzó en la zona el boom de la Soja. Este tipo de males y otros que reconocimos en la zona, responden sin duda, a un hábitat enfermo, un hábitat en que debido a las fumigaciones, es decir, a los tóxicos y disruptores hormonales que se asperjan continuamente, causa el desplome de los sistemas inmunitarios de la población, a la vez que genera en los ecosistemas microbianos, desequilibrios y disturbios que propician la generación de patógenos y la multiplicación de elementos de descomposición incompleta en el suelo.
Aceptemos que no puede haber una población sana en un hábitat enfermo, un hábitat en que el hombre vive sobre un suelo donde las colonias de bacterias con capacidad de humificar, o sea de digerir e incorporar, los restos orgánicos, tanto animales como vegetales, están seriamente disminuidas; donde la tierra está contaminada y las lombrices han desaparecido. La erisipela y otras infecciones que pudimos comprobar en el entorno humano, las neumonías, los problemas oculares, las diarreas intestinales, así como los casos de espina bífida de que nos hablaron, y en general las malformaciones congénitas en niños que se han convertido en una pesadilla, son por ello la consecuencia directa o indirecta de las fumigaciones y por lo tanto del modelo industrial de la Soja, no importa cuál haya sido la causa desencadenante de la patología visible. Los procesos de putrefacción incompletos del suelo, resultado de los desequilibrios profundos en la química y en la vida microbiana del suelo, y consecuencias de la contaminación, son generadores de complejos procesos de muerte, y atentan en forma persistente contra la vida del ecosistema en todas sus manifestaciones.
Y como si algo faltara para consumar estas batallas cósmicas del GRR en que sólo nos falta el arcángel justiciero para ayudar a que acosada por los procesos de muerte y de devastación logre sobrevivir la vida, debemos decir que en medio de tanto dolor y de tanto capitalismo salvaje y globalizado, reencontramos nada menos que a uno de los exponentes más crueles y aprovechados del modelo de la Soja: me refiero a nuestro viejo conocido Guillermo Grobocopatel. Sí, Grobocopatel, el dueño de la empresa Los Grobo, el sojero mayor de la Republiqueta, aquel que organizara en Venezuela junto con Cheppi, el Presidente del INTA, la exposición de maquinaria agrícola conque pagamos los primeros fuel oil que nos enviara el presidente Chávez, el mismo que una vez nos interrumpiera un debate en Carlos Casares gritándonos que la Soja es bolivariana, y que resultó ser el dueño de uno de los pooles de soja mayores de esa zona del departamento de Concepción del Uruguay. Sus flotas de centenares de camiones se llevan en cada cosecha la riqueza y los nutrientes del suelo entrerriano, para sus inmensos silos en la Provincia de Buenos Aires y luego de marcar las pautas de la agricultura industrial que, con escarnio para nuestra inteligencia, él gusta denominar como "el poder del conocimiento", deja detrás de sí un escenario inenarrable de contaminación, de devastación y de muerte.
Los sojeros, los pooles y los políticos que los respaldan y les aseguran las reglas de juego, han transformado a esos pequeños pueblos antiguamente paradisíacos en un infierno difícil de describir. Han condenado a la vez, a las poblaciones y en especial a las generaciones futuras a un destino pavoroso. No tienen justificación alguna. No tienen perdón tampoco las autoridades y los funcionarios en su actual indiferencia, en la impunidad que les aseguran a los fumigadores y en la rentabilidad que le aseguran a las Corporaciones que producen los tóxicos. No tiene justificación ni perdón la progresía en ese entusiasmo por transformarnos en un país productor de Biocombustibles, en que todos y cada uno de los actuales problemas, habrá de multiplicarse exponencialmente hasta lo impensable.
Nos dicen que el modelo de la agroenergía transformará los campos agrícolas en campos de petróleo, pero ocultan que la opción de alimentar los motores europeos y norteamericanos, nos condena irremisiblemente al hambre, a la destrucción y a la definitiva contaminación de los ecosistemas. Por este camino de crecimiento y de progreso en el que vamos, en no mucho tiempo más, deberemos recordar las muchas tragedias argentinas como la antelación en la historia contemporánea, de la gran tragedia impuesta por los modelos de la neocolonización. Con el extravío de los sentimientos nacionales operado desde las usinas de los multimedios; en medio de una mutación civilizatoria y ante la catástrofe planetaria que anticipan los cambios climáticos, los modelos de la neocolonización son invisibilizados por los mismos progresistas y desarrollistas que han hecho de las políticas de los Derechos Humanos un discurso evasivo sobre el pasado; un discurso ideológico que maquilla el genocidio a que se nos somete: el del horror económico de la Globalización.   

Fuente: lafogata.org