Argentina: La lucha continúa
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El petróleo y el país
Martín Flores
A partir del descubrimiento de los yacimientos existentes en la zona de
Comodoro Rivadavia en 1907, el Estado argentino ha ejercido una histórica
influencia en la explotación y distribución de los recursos petroleros
nacionales. Mientras la administración de YPF fue de carácter público, los
ingresos que generaban los hidrocarburos posibilitaron el financiamiento de
diversas obras, generaron numerosos puestos de trabajo y permitieron al menos
que el dinero circulara entre la misma sociedad que pagaba los servicios. Pero
este protagonismo del Estado terminó por desmoronarse como consecuencia de la
ineptitud de los funcionarios. La ineficiente asignación de recursos, la
corrupción, la falta de inversiones y la incapacidad de potenciar el sector,
determinaron el vaciamiento definitivo de YPF.
Hacia fines de la década de 1980, cuando las empresas públicas ya habían sido
escurridas hasta la rapacidad, el discurso oficial comenzó una campaña de
desprestigio para deshacerse de ellas, subrayabando la ineficacia del sector
como producto del excesivo personal que empleaba, la enmarañada burocracia que
sostenía, la improductividad que padecía y las pérdidas que generaba. Para salir
del estancamiento, la propuesta oficial no fue reestructurar y agilizar un
aparato obsoleto y corrompido, sino ceder ante la presión de los organismos
internacionales y emular las tendencias liberales que predominaban en
Norteamérica, inclinadas a la privatización y a la lógica del libre mercado,
porque "los capitales privados son más competitivos, eficientes y operativos".
Las leyes de oferta y demanda purificarían las estancadas aguas públicas y
traerían aires de renovación al turbio sistema empresarial del Estado. Así se
gestó el marco propicio para las privatizaciones y desregulaciones que
sacudirían el país durante la década siguiente. El Gobierno llevó a remate los
bienes públicos con el apoyo de gran parte de la sociedad argentina, que terminó
asimilando el discurso oficial y aceptando regalar las empresas nacionales para
detener las inmensas pérdidas que daban.
Finalmente, los capitales extranjeros no sólo se adueñaron del petróleo, sino
también de numerosas empresas y servicios estatales como las aguas, los canales
de televisión, los teléfonos, los aeropuertos, los aviones, las rutas, las
autopistas y los trenes.
En materia de yacimientos de hidrocarburos, Argentina otorgó a capitales
privados la "concesión temporal de explotación" por 25 años, con todas las
reservas comprobadas. Y en un país donde más del 83% de la energía primaria
depende del petróleo y del gas, el Gobierno argentino no sólo privatizó estos
recursos de una forma escandalosa en la que abundaron las sospechas de
corrupción, sino que lo hizo desentendiéndose de sus responsabilidades básicas.
En el transcurso de la década no sólo ignoró su función de controlar el sector
privado, también desmanteló las estructuras jurídicas y de recursos humanos, y
se negó a asumir el papel de planificar una política energética para conservar y
hacer eficientes y accesibles los recursos. Hoy en día, la empresa española
Repsol-YPF ni siquiera cumple el obligatorio mandato que impone la búsqueda de
nuevas reservas a quienes extraen y explotan los yacimientos petrolíferos del
subsuelo argentino. Sólo se limita a extraer los recursos que el Estado
argentino obtuvo a través de largas décadas de exploración y perforación. Es
decir que Repsol goza de los beneficios sin asumir los riesgos.
Nuestro país cuenta con numerosas cuencas petroleras, pero hasta el momento sólo
cinco de ellas han proporcionado hidrocarburos de manera rentable: La cuenca
Neuquina, la de San Jorge, la Cuyana, la Austral y la del Noroeste. La cuenca
Neuquina y la cuenca de Golfo de San Jorge son las más importantes del país, ya
que contienen el 75% del total de las reservas comprobadas en el país. La cuenca
Neuquina aporta el 43% del total de la producción petrolera argentina, mientras
que la cuenca del Golfo de San Jorge aporta un 35%.
El crudo que se obtiene en Argentina no es de la mejor calidad, y su extracción
resulta más costosa que en muchas otras regiones petroleras del planeta que
cuentan con recursos de mayor pureza a escasa profundidad del suelo. Aún así, el
crudo argentino genera enormes ganancias a causa de la alta demanda
internacional y los altos precios en el mercado mundial. Adicionalmente, la
guerra de Irak, la posición estratégica que implica la obtención de crudo,
sumada a la prevista crisis energética que se aproxima, colaboran a hacer del
petróleo un artículo de privilegio.
La escasa oferta mundial y el hecho que desde 1976 no se descubren nuevos campos
petrolíferos importantes, sumado a que los expertos intuyen que no hay mucho más
por descubrir, hacen de la explotación petrolera una actividad que genera una
economía propia y otorga bienestar a una pequeña minoría de la población,
mientras una extensa franja de la sociedad no recibe ni las sobras y ve desfilar
ante sus ojos las ostentosas carrozas del bienestar petrolero.
Mientras se calcula que las reservas se agotarán en los próximos diez a quince
años, augurando un oscuro futuro para la industria nacional, el derroche y la
ostentación se manifiestan como si la situación fuera a durar siempre. Quizás
esto no le importe a Repsol, Shell o Petrobras, que día a día transfieren al
exterior gigantescas sumas de dinero. ¿Pero cómo serán en el futuro, cuando
comience a escasear el crudo, esas regiones y esas sociedades donde actualmente
operan estas empresas y donde el crudo hoy permite lujos superfluos y vulgares
excentricidades? ¿Qué pasará cuando Argentina pase de exportar y autoabstecerse,
a ser un país comprador e importador de petróleo? ¿No estamos viviendo hoy las
nefastas consecuencias de haber regalado los recursos, como para tener que
seguir esperando a que la situación se agrave?
Neuquén, Comodoro Rivadavia, Río Gallegos son algunas islas urbanas que viven el
auge del petróleo. Pese a que la desigualdad social es un factor común a lo
largo y a lo ancho de nuestro país, en esos archipiélagos petroleros se dan
especiales polarizaciones sociales, donde quienes se vinculan laboralmente con
las empresas petroleras (ya sean empleados directamente en ellas, o
indirectamente a través de distintos servicios) atraviesan privilegiadas
situaciones económicas, mientras una inmensa población que bien podría
denominarse periférica ve pasar la buenafortuna y la prosperidad como si se
tratara de una dimensión paralela, cercana pero inalcanzable.
Éstos son los resultados de la privatización: aumento de la brecha entre ricos y
pobres, ricos más enriquecidos, pobres más pauperizados, una pirámide social de
amplia base y un reducido vértice donde una minúscula elite observa el mundo
desde lejos.
Quienes no están involucrados con el rubro, están condenados a ser extranjeros
en su propio suelo, ya que deben convivir con una realidad que gira en torno a
la dinámica económica que el sector petrolero genera: precios inflados,
especulación inmobiliaria, alto costo de vida y una exagerada ostentación de
bienes. Soberbios hoteles cinco estrellas, lujosos restaurantes, fastuosos
automóviles y mansiones comparten los escenarios urbanos con sectores que
sobrellevan su rutina como pueden, cuando no se encuentran sumergidos en la
miseria más escandalosa. Y todo parece natural: para el discurso oficial, que
habla por la boca de muchos, la desigualdad y la pobreza no son consecuencia de
la injusta distribución de los recursos, sino que parece ser el precio que la
inutilidad merece. Y cuando aparece la violencia, numerosos funcionarios y
diversos medios la asumen como una conducta de algunos locos y criminales
sueltos, o la proclaman como un brote de sectores inadaptados que no saben
perder. La violencia nunca es proyectada como un resultado de la excesiva
desigualdad que el sistema impone en su salvajismo cotidiano del sálvese quien
pueda.
¿No es violencia la desigualdad, la ostentación, el despilfarro de recursos? ¿No
es violencia la legitimación del saqueo y la criminalización de la protesta?
Argentina es hoy el único país del mundo cuyos hidrocarburos están totalmente en
manos extranjeras, y las multinacionales petroleras pagan los impuestos más
bajos, mientras obtienen una ganancia superior al 500% sobre el costo de
extracción y se llevan el 70% de las divisas por exportaciones.
La desocupación, la subocupación y el empleo precario son disfrazados bajo
sutiles estadísticas que esconden la aún elevada escasez de empleo en un país
que dispone de enormes riquezas y que cuenta con una producción de alimentos que
la posicionan entre las naciones más ricas del mundo. Mientras tanto, quienes
gobiernan se aprovechan de esta situación para mantener su vasto aparato de
clientelismo político practicando una vergonzosa caridad que supera el millón y
medio de planes sociales de hambre y miseria, que mantienen en la
improductividad a amplios sectores de la población y los relega a la espera de
prebendas gubernamentales.
Repsol gana al menos cinco veces más de lo que el Estado destina a la educación,
y junto a otras multinacionales se lleva de Argentina alrededor de 42.000 pesos
por minuto. Estas empresas amasan fortunas, y a su paso sólo dejan pobreza,
contaminación y agotan nuestras reservas.
Éste es el modelo neoliberal que el presidente sustenta y mantiene vigente. Éste
es el modelo que en la teoría discursiva condena al gobierno de los noventa,
mientras en la práctica lo continúa, favoreciendo las políticas entreguistas que
privilegian a las grandes corporaciones.
Mientras tanto, quienes luchan por detener este saqueo vergonzoso, son
reprimidos, pererguidos y encarcelados como en Las Heras, una localidad
petrolera de la Patagonia donde la Gendarmería usurpó las calles para acallar la
voz de los manifestantes. Las Heras, sí: la localidad ubicada en la misma
provincia en la que el actual presidente se enriqueció apoyando el gobierno de
Menem, y desde donde acompañó fervientemente la decisión de privatizar YPF y
entregar los recursos nacionales.
Mientras la renta petrolera está al servicio de los capitales privados y no al
servicio de las necesidades de la gente, mientras el señor presidente aparece en
los medios impostando una figura progresista a favor de un Estado de derecho y
en defensa de los derechos humanos, y mientras este circo sigue vociferando su
farsa en las brillantes luces de la pista, la pobreza continúa azotando a más de
la mitad de la población argentina. En la Argentina de 2006, la ley se sigue
masturbando pensando en la Justicia, esa dama inalcanzable que sólo duerme con
los que pueden comprarla.