Argentina: La lucha continúa
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Falleció Nelba Falcone una luchadora social
Un intento de mirada en perspectiva de las Madres de Plaza de Mayo
Daniel Campione
Argenpress
Marzo de 1976 fue un tajo terrible en la historia de la sociedad argentina.
El bloque de clases dominantes, con las fuerzas armadas a la cabeza, se lanzaron
a resolver su carencia de hegemonía por medio de una reestructuración completa
de la sociedad argentina, que destruyera hasta los cimientos la organización de
las clases subalternas, y revirtiera el "espíritu de escisión" que se había
expandido hasta límites inéditos desde los años sesenta. La violencia ocupaba el
primer término, pero la aspiración incluía cambiar el modo de ver el mundo de
las clases subalternas.
Ya desde la última etapa del gobierno peronista anterior, las ideas socialistas
y revolucionarias habían sido estigmatizadas bajo el mote de "subversión", y se
les negaba cualquier propósito constructivo para presentarlas como parte de una
gigantesca conspiración criminal de inspiración internacional.
Fue entre las brumas de la represión sangrienta, la completa censura a las voces
críticas, y el adoctrinamiento sistemático a favor de valores conservadores,
anticomunistas y contrarios a toda organización colectiva y lucha social, que
emprendieron y desarrollaron su lucha las Madres de Plaza de Mayo. La
descalificación las alcanzó como "madres de subversivos", y las presentaba como
parte de una "campaña antiargentina". Esos ataques partían del poder
dictatorial, pero se expandían por amplios sectores de la sociedad, no eran sólo
ricos y poderosos, es importante reconocerlo, los que por mucho tiempo las
insultaron en la plaza y en las calles.
Las Madres se destacaron rápidamente por lo radical de sus planteos. No querían
"esclarecimiento" sino "aparición con vida". E iban dejando claro que no
defendían a sus hijos sólo en su carácter de víctimas de la brutalidad
represiva, sino como militantes y luchadores revolucionarios, portadores de un
proyecto social valioso, opuesto al de los dueños del capital y por eso objeto
de una acción de exterminio, de aniquilamiento.
La de las Madres fue, en su escala, una "guerra de posiciones". Una batalla por
el "sentido común" de la sociedad argentina, que, desde el planteo radical
inicial, avanzó gradual y progresivamente.
El poder primero intentó una justificación plena de sus acciones, en la que la
represión era presentada como cruzada patriótica, en resguardo de los valores
culturales de Occidente, parte de un enfrentamiento mundial. Los militares
asesinos eran, por tanto, héroes, los "subversivos", criminales sin remisión.
Ya hacia fines de la dictadura, esa "trinchera" estaba semidestruida. Las
denuncias resonaban en todo el mundo y dentro de Argentina, las manifestaciones
callejeras, a menudo encabezadas por las mujeres de los pañuelos, pedían
"paredón" para los "héroes" de ayer. Avanzó entonces otro discurso desde el
poder: El combate contra la subversión y su derrota había sido una acción
necesaria y auspiciosa, pero los instrumentos para lograrla habían sido
equivocados. Las acciones guerrilleras, el sindicalismo clasista, habían sido
hechos abominables, pero en la misma medida que los secuestros, desapariciones y
las "muertes en combate" fraguadas. El pensamiento "republicano-liberal" volvía
por sus fueros, con su clásico "moderantismo" y su pretensión de equilibrio
centrista, para condenar a "ambos bandos", con una implícita y decisiva
diferencia: De la izquierda se condenaban tanto el fin como los medios; de la
derecha sólo el modo de perseguir sus objetivos. El informe Nunca Más y el
Juicio a las Juntas son prístinas representaciones de esa concepción. Se
proponía la refundación de la democracia, el pluralismo, la tolerancia; mientras
el manto del "nunca más" debía caer tanto sobre las dictaduras como sobre los
proyectos revolucionarios: ninguna de ambas debía repetirse.
La respuesta de las Madres fue redoblar los esfuerzos en la defensa de la lucha
de sus hijos: Ellos no eran "víctimas inocentes", sino abanderados de una causa
ética e intelectualmente superior, no sólo a la del poder dictatorial sino a la
prédica de los conciliadores de la llamada "transición democrática".
La radicalidad de los resultados correspondió a la radicalidad del planteo: La
condena a la dictadura se extendió hasta hacerse universal, las Fuerzas Armadas
fueron perdiendo todo respeto y consideración para la amplia mayoría de la
población. Y la revalorización de las luchas de los setenta, del ciclo que va
desde el Cordobazo hasta las Coordinadoras obreras de 1975 fue esparciéndose
hasta confundirse con el sentido común, al menos de los sectores más
politizados. La división entre "réprobos" y "elegidos" había quedado destrozada,
invertida en su sentido.
Las tentativas que siguieron haciéndose para dejar impunes a los asesinos
recibieron una y otra vez el "juicio y castigo a los culpables" como respuesta.
Punto final, obediencia debida e indultos cayeron bajo la condena social como
"leyes de impunidad". Ni siquiera el "menemato" con su carga de vindicación de
los objetivos económicos, sociales y culturales de la dictadura (esta vez con
métodos "democráticos") logró torcer este rumbo. Y diciembre de 2001 fue una
sonora ratificación; otra vez con las Madres en las primeras filas, en una
rebelión popular que deshacía el mito de que la política ya no se hacía en las
calles, y constituía la recuperación, física y tangible, de los combates
librados una generación atrás. A la hora de reimplantar su cuestionada
autoridad, y de tentar la reconstrucción de una hegemonía, el propio poder
político necesitó entroncarse con las luchas de los setenta, y el presidente
habló desde el lugar simbólico de "hijo" de las Madres de Plaza de Mayo. Una
parlamentaria, Patricia Walsh, hija de Rodolfo, dio inicio al proyecto que
anularía el punto final y la obediencia debida (el ejecutivo no hizo correr a
los indultos la misma suerte), y los juicios recomenzaron con fuerza, pese a
zarpazos como la desaparición de Julio López.
Las Madres, los desaparecidos, sus hijos como representantes de las nuevas
generaciones, simbolizan una nueva articulación. La decisión de que las
dictaduras no regresen se hizo carne en el pueblo, la disputa porque la
perspectiva revolucionaria vuelva a formar parte del porvenir deseable y
asequible, sigue abierta.