Argentina: La lucha continúa
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Heridas mal cosidas
Si pudiera salvar a la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo
haría.
Abraham Lincoln.
Emiliano Vázquez
La Fogata
En este presente de discursos políticos de inclusión social, integración regional e igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos sudamericanos, la comunidad boliviana de la Ciudad de Buenos Aires ve pasar de largo las buenas nuevas que anuncian los heraldos de la prensa desde las primeras planas de los matutinos más optimistas y más vendidos de Argentina. Excluidos de cualquier política de inclusión que conjuntamente puedan plasmar con éxito en la práctica los gobiernos de Néstor Kirchner y de Jorge Telerman, la mayoría de los costureros bolivianos de la Capital siguen como antes de aquel incendio mortal de Caballito: trabajan para sobrevivir y viven sobreviviendo. Desesperados por tener que satisfacer como sea las necesidades básicas más urgentes, aún atraviesan el calvario de jornadas laborales de entre 13 y 17 horas encerrados en talleres textiles donde la luz del sol solo brilla por su ausencia, donde el tiempo se muere y la vida pasa como un sueño perdido.
El Parque Avellaneda es el punto de reunión obligado. Los costureros bolivianos que trabajan en la zona y que en la semana no aparecen ni por asomo, hoy se cuentan de a miles. Salen a gastar contra reloj las horas de libertad que les quedan. Es domingo, está soleado. En este barrio del sudoeste de la capital, de clase media, media baja y costureros bolivianos explotados es donde se concentra la mayor cantidad de talleres textiles de toda la ciudad, y eso hoy se nota más que ningún otro día. Los talleres están vacíos y el parque, lleno. De lunes a sábado muchos de los costureros tienen prohibido salir de su trabajo, no pueden ni siquiera ir a sentarse cinco minutos a la puerta para tomar aire. Además, como si tener que lidiar con un empleo inhumano les resultara poco yugo y para que la pesadilla en que se convirtió el sueño de progreso en Buenos Aires sea completa, estos sucuchos oscuros y apretados donde se doblan cosiendo son también su único techo y el único techo que pueden darles a sus familias. La vida se vuelve tan inhumana como el trabajo en estas sucursales terrenales del infierno. Sometida por la necesidad, esta pobre gente trabaja y vive hacinada. Su lugar de trabajo es a la vez su hogar y su hogar, una prisión a la que todos llegaron por haber cometido el mismo crimen: tener hambre. Entonces, hoy que tienen permiso para escapar, hoy que por fin pueden darse un respiro; cómo no van a querer aprovechar para salir a tomar todo el aire que nunca corre en la semana, o cómo no entenderles, a algunos, que quizá quieran tomar algo más de cerveza que de aire para tratar de olvidar por un rato que mañana la rutina masoquista pero necesaria vuelve a arrancar y ellos deben volver a poner el lomo y agachar la cabeza sin chistar para alimentarse y alimentar a sus hijos. Aunque no tengan mucho para gastar, cómo no van a salir a gastar con mucho gusto las pocas horas de libertad semanal que les otorgan sus patrones haciendo lo que se les dé la puta gana.
Por Lacarra y Avenida Directorio, las calles que bordean el parque, buscas argentinos y bolivianos que eligen aprovechar el franco del taller-prisión para ganarse unos pocos pesos más, montan sobre las veredas una feria cambalache para compradores argentinos y bolivianos de derroche austero y de necesidades y gustos bien dispares. En un mismo puesto uno puede encontrarse con películas de los ochenta y los noventa en cassettes VHS originales que seguramente habrán pertenecido al catálogo de algún video club barrial caído en desgracia a partir de la aparición del devedé y la inmediata comercialización callejera de devedés piratas, devedés piratas, vajilla de plata trucha y medias de algodón. Todo, por supuesto, a precios populares. Ya dentro del parque la cosa cambia, aunque sus actividades domingueras sean las mismas, los bolivianos y los argentinos no se mezclan. Unos y otros, por su lado, descansan sobre el pasto, comparten picnics, se broncean al sol, llevan a los nenes a los juegos y juegan al fútbol. Los bolivianos son quienes ahora ocupan los potreros del fondo, pegados a la autopista Perito Moreno. Hay un partido por guita, me dicen, como invitándome a verlo. Nueve contra nueve. Un equipo luce un conjunto de oferta al por mayor, de esos que se venden en el Once, de camiseta verde claro y pantalones blancos, similar al del seleccionado boliviano de fútbol; el otro, un mix de camisetas de clubes de Argentina y de Bolivia: dos de Vélez, dos del Bolivar, una del The Strongest, una azul y blanca de algún equipo boliviano que no conozco, tres de River y, para callar ese canto de tono xenófobo de las canchas argentinas que pretende tildar de manera despectiva a los hinchas boquenses de bolivianos- como si ser boliviano para la mentalidad del hincha argentino fuera un insulto-, solo una de Boca. Los jugadores son bastante limitados y el partido, bastante malo. Voy a verme con Pablo.
El muchacho nació en La Paz, Bolivia, hace poco más de 26 años y vive en Argentina hace poco más de diez. Aunque siga recibiendo su franco como la bendición de una tregua en medio de la guerra secular que libra contra el hambre trece horas al día montado a una Kansai Special que no para de confeccionar pantalones capri de dama y otras prendas de tela liviana de verano, ya no se queja. Dice que ahora está bien, a gusto. Por suerte me están pagando por prenda, así que si me esfuerzo, voy a poder sacar buen dinero. Esta semana por 250 pantalones que hice, me pagaron 250 pesos, me comenta mientras levanta sus cejas como para convencerse y convencerme de que la miserable paga es buena. Ahora también me dan una habitación a compartir con un compañero, a tres casas del taller. En cambio, donde estaba antes, por la zona de Liniers, dormíamos todos juntos: hombres solos, parejas y familias en una misma habitación, arriba mismo del taller, y los más nuevitos tenían que dormir en el sótano. No teníamos permiso para salir en la semana, pero ahora, por ejemplo, si tenemos deseo de alguna golosina o una gaseosa, podemos ir a comprar. Ahora sí que estoy bien, repite y asiente con la cabeza como para terminar de convencerse y convencerme de que ya no tiene por qué quejarse. Como si estos derechos laborales más que elementales que antes le negaban fueran exclusivos lujos nobiliarios y el peso que cobra por cada pantalón que luego los locales de ropa venden al público por 40, 50 pesos, un sueldo digno.
A diferencia de la mayoría de sus paisanos, a Pablo no le gusta el fútbol. Prefiere salir a pasear con su hermano Omar, de 17 años, quien también trabaja de costurero en condiciones similares a las suyas, o ir a escuchar música y tomar algo a bares de la colectividad como este de la calle Lacarra, en el que estamos ahora, enfrente del parque y a cuatro cuadras de su actual trabajo- sobre el que, una vez más, dice estar a gusto-. Por otro lado, y si bien coser 13 horas diarias y cobrar un peso la prenda le provoca una particular satisfacción, quiere iniciarles una demanda por estafa a sus ex jefes. Pero, o por un comprensible temor fundado en los antecedentes de la mafia de los talleristas en cuanto a su proceder reaccionario con los desertores laborales o por exagerada prudencia legal o por ambas cosas, prefiere no nombrármelos. Antes de que llegue su abogada a la reunión que convinieron para dentro de un rato en el bar, nos sentamos a hablar. De fondo suena "La ventanita", de "Sombras", una de sus bandas favoritas junto con "La clave norteña". Pedimos una cerveza rubia y dos salchipapas y pasa a explicarme cómo fue la situación que padeció: Me adeudaban dos meses, entonces el mes pasado me fui. Acordamos con el tallerista que iba a pasar a cobrar mi deuda unos días después, pero cuando pasé, me arregló las cuentas como quiso. Se lamenta, mirando hacia abajo. Levanta la mirada y, con un tono suave, más emparentado a la resignación que a la bronca, entra en los pormenores del tongo: Yo trabajaba de lunes a sábado de siete de la mañana a diez de la noche y la paga que me habían prometido cuando entré fue de 40 pesos diarios. Finalmente por los dos meses adeudados me pagaron 300 pesos, porque según ellos durante ese lapso les había rendido mal. Y encima me reclamaban que me hiciera cargo de todo el tiempo que yo había dormido allí, como si tuviera que pagarles un alquiler por la habitación, cuando en realidad a todos nos hacían dormir en el taller para que trabajáramos más horas y confeccionáramos más prendas.
A 193 años de que en nuestro país la esclavitud fuera considerada crimen mediante una resolución de la Asamblea General Constituyente de 1813, hoy hay talleristas que manejan un concepto de la optimización productiva que se trasluce en una plusvalía obscenamente excesiva y en un trato laboral, cuanto menos, perverso: por monedas obligan a los empleados a dormir en camas pegadas a las máquinas de coser, que no detienen nunca su repiqueteo tortuoso. De modo que cuando un costurero, extenuado, termina su turno maratónico y quiere echarse a dormir, debe antes levantar a otro compañero, mal descansado, para que le desocupe la cama y lo reemplace inmediatamente, retomando la posta perpetua. Es que como de subsistir se trata, muchas veces a estos trabajadores desamparados, sin una organización gremial fuerte que los respalde y asesore, no les queda más alternativa que aceptar el status quo de esta mecánica de "camas calientes", como en la jerga la llaman sus explotadores con tanto sarcasmo como literalidad.
Dos talleristas a quienes la justicia pudo probarles que implementaban esta mecánica medieval son los bolivianos Carlos Salazar Nina y Remedios Flores, su mujer. En septiembre de 2005 uno de sus talleres, lindero a la Comisaría 40 de la Policía Federal, fue allanado por oficiales de gendarmería. Y tanto Salazar Nina como su mujer quedaron detenidos por el delito de reducción a la servidumbre contra 30 personas, que trabajaban en el taller pegado a la comisaría, ubicado en Eugenio Garzón 3853, y en otro de Laguna 940, ambos en el barrio porteño de Parque Avellaneda. Sin embargo, más allá de que haya sobradas pruebas para fallar en su contra- incluso una cámara de televisión había registrado el allanamiento de los gendarmes, evidenciando cómo era ese infierno por dentro, para un programa periodístico de América TV-, enseguida de haber sido detenidos, ambos salieron en libertad. Desde entonces, la Justicia argentina hizo todo lo posible para que la causa prescriba: la denuncia penal llegó al juez Norberto Oyarbide, quien se declaró incompetente, seis meses después la cámara le exigió que volviera a hacerse cargo, pero él insistió en patearla afuera y la causa recayó en manos de Claudio Bonadío, y este se la pasó a Jorge Urso que se la pasó a Jorge Ballesteros que se la pasó nuevamente al juez que desde un principio nunca quiso saber nada con llevar adelante ninguna investigación seria: Oyarbide.
De todos modos, en este negocio sucio, de opresión, engaños y miserias, Salazar Nina y Flores no son los únicos esclavistas, ni tampoco sus treinta ex empleados han sido los únicos trabajadores esclavizados. Si tenemos en cuenta que en cada uno de estos talleres-prisión trabajan, por lo menos, quince costureros; solo a partir del cálculo que podemos hacer en base a las alrededor de dos mil quinientas denuncias que, hasta noviembre de 2006, los vecinos habían asentado en el 0-800- 999-2727- línea que el Gobierno de la Ciudad abrió después del incendio de Caballito con la exclusiva finalidad de atender denuncias de trabajo esclavo-, llegamos a una cifra estimativa de 37500 trabajadores esclavizados. Pero no hay que perder de vista que la actitud de los vecinos a este respecto generalmente ha sido de una indiferencia rayana con el racismo y la complicidad desde que hace más de diez años comenzaron a instalarse al lado de sus casas estas demostraciones públicas de la crueldad inescrupulosa que puede alcanzar la ambición capitalista. Entonces ese cálculo de 37500 costureros esclavizados en 2500 talleres clandestinos en la Ciudad de Buenos Aires pierde sustento como parámetro para medir la realidad .
La de Pablo no es una historia aislada. Hay que multiplicarla por cientos de miles de historias parecidas a la suya para tratar de obtener una dimensión real del problema.
Ya me cansé de me caguen, me dice en referencia a su anterior trabajo. De cualquier manera, cada dos por tres me sigue repitiendo lo gustoso que se siente con su empleo actual: pareciera que para él, trabajar 13 horas por día y cobrar un peso por prenda terminada fuera la antípoda de trabajar quince horas por día y cobrar 300 pesos al cabo de dos meses. Y continúa, ahora quizá con más bronca que resignación: Yo contaba con esa plata que no me pagaron porque tengo una deuda en la que nos metimos con mi hermano( me muestra una factura que saca del bolsillo en la que figuran una seña de ochenta pesos por una máquina de coser y los 450 que les faltan pagar para poder retirarla). En un futuro queremos trabajar por nuestra cuenta, por eso ya sacamos una máquina y hay otra( en alusión a la señada) que queremos sacar pero no podemos. El maquinario(sic) me espera, pero no sé hasta cuando. Y no por este problema podemos dejar de pasarles la mensualidad a mi madre y mis dos hermanitos, que están viviendo en Mendoza, así que vamos a tener que trabajar muy duro estos meses para saldar la deuda. Hace un tiempo nuestra idea era viajar allá para ver a nuestra familia en las fiestas, pero no vamos a poder ir hasta que terminemos de pagar la máquina.
Pablo llegó a Buenos Aires antes de que llegara la explotación obrera textil, hace más de diez años, y hace más de tres es costurero. En cada taller donde trabajó conoció compañeros que alguna vez fueron víctimas de algún engaño como el que él sufrió.
En su gran mayoría se trata de personas con poca educación, generalmente campesinos, a quienes los contratan en Bolivia y los traen embrujados con promesas de esas que nunca se cumplen. El que habla es Gustavo Vera, un maestro de sexto grado de una escuela municipal de Flores. En 2001, él, junto a un grupo de vecinos disconformes con la falta de representatividad de los intereses comunes de la clase trabajadora durante el gobierno de Fernando De la Rúa y los suyos, crearon la Asamblea barrial La Alameda, de Parque Avellaneda, donde funciona un comedor comunitario, una cooperativa de trabajo y, desde hace poco más de un año, la Unión de Trabajadores Costureros.
Es muy difícil generar conciencia clasista en esta gente, comenta con palabra autorizada a partir de su trato cotidiano con los bolivianos que llegan a La Alameda. Ellos allá en Bolivia también eran explotados. Provienen de un ámbito rural donde la explotación al trabajador está arraigada desde hace siglos y conviven con su condición de esclavos casi como si fuera una condición natural de su existencia.
Algunos desprevenidos que tal vez observen la realidad desde el prisma que les alcanzan los medios que pintan el presente sudamericano como el de una gran nación que avanza conjuntamente hacia la inmediata prosperidad de todos y cada uno de sus habitantes, tal vez no puedan entender cómo es que en 2006 en la Ciudad de Buenos Aires haya personas que se manifiesten en favor de trabajar como esclavos. En este país incierto que no ofrece ninguna garantía de futuro solvente a los privilegiados trabajadores en blanco, en este país de la flexibilidad laboral en el que hasta el propio Estado genera contratos basura para no pagar aportes, en este país donde las grandes organizaciones gremiales de trabajadores se enfrentan a balazos para poder salir en la foto y los líderes sindicalistas pasan sus vacaciones en Europa y el Caribe, en este granero del mundo donde la tasa de desempleo baja cuando aumenta la cantidad de subempleados y beneficiaros de planes sociales, donde alrededor del 40 por ciento de los trabajadores está en negro y queda expuesto a los abusos de la patronal y donde la mitad de la población vive en la pobreza; ¿por qué habría de extrañarnos que haya gente que encuentre en el trabajo esclavo su única esperanza para sobrevivir y se aferre a él como un náufrago a una tabla en el mar?
Cualquier persona que quiera trabajar en suelo argentino debe enfrentarse con el panorama desfavorable que imponen estos números rojos. La realidad pesimista opera como amenaza implícita para que los trabajadores insatisfechos, cansados de los malos tratos y la mala paga, piensen dos veces antes de dejar su empleo, y para que los desempleados, desesperados, no piensen ni una vez antes de agarrar un empleo de malos tratos y mala paga. Para colmo de males, por su parte, el costurero boliviano que quiera darse el lujo de dejar su empleo inhumano, además de tener que abrirse paso por entre una realidad plagada de obstáculos, automáticamente se queda sin casa. Por lo tanto se torna comprensible la reacción masiva de aquellos bolivianos que, empujados por su propia necesidad y por la mafia de los talleristas también, tras el incendio del galpón de Caballito se cansaron de marchar desde el centro comercial de Flores hasta la Plaza de Mayo reclamando por la reapertura de los talleres clandestinos clausurados y por su derecho a ser explotados. Y, en represalia por las denuncias que la Unión de Trabajadores Costureros presentó en abril de 2006 ante el Gobierno de la Ciudad sobre la existencia de 66 talleres clandestinos funcionando en la capital con el sudor de más de mil obreros textiles esclavizados, hasta intentaron prender fuego la Asamblea de Parque Avellaneda y la casa de Gustavo Vera.
Quienes no entiendan estas reacciones, tal vez compren que uno de los grandes flagelos a combatir que asoma en el horizonte de estos pagos de nubes rosas, armonía y panzas llenas, sea el aumento de los casos de anorexia en Sudamérica, que ocupan cada vez más espacio en los medios. Hace pocos días la muerte de una tercera modelo brasilera en solo un par de meses a causa de esta enfermedad, ganó un lugar destacado entre los titulares de los diarios y noticieros argentinos, como anteriormente ya había ocurrido con sus otras dos compatriotas muertas, con la joven boliviana de 23 años que pesaba 23 kilos y había perdido todos los dientes debido a su sueño de ser modelo, o con la cantidad de internaciones y consultas de jóvenes y adolescentes porteñas en los últimos meses por esta misma razón. Pese a la existencia dolorosa de más casos de anorexia y de lo doloroso de las muertes que se cobró la enfermedad, resultaría hasta de mal gusto que, siguiendo la tendencia que marcan los medios, por estos días el tema se colara entre las prioridades de una agenda regional mientras los números de la realidad marcan que por estos pagos son muchísimos más los que quieren engordar y mueren en el intento.
La comunidad boliviana de la República Argentina está conformada por muchos de esos desnutridos involuntarios. Llegan a nuestro país acuciados por el hambre. No tienen ninguna tradición sindical, no son luchadores sociales, no son exiliados políticos; son exiliados económicos en busca de un alivio que casi nunca encuentran. Los que huyeron de Bolivia en los últimos años, lo hicieron en medio de un proceso insurreccional que terminó con la asunción de Evo Morales como presidente. Lo hicieron justo cuando los más humildes, los indígenas, los siempre postergados comenzaban a tener esperanza en que los ideales de justicia social, redistribución de la riqueza e igualdad de oportunidades por fin se volvieran realidad. Por supuesto que los costureros bolivianos- que a lo sumo podrán tener simpatía con Morales, pero que no apoyan a la distancia el proceso de "Revolución Democrática" del MAS ni mucho menos- no piensan que coser quince, dieciséis, diecisiete horas por día parando, en el mejor de los casos, media hora para almorzar menudencias con jugo tibio sea el ideal a defender. Simplemente defienden esto instintivamente, para no quedarse en la calle junto a sus familias, para poder comer y darles de comer a sus hijos. Para pensar, y luego existir, primero tienen que comer. Y parece que en las agendas políticas de Argentina y de Bolivia interesa muy poco que ellos coman, piensen y existan.
Pablo se inclina hacia atrás en su silla, le hace una seña al mozo y pide una segunda salchipapa. La verdad que no están nada mal, pero con una porción ya me llené. Continúo escuchándolo: Cuando empecé a costurar en mi primer trabajo, me hicieron pagar derecho de piso y los primeros meses no cobré ni un peso porque me decían que me estaban enseñando el oficio.
La suya no es una historia aislada. Hay que multiplicarla por cientos de miles de historias parecidas para tratar de obtener una dimensión real del problema.
Todos los costureros son esclavos de la exclusión social, la desigualdad de oportunidades, el hambre, la corrupción, la impunidad y, en última instancia, de los talleristas argentinos, bolivianos o coreanos que los contratan. Los talleristas forman parte de la tercera línea, junto a quienes se encargan de la trata y el traslado desde Bolivia, detrás de los empresarios de las grandes marcas, que se llevan ganancias extraordinarias y a ellos les pagan entre cinco y ocho pesos por cada prenda que confeccionan los costureros( que con suerte cobran un peso la prenda), y más atrás todavía del propio González Quint( Álvaro González Quint, Cónsul Adjunto del Consulado Boliviano en Argentina), la verdadera cabeza que comanda esta mafia controlando cada una de las instancias que se suceden para que haya trabajo esclavo, denuncia Vera.
Más allá de haber sido reiteradamente denunciado ante la justicia, González Quint aún se mantiene en funciones. Hecho que, desde el vamos, evidencia que tampoco el Gobierno de Bolivia hace mucho por cambiar el estado de las cosas.
La trata de personas desde Bolivia a la Argentina es la que permite aumentar las ganancias millonarias que el trabajo esclavo les deja a las grandes marcas de moda. Ganancias que, por supuesto, los trabajadores, estancados en su malaria consuetudinaria, nunca llegan a percibir. En diciembre de 2000 las Naciones Unidas diseñaron el "Protocolo de Palermo" para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas. Este protocolo contempla por trata a "la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, por medio de la amenaza, el uso de la fuerza, el rapto, el fraude o el engaño". Argentina, como miembro de las Naciones Unidas, está suscripta al Protocolo de Palermo. La Defensoría del Pueblo, amparada en él, encabezó una serie de denuncias a 20 talleres y a, aproximadamente, unas 20 marcas de ropa de primer nivel. El problema es que nuestro país, pese a estar suscripto a este protocolo internacional, no tiene una ley firme que tipifique como delito la trata de personas. Recién hace un mes, el Senado votó media sanción de una ley a partir de la cual, la trata podría ser penalizada seriamente. Pero los problemas siguen, ya que esta ley choca contra el propio Protocolo de Palermo de la ONU al establecer como única condición para que pueda aplicarse el hecho de que la persona víctima de trata haya sido traída en contra de su voluntad, es decir, mediante el uso de la fuerza y que, además, haya testigos que puedan probar esto. Generalmente en los casos de trata lo que prima es el factor del engaño: los bolivianos llegan a Argentina ilusionados con una realidad que no existe. En algunos casos puede que lleguen contra su voluntad, pero es bastante improbable que viajen encadenados, a la vista de todo un pasaje que atestigüe como van recibiendo los azotes del látigo de su verdugo. Está claro de antemano que esta ley no va a conseguir cambiar nada.
Desde la existencia del Protocolo de Palermo hubo en todo el mundo un enorme aumento de la cantidad de conferencias, declaraciones y demás iniciativas sobre cómo combatir la trata de personas. En la región, la más destacada políticamente es la CSM- Conferencia Sudamericana Sobre Migraciones-, cónclave que se viene realizando desde 2001.En la última CSM, la sexta, celebrada en mayo de 2006 en Asunción, los representantes de cada uno de los países pusieron énfasis en que los gobiernos deben "garantizar los derechos laborales y humanos de los migrantes" y, en caso de que quieran regresar a su país, "formular y ejecutar programas especiales junto con el gobierno del país de origen a fin de que les faciliten el retorno". Las delegaciones de Argentina y Bolivia que estuvieron presentes deberían haber tomado nota de esto. Solo la OIM- Organización Internacional de Migraciones- ha ayudado a algunos pocos de los tantos bolivianos que, sin casa ni trabajo digno en Argentina, querían volver a su país, para que pudieran hacerlo
Además de la acción de quienes se encargan de que el trabajo esclavo siga vigente en el siglo XXI, está la omisión, por corrupción o negligencia, de quienes tienen el poder de tomar decisiones que podrían terminar con este mal y o no hacen nada o hacen muy poco para lograrlo. A través del Plan de Emergencia Habitacional, el Gobierno de la Ciudad les brinda un hogar transitorio a aquellos costureros que se quedan sin trabajo y, consecuentemente, sin vivienda, pero apenas pueden acceder al plan los costureros con hijos- y cuando pueden acceder-; mientras que el costurero sin hijos que queda desempleado no tiene la posibilidad de retornar a Bolivia ni de conseguir vivienda ni un mejor trabajo en nuestro país y enseguida vuelve a ser esclavizado en otro taller. Por otro lado, el programa Patria Grande, creado por la Dirección Nacional de Migraciones, permite que los bolivianos indocumentados que viven en Argentina obtengan rápidamente su documentación y una radicación precaria presentando solo dos fotos carnet, su partida de nacimiento y una declaración jurada. Pero, aunque estas sean condiciones necesarias para escapar de la esclavitud laboral, están muy lejos de ser condiciones suficientes. Finalmente, el SOIVA- Sindicato Obrero de la Industria del Vestido- , que debería responder a los intereses de los costureros, nunca ayudó en nada a ningún trabajador esclavizado.
De esta falta de respuestas sindicales y oficiales al problema del trabajo esclavo, nació en octubre de 2005 la Unión de Trabajadores Costureros. Tramitamos más de 4500 radicaciones precarias, iniciamos más de 100 juicios laborales, más de 20 talleres debieron pagarles a sus trabajadores a partir de los escarches que organizamos y recavamos información para denunciar a 70 marcas de primera línea, que explotaban trabajadores en talleres truchos, como Kosiuko, Akiabara, Olga Naum, Normandie, Puma, Topper, Adidas..., enumera Vera con orgullo los logros gremiales. Aunque debe saber muy bien que solos no van a poder erradicar nunca el trabajo esclavo y que los costureros bolivianos siguen estando a años luz de poder desarrollar su oficio en condiciones dignas y de llegar a contar con los beneficios sociales con los que cuenta un trabajador en blanco. Continúa explicando Vera: No existe una política de Estado para terminar con el trabajo esclavo, no hay planes serios diseñados y llevados a cabo entre el gobierno nacional, los gobiernos provinciales y los gobiernos municipales. No hay más que buena voluntad de algunos dirigentes políticos sin presupuesto y sin un aparato orgánico que los respalde y manotazos de ahogado del Ejecutivo cada vez que siente la presión de la opinión pública cuando ocurren hechos como el del incendio del taller de Caballito.
Pasaron nueve meses de aquel incendio del 30 marzo en que murieron seis bolivianos- entre ellos dos chicos de tres, uno de diez y otro de quince años- en un taller textil de Luis Viale 1269, en el barrio porteño de Caballito. Como generalmente ocurre a partir de una tragedia, después del incendio mortal, los medios le prestaron mucha atención por un par de semanas a la vida sufrida de esta gente que se mataba- y se mata- sentada frente a una máquina de coser mañana, tarde y noche solo para intentar matar un poco el hambre. Fue entonces cuando pudieron empezar a conocerse algunos testimonios del horror, como los de costureros que habían pasado hasta dos años cobrando apenas un vale de 30 pesos por fin de semana, otros que enfermaron de anemia por ceder su ración diaria de comida a sus hijitos que lloraban de hambre atados como perros a las patas de las máquinas de coser, los de empleados que habían logrado escaparse del infierno y fueron recapturados y brutalmente golpeados por la mafia tallerista, o los de mujeres que revelaron haber trabajado embarazadas hasta un día antes del parto, y al día siguiente de salir del hospital tuvieron que volver a su trabajo, ya de por sí inhumano, con un bebé al que debían amamantar mientras cosían esos jeans que tan bien saben vendernos los publicistas de las grandes marcas a través de flaquísimas modelos fotoshopeadas abrazadas a flaquísimos modelos fotoshopeados en carteles gigantes que infestan la ciudad.
Ya con la tragedia consumada y el rebote de la repercusión mediática sonando en la opinión pública, quien también debió prestarle atención al asunto fue el gobierno porteño, que tras más de una década con talleres textiles clandestinos funcionando en la Capital Federal recién después del incendio mortal dejó de mirar para otro lado para ver lo que no veía, no le interesaba ver o veía y no le interesaba cambiar. El jefe de turno, Jorge Telerman, inmediatamente después del incendio descubrió que los costureros de Luis Viale trabajaban en condiciones de esclavitud y, rápido de reflejos, se encargó de ordenar delante de todas las cámaras de la televisión una serie de medidas tendientes a regularizar las irregularidades que a esa altura ya habían acabado con seis vidas. Otra vez, como sucedió con Cromañón, los controles, los allanamientos y las clausuras llegaron sobre las cenizas y la muerte. Tarde. Y nuevamente fueron más efectistas que efectivos.
Concretamente no llegaron a cuatrocientas las clausuras a talleres textiles. Pocas en relación a las dos mil quinientas denuncias al 0-800-999-2727, cifra que de todos modos tampoco da cuenta de la verdadera magnitud del trabajo esclavo. Las clausuras fueron a tallercitos familiares, donde había dos máquinas y trabajaban tres o cuatro personas. Vera da un ejemplo concreto de esto que dice: En la calle Joaquín V. Gonzalez al 600 funcionaban cinco talleres truchos, dos de ellos trabajaban para la firma Cheeky (la marca de ropa infantil más cara del mercado) y los otros tres para una feria callejera boliviana. Los talleres de la marca pirulo fueron clausurados y los de Cheeky, en donde había costureros hacinados y trabajando en condiciones indignas, continuaron funcionando como si nada. Es más, haciendo alarde de la impunidad que les brinda el Gobierno de la Ciudad, hace unas semanas despidieron a siete empleados que reclamaban un aumento de sueldo y que se les blanqueara su situación.
Después de las seis muertes en Caballito, por las dudas, como para cubrirse, hubo grandes marcas que blanquearon algunos talleres y pasaron a publicar avisos en los clasificados de los diarios pidiendo costureros, algo que antes jamás ocurría. Pero, paralelamente, está probado que siguen trabajando con talleres truchos, y es ahí donde hacen la diferencia en su producción y donde empiezan a contar sus grandes ganancias.
Lacar, Montagne y Rusty fueron las marcas para las que trabajaba el taller de la calle Luis Viale. Tras el incendio, la policía secuestró pilas y pilas de ropa de estas marcas, lo que significaría una evidencia rotunda para poder dictaminar una sentencia en contra de ellas. Pero no hay ninguna evidencia de que en esta causa la justicia se preocupe en hacer justicia. Por otro lado, la causa nunca llegó a la tipificación de reducción a la servidumbre, trata de personas o violación a la ley de migraciones, y no porque estos delitos no se hayan dado en la realidad. Los costureros nunca declararon sobre las paupérrimas condiciones en las que desarrollaban su labor: eran 25 empleados que trabajaban y vivían hacinados junto a sus familias- lo que sumaba un total de más de 70 personas en un galpón que no cumplía ni siquiera con las mínimas condiciones de higiene y seguridad-, cobraban ochenta centavos la prenda, sudaban jornadas de 16 horas diarias de lunes a sábado y no tenían permiso para salir en la semana. La mafia de los talleristas los convenció de que si declaraban cuáles eran las reales condiciones en las que desarrollaban su trabajo- condiciones causales del incendio-, iban a terminar perjudicándose ellos mismos, por lo que se limitaron a declarar que contaban con todos los derechos laborales que les negaban y sobre un incendio accidental que no pudo preverse. De tal modo, la causa quedó caratulada como "siniestro", figura que no puede generar ningún tipo de imputación ni contra los talleristas ni contra los propietarios del lugar.
Después del incendio no solo hubo marchas de parte de los costureros que pedían por su derecho a seguir siendo esclavizados para poder sobrevivir, también existieron manifestaciones que fueron convocadas por la Unión de Trabajadores Costureros con la consigna de exigir justicia para las víctimas mortales y para que se le pusiera fin al trabajo esclavo. De todos modos, el reclamo de la mayoría de los manifestantes bolivianos no iba más allá de pedir que se les aumentara un poco su paga.
Quienes también se burlan de la justicia y continúan reclutando esclavos, pese a estar procesados por reducción a la servidumbre, son Carlos Salazar Nina y Remedios Flores. Más allá de que la justicia les haya secuestrado las máquinas en los allanamientos de septiembre de 2005, máquinas tienen y consiguen. Ahora se asentaron en la Villa Cildañez donde se les hace más fácil evadir controles, pero también hay testimonios de vecinos que se acercaron a la Asamblea para decirnos que vieron ingresar nuevas máquinas nada menos que a Laguna 940, uno de los dos talleres allanados, donde estarían rearmando su prisión de costureros. Actualmente son más de doscientos los talleristas imputados por casos ligados a la reducción a la servidumbre.
Si bien en algunos talleres de la Ciudad de Buenos Aires las condiciones laborales mejoraron, estas excepciones se dan solo entre aquellos que están ubicados en las zonas urbanas. Más allá de que la mayoría de los controles sean superficiales y digitados, muchos talleres se mudaron a las villas- según Vera, son más de mil los talleres clandestinos que funcionan en las villas porteñas-, donde es prácticamente imposible ingresar a clausurarlos: cuando los funcionarios hacen el intento, primero deben avisar a la policía para que los escolten y la policía avisa a los talleristas para que se escapen antes con las máquinas. Otra de las variables que encontraron los esclavistas para evadir los defectuosos y discontinuos controles, pero controles al fin, del Gobierno de la Ciudad, fue mudar sus talleres a la Provincia de Buenos Aires, donde los talleristas gozan de absoluta impunidad y la situación de los costureros es de absoluta esclavitud. Mientras, el Gobernador Felipe Solá parece estar esperando que haya un incendio en algún taller textil dentro de su jurisdicción para empezar a hacer algo. En su viaje de mayo de 2006, Evo Morales fue declarado visitante ilustre de la Provincia de Buenos Aires, y dio allí un discurso en el que se comprometió a hacer todo lo posible desde Bolivia para mejorar las condiciones laborales de sus compatriotas en Argentina. Pero Evo ignoraba que estaba pronunciando su promesa entre miles de talleres-prisión a su alrededor, tanto como sus compatriotas ignoraron su visita- solo unos 200, 300 bolivianos fueron a recibirlo a la Plaza de Mayo-.
Aprovechando la falta de controles, en varios puntos del interior del país como Rosario, la ciudad de Santa Fé, Córdoba capital o Zapala el panorama es tan alarmante como en la en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires. Talleristas y pequeñas y grandes marcas de ropa se aprovechan de la ausencia de controles para esclavizar bolivianos que llegan, víctimas de trata, a todo el país.
La de Pablo no es una historia aislada. Hay que multiplicarla por cientos de miles de historias parecidas a la suya para tratar de obtener una dimensión real del problema.
Roger Ortiz de Mercado, el embajador de Bolivia, este año, al asumir en su funciones, reconoció que ni su gobierno ni el argentino saben cuántos son los bolivianos que viven en Argentina, pero que estiman una cifra cercana a los dos millones. Seguramente se queden cortos, ya que tanto Evo Morales como Néstor Kirchner demuestran que los costureros bolivianos esclavizados y encerrados en talleres clandestinos no cuentan. Y constituyen el 40 por ciento del total de la comunidad boliviana en nuestro país.
Pago la cerveza que compartimos y mi salchipapa. Pablo pide su tercera porción.
-¿Creés que pese a todo los bolivianos pueden vivir mejor en Argentina que en Bolivia?
- Y.. todavía veo como muy lejana la chance de poder progresar en Bolivia. A Evo Morales, por la raza(sic) que tiene, por su condición de indígena, los de oriente no lo dejan gobernar. Tiene mucha oposición. Pero puedo hablarte solamente por lo que leo de vez en cuando en los diarios. Yo ya no viajo más a Bolivia, no me hago problema: estoy en Argentina y quiero progresar aquí, donde hay más posibilidades .
Van a ser las ocho, sus horas de libertad semanal se le van acabando. Empieza a oscurecer.
El mozo me trae el vuelto. Le dejo un peso de propina, lo que a Pablo le pagan por cada pantalón que luego los comercios venden a cincuenta veces más. Su abogada se asoma por la puerta como inspeccionando el lugar antes de entrar y él le hace una seña para que pase. Me voy justo cuando en la fonola del bar suena la versión de "Los pibes chorros" de "Solo le pido a Dios". Que el dolor no me sea indiferente, desahuciado está el que tiene que marchar a vivir una cultura diferente, escucho desde la vereda mientras vuelvo para mi casa. Enfrente, en el Parque Avellaneda, ya quedan muy pocos bolivianos.