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El Banco Mundial contra la bioseguridad
Silvia Ribeiro *
La Jornada
El rol fundamental del Banco Mundial no es actuar como institución financiera,
sino marcar políticas a los países, allanando el camino para que las
corporaciones privadas puedan actuar posteriormente con garantías legales en las
naciones. Esto lo hacen con una mezcla de préstamos teóricamente "blandos" (con
todo tipo de condiciones y que, para devolverlos, cuestan sangre a los países
receptores), un porcentaje de préstamos comunes, y otro de préstamos a fondo
perdido.
Estos últimos, que aparecen como donaciones, son en realidad los más caros,
porque son los que preparan el terreno para el avance de las trasnacionales en
áreas donde de otra forma no hubieran podido entrar o les hubiera resultado
mucho más costoso en reputación y dinero. Un ejemplo típico de esta última forma
de actuación lo constituyen los proyectos financiados a través del Fondo Mundial
para el Medio Ambiente (GEF, por sus siglas en inglés). Este es administrado por
el Banco, junto a los programas de medio ambiente y desarrollo de Naciones
Unidas (PNUMA y PNUD).
Dentro de la línea de Biodiversidad del GEF se encuentran por ejemplo, el
Corredor Biológico Mesoamericano y otros ejemplos de legitimación del uso
industrial de la biodiversidad, la justificación de la biopiratería y el
desplazamiento a nombre de "conservación" de campesinos e indígenas de sus
territorios ancestrales, así como la alienación de los sistemas de manejo
forestal comunitario introduciéndolos al "mercado de servicios ambientales". En
este contexto, no podía faltar la promoción y justificación de los transgénicos,
operada a través de los mal llamados proyectos de bioseguridad.
El GEF ya ha cosechado un aluvión de críticas en este tema en los últimos años,
con los proyectos PNUMA-GEF sobre bioseguridad, que han sido fuertemente
criticados por organizaciones de la sociedad civil en prácticamente todos los
países donde han operado en América Latina, Africa y Asia. El denominador común
ha sido que estos proyectos, bajo la cobertura de proyectos de capacitación y
diálogo "multisectorial", en realidad, sentaron las bases para normativas de
bioseguridad que favorecen los intereses globales de las pocas empresas
trasnacionales de transgénicos.
En una nueva hazaña del GEF están considerando ahora la aprobación de dos
proyectos multimillonarios en Africa y América Latina, cuyos objetivos
principales son legitimar la introducción de cultivos transgénicos en sus
centros de origen y/o de cultivos de particular importancia para las economías
campesinas de países megadiversos.
En el caso de América Latina, se trata de "capacitar" a los gobiernos de México,
Brasil, Perú, Colombia y Costa Rica para manejar por un lado la contaminación
transgénica resultante de la introducción de maíz, papa, yuca, arroz y algodón
genéticamente modificados y por otro, manejar la opinión pública crítica de los
transgénicos, a través de análisis costo-beneficio y de estandarizar lo que
llaman bases científicas "adecuadas" de manejo de la contaminación. En ninguna
parte del proyecto consideran que la mejor bioseguridad para prevenir la
contaminación es no permitir los cultivos transgénicos, tal como millones de
campesinos, indígenas, ambientalistas, consumidores y científicos responsables
reclaman en esos países. Por el contrario, el supuesto básico es que los
transgénicos ya están o inevitablemente serán introducidos. Con el brutal
agravante que en este caso estamos hablando de que cuatro de los cultivos
mencionados tienen centro de origen en los países involucrados, donde han sido
producto del trabajo campesino de adaptación durante miles de años. El arroz,
aunque originario de Asia, también ha sido adaptado por los campesinos de la
región, para quienes, junto a los otros cultivos en cuestión, constituyen la
base de sus economías, culturas y formas de vida.
El proyecto sería coordinado por el Centro Internacional de Agricultura Tropical
(uno de los 18 centros internacionales públicos del sistema CGIAR que según su
misión debería dedicarse a apoyar la agricultura campesina en lugar de
sabotearla), con instituciones gubernamentales, universidades e institutos
privados de los países. Entre los asesores figuran instituciones de cobertura de
las empresas transnacionales, principales beneficiarios reales del proyecto.
En el caso de México, las contrapartes son la Comisión Nacional para la
Biodiversidad, Sagarpa y Cibiogem. María Francisca Acevedo y Amanda Gálvez son
sus contactos. El proyecto fue enviado para la revisión de "expertos" a Ariel
Alvarez Morales, del Cinvestav. En los comentarios que éste dirige al GEF, dice
por ejemplo: "No coincido con que los cultivos modificados por la biotecnología
moderna son lo más importante en el mediano plazo. ¡Lo son en el presente! Los
desafíos a corto y mediano plazos son las plantas transgénicas para producir
farmacéuticos, los peces y artrópodos transgénicos. Por eso veo la necesidad de
incluir estas áreas en el programa propuesto..."
O sea, no le alcanza que México ya sea el experimento de las trasnacionales con
la contaminación del maíz nativo, sino que debería también ser pionero en otras
formas devastadoras de contaminación.
El proyecto presentado al GEF no incluye, hasta ahora, las sugerencias de
Alvarez. Pero sin duda, pone de manifiesto las intenciones reales de éste:
ahorrarle tiempo a las empresas para que el discurso esté preparado para
justificar las nuevas generaciones de transgénicos.
La sociedad civil está alerta y ya comenzó una amplia campaña en ambos
continentes para detener estos proyectos, con un primer informe de denuncia
elaborado por el Centro Africano para la Bioseguridad, Grain, Grupo ETC y la Red
por una América Libre de Transgénicos. A través de éstos se puede conseguir más
información.
* Investigadora del Grupo ETC