Nuestro Planeta
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La verdad de la soja
Gustavo Duch Guillot
El Correo
Como muchos estudiantes, yo, en su momento, también fui encuestador: digna
profesión que ha pagado muchas carreras universitarias y alguna que otra fiesta.
Por un día he retomado mi vieja tarea y he salido a preguntar por las calles,
qué sabe la población española de algo tan novedoso y popular como es la soja.
Sin ningún rigor científico, pero así, más o menos, les puedo decir que la soja
para la gente de Vitoria, Barcelona o Majadahonda son cuatro cosas. Para mucha
es un componente más de la leche que bebemos y cuánta más soja lleva, más
nutritiva es. Para otro grupo de ciudadanos es un alga oriental que se ha puesto
de moda con el auge de la comida japonesa y tailandesa. También son bastantes
los que la definen como un cereal que se utiliza para la producción de yogur
biológico o ecológico. Y por último un colectivo significativo de personas me
explicaba que es un medicamento naturista o bien homeopático para tratar
desarreglos hormonales de la mujer.
Todas estas respuestas tienen dos cosas en común. La primera, que ninguna es
correcta y la segunda que -fruto de la publicidad- todas las respuestas
trasmiten aspectos positivos y deseables como ecología, salud, buena nutrición,
etcétera. Pero todo esto es una gran mentira, porque la soja es fundamentalmente
hambre, deforestación, pobreza y violencia.
La soja es una oleaginosa que Europa, en la década de los 90, por acuerdos
políticos con EE UU, dejó de cultivar y que se ha convertido en el ingrediente
estrella de los piensos que alimentan a nuestra ganadería: cerdos, vacas,
pollos, todos engordan a base de soja. Y en una proporción mínima se utiliza
para cosas parecidas a lo apuntado por la ciudadanía. La soja es por encima de
todo un forraje de precio muy competitivo. España es casi 100% dependiente de la
soja que importa de Argentina, Brasil y Estados Unidos. Somos un país
soja-dependiente, es decir, si se cierran los puertos a la entrada de soja, en
dos días nuestro ganado se queda con los comederos vacíos y nosotros nos
convertimos forzosamente en vegetarianos.
Sepan que toda o prácticamente toda es soja transgénica, siendo este factor una
de las razones principales de su bajo precio, pues su producción está totalmente
automatizada y no necesita campesinos. Se siembra con unos tractores-robot que
inyectan la semilla, añaden el herbicida y le dan una palmadita en la espalda
para que crezca alegre y frondosa. El herbicida que requiere (de la misma
empresa que las semillas) se rocía con avionetas -que tienen dificultades para
diferenciar cuándo pasan por un campo de soja o sobre algunas viviendas o
personas paseando- y mata a todo lo que no sea soja: malezas, insectos de todo
tipo, personas, fauna, contamina ríos y acuíferos, etcétera. Toda esta
tecnología sólo se la pueden permitir las grandes agroindustrias que han
desplazado a millones de campesinos (han comprado baratas sus tierras, les han
extorsionado con el beneplácito de las autoridades locales sobornadas o
simplemente los han expulsado o destruido sus cosechas familiares).
Tanto resplandece la soja y tanta ambición genera que se están talando bosques
primarios, selva amazónica y otros enclaves de un valor biológico insustituible
para nuestro planeta. La planta de la soja es inocente. Argentina, Brasil,
Bolivia y Paraguay sufren un modelo capitalista neoliberal que les ha conducido
a ser simples productores de una materia prima para los países que nos
alimentamos en proporciones demasiado altas de alimentos de origen animal. Los
campesinos que ahora malviven en las villas miseria latinoamericanas o han
salido a la emigración, los que han muerto rociados de venenos agrotóxicos o
asesinados por su lucha son las víctimas. Nosotros, los consumidores,
encontramos la carne a precios muy accesibles. Desconocedores de la realidad,
somos en parte corresponsables y en parte víctimas: la agroindustria intensiva
que funciona a base de soja nos garantiza nuestra alimentación pero ha dejado al
medio rural español sin campesinos, con aguas y suelos contaminados, ríos
muertos, etcétera. Nuestros impuestos se dedican a corregir estos problemas
medioambientales y a paliar el coste sanitario que supone el aumento de
enfermedades relacionadas con una mala dieta: sobrepeso, obesidad, enfermedades
cardiovasculares, etcétera. Y sólo ganan los dueños del capital que, como
sabemos, no tienen alma pero sí estómago: se alimentan de personas. Caníbales
con enormes fortunas.
Gustavo Duch Guillot es director de Veterinarios sin Fronteras
Fuente: lafogata.org