En una anterior columna aludí a las prácticas terroristas de Israel en Gaza, a
causa del secuestro de un soldado, lo que provocó el castigo colectivo de la
población palestina de la franja, castigo que aún perdura, empalidecido ante la
ferocidad del nuevo episodio de esta tragedia, que ahora se abate sobre
territorio libanés. Al hacerlo así, me sentí respaldado por una buena parte de
la opinión pública israelí, como la expresada en el diario "Haaretz". No fue tan
fácil encontrar después críticas israelíes a los ataques contra el Líbano, tras
la inicial provocación de Hizbolá, aunque después de la reciente masacre en Caná
(Qana: la de la boda bíblica) se vuelve a escuchar el orteguiano "no es eso, no
es eso", vertido en voces hebreas.
Es inevitable una sensación de horror ante la impunidad con la que Israel
desintegra a este sufrido país, bajo la mirada de su aliado estadounidense. Pero
cuando se alcanza el cenit de la consternación es al saber que el primer
ministro, Olmert, había decidido que la población que permaneciese en los
territorios del sur de Líbano, tras el ultimátum para abandonar sus viviendas,
sería considerada terrorista y perecería bajo las ruinas de lo arrasado, como la
treintena de niños exterminados anteayer en Caná. Un ministro ultra ortodoxo se
había explicado así: "No entraremos en las aldeas donde se esconden los
terroristas de Hizbolá hasta que no las hayamos convertido en un cajón de
arena". Cajón de arena en el que ahora jugarán los espíritus de las infantiles
víctimas allí aniquiladas.
Así como Bush decidió considerar terroristas peligrosos a todos los apresados en
Afganistán y someterlos a la ignominia guantanamera (como describe el encomiable
filme "El camino a Guantánamo", del británico Winterbottom), el dirigente
democráticamente elegido por un pueblo que se dice legatario del que sufrió la
brutalidad nazi, aplica ahora en el Líbano, a los palestinos allí emigrados y a
los libaneses nativos, métodos de similar crueldad a los que la Alemania nazi
usó en ciertos territorios invadidos por sus ejércitos: los habitados por "infrahombres",
judíos y eslavos, según la jerga racista de Goebbels.
La discusión que tuvo lugar la semana pasada en el seno del gobierno israelí,
sobre cómo destruir a Hizbolá, se saldó apoyando la táctica de la tierra
quemada. Ésta se desarrolla en dos etapas: primero, se conmina a la población a
emigrar; después, se arrasan los poblados con cañones y bombarderos.
Un inciso, para reproducir las palabras que se oyeron en la fracasada
conferencia de Roma, incapaz de imponer el alto el fuego que la mayoría deseaba.
Habló el primer ministro libanés: "¿Vale menos la vida humana en Líbano que la
de los ciudadanos de otro lugar? ¿Somos hijos de un dios menor? ¿Vale más una
lágrima israelí que una gota de sangre libanesa?".
El contrapunto a este desahogo emocional lo puso la frialdad de la implacable
Sra. Rice, expresando el punto de vista del gobierno de Bush: "No es bueno para
nadie dar falsas esperanzas de algo (el alto el fuego) que no va a ocurrir. No
va a ocurrir. Dije al grupo (de participantes en la conferencia): ¿Cuándo
aprenderemos? Los campos de Oriente Medio están sucios con la basura de tantos
alto el fuego destrozados". Y también con la basura —podría añadirse— de tanta
hipocresía como la que Occidente, y en lugar destacado EEUU, viene mostrando
allí desde que concluyó la época colonial, lo que todavía no ha aprendido la
Sra. Rice.
Prevaleció su opinión, que era la del gobierno israelí, ante unos representantes
europeos desunidos, débiles e incapaces. Por mucho menos, si el perpetrador de
la barbarie que ahora contempla el mundo, horrorizado, hubiera sido cualquier
otro país, se habría declarado una retirada general de embajadores y, después,
otras medidas más enérgicas.
Pero el ejército de Israel necesitaba más tiempo para alcanzar sus objetivos.
Entre estos se encontró un puesto de observadores de la ONU, donde cuatro
soldados perecieron bajo el fuego israelí, al servicio de la comunidad
internacional. El agresor desdeñó varios avisos para detener su ataque ante la
bandera azul, bajo la que se debería amparar toda la humanidad. Pero sabido es
que ni EEUU ni Israel tienen en mucha estima a la ONU, como ambos han mostrado
al paso de los años.
Hay un arrogante modo de pensar y actuar, propio de los gobiernos que se
consideran militarmente muy superiores a quienquiera que pueda oponerse a sus
designios. Es el de EEUU frente a la ONU, para invadir Iraq; el de Israel, uno
de cuyos generales proclamó que por cada cohete disparado por Hizbolá serían
destruidos diez edificios en los barrios chiíes (¿entró en esta cuenta el que
albergaba a los niños de Caná?); el que, cuando Bagdad ardía bajo las bombas,
suscitaba entre los que la destruían desde el aire el recuerdo de los árboles de
Navidad; o el de Hitler, cuando se refería al Tercer Reich como el "Imperio de
los mil años".
Una mentalidad parecida es la que induce a Israel a creer que, cuando todo el
sur de Líbano sea un desolado desierto de cráteres de proyectiles, habrá
desaparecido Hizbolá y el pueblo israelí podrá vivir en paz. ¡Absurda esperanza!
Así como Hizbolá nació en 1984, a causa de la ocupación del sur del Líbano por
Israel y sus aliados libaneses, es de temer que la barbarie israelí de estos
días aporte nuevos hizbolás, nuevos terrorismos y más sangre y desolación. Es
muy probable, además, que estas calamidades no queden circunscritas a Oriente
Próximo sino que se extiendan a otros países. Esto es lo que tampoco ha
aprendido la Sra. Rice ni el gobierno al que pertenece, que en Roma contribuyó a
reforzar la vieja espiral de violencia en la que vive sumido Oriente Próximo
desde la conflictiva creación del Estado de Israel en 1948, tan mal gestionada
después por las grandes y medianas potencias que pugnaban por la hegemonía
mundial sin ver que estaban activando una bomba de retardo.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)