Medio Oriente - Asia - Africa
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El relato de viaje de Vauro desde Afganistán, donde la guerra
no ha terminado
Diario Afgano II
Vauro Senesi
«Cada día que pasa la situación se vuelve más tensa. Hace unos meses se
podían ver extranjeros por la ciudad, militares o civiles, ¿veis alguno ahora?»
nos pregunta retóricamente Yamal, joven, gafas de sol, vestido a la occidental.
Extranjeros
Yamal nos acompaña como intérprete en una vuelta por Kabul. Por las ventanillas
del coche van pasando imágenes de un movimiento caótico: coches, carritos y
seres humanos que se apelotonan junto a los puestos de las aceras o las tiendas
adosadas unas a otras, en una secuencia de mercancía pobre, desde cubiertas de
rueda hasta recipientes usados de plástico. Yamal habla de los rumores que
corren: docenas de terroristas suicidas han entrado en la ciudad. Con
terroristas o sin ellos, para un occidental no es aconsejable detenerse en un
lugar más de unos minutos, sobre todo donde hay mucha gente.
—Muchas personas sin educación —Yamal lo dice como si quisiera diferenciarse de
sus conciudadanos— no distinguen entre unos extranjeros y otros, todos,
militares o periodistas, son enemigos para ellas y cuando menos te lo piensas
aparece un cuchillo o una bomba, que probablemente está metidas y escondida en
la basura que se amontona a los lados de la calle, lista para estallar al paso
de un convoy militar o cualquier otro objetivo digno de consideración, y para
muchos un simple occidental lo es.
Estamos parados en una esquina y el hombre con turbante y poblada barba blanca
seguramente ha adivinado que somos periodistas.
—Quiero hablaros de Karzai, oídme bien —nos espeta con vehemencia, en un inglés
macarrónico—: no hace nada por el pueblo afgano, es igual que el rey Zahir Sha,
lo único que ha hecho ha sido traernos a los ingleses y los demás extranjeros.
El viejo está enfadado sobre todo con los ingleses, «el peor pueblo del mundo».
En su memoria, transmitida por su padre cuando no por su abuelo, los ocupantes
ingleses de 1814 y los ejércitos extranjeros de hoy son lo mismo, blanco de un
odio antiguo que los intentos repetidos de ocupación de Afganistán han mantenido
vivo.
Do not stay here
El convoy blindado que se acerca retumbando no tiene los colores ingleses en los
flancos de los vehículos de acero. El primero y el último llevan pintada la
bandera italiana y el del centro el letrero: US Army. El convoy se detiene al
vernos. El viejo se ha esfumado y un oficial de los alpini salta del
blindado:
—Do not stay here! —nos dice, haciéndonos una seña para que nos
larguemos.
Cuando descubre que somos italianos como él no queda tiempo para cortesías entre
compatriotas, el convoy tiene prisa, lo dicen las caras tensas bajo los cascos
de los alpini agarrados a las ametralladoras pesadas montadas sobre los
blindados. A Yamal también le entran las prisas para que nos vayamos:
—Ahora que os han visto hablar con los militares es peligroso quedarse aquí.
En el coche subimos por una calle pedregosa y llena de baches que trepa por los
cerros pelados que rodean Kabul con un anillo de rocas y casuchas de adobe del
mismo color que el polvo. Las casuchas parecen colgadas en las laderas
escarpadas del cerro; es una de las zonas más pobres del pobrísimo Kabul, aquí
no llega el agua, ni la poca electricidad que se surte en la ciudad, las
alcantarillas son zanjas malolientes al aire libre y las aguas negras corren
entre las casuchas transformando el polvo seco en cieno.
Ayuda humanitaria
Nessed Ahmad tiene la cara enjuta y oscura surcada de arrugas; parece un viejo
pero es difícil saber si realmente lo es, pues aquí casi todos están demasiado
preocupados por sobrevivir día a día para pensar en la edad que tienen los demás
o ellos mismos. Nesser tiene siete hijos, algunos todavía niños. Los dos mayores
le están ayudando a construir una casucha, piedra a piedra.
—Tenemos que pagarlo todo, el agua para la cal, hasta las piedras —cuenta Nesser—.
Yo soy el único que tengo un empleo, soy jardinero y gano 2.000 afganis al mes
(unos 32 euros). Por el cuarto donde vivía con mi familia en la ciudad tenía que
pagar 1.500 afganis de alquiler mensual. Era imposible vivir con lo que nos
quedaba, por eso estoy intentando construirme una casa aquí.
Nesser no tiene nada contra las tropas extranjeras: «Sólo queremos vivir en paz»
dice, aunque probablemente no sabe lo que es eso. «Esperemos que los extranjeros
nos ayuden con algo», pero cuando le preguntamos si él ha visto esas ayudas se
echa a reír:
—Dinero ha llegado mucho, y los que ya eran ricos se han vuelto riquísimos, pero
para la gente pobre como yo no ha cambiado nada —dice, sonriendo y abriendo los
brazos. Como una visión irreal en este paisaje de miseria, un coche lujoso,
blanco, con cristales oscuros, pasa levantando una nube de polvo. Lo escolta una
camioneta con mercenarios armados hasta los dientes en la caja. Quizá se cuente
entre los receptores de esa ayuda humanitaria.