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Medio Oriente - Asia - Africa

Beirut café

Higinio Polo
El Viejo Topo

"…necesitamos creernos
seres humanos como vosotros."
Mahmud Darwish, poeta palestino,
expulsado de su pueblo natal, Birwa, que fue arrasado por los judíos en 1948;
atrapado en el asedio israelí de Beirut, en 1982;
prisionero en el cerco de Ramala, en 2002, donde, una vez más,
las tropas israelíes destruyeron su casa.
 
Beirut café es un establecimiento sencillo, desordenado, sin gracia. Está en la Corniche de Beirut, como llaman todavía a la que fue Avenida de los Franceses en la época del mandato de la Sociedad de Naciones. Al lado del café, hay un edificio casi destruido en la guerra civil libanesa, que, aunque mantiene su estructura intacta, está abandonado. Un poco más allá, hay una pequeña mezquita, y, junto al Beirut café, dos palmeras. Algo más lejos, se ve un alto edificio de apartamentos de lujo, donde viven los viejos ricos de antes y los nuevos ricos de ahora. Desde el lugar en que yo observaba ese cafetín, se yergue la doble línea de palmeras que recorre la Corniche como si fuera el cuerpo extendido de una mujer. Enfrente del Beirut café prueban suerte los pescadores de caña, apoyados en el pretil de hierro que limita el paseo con las rocas. No sé qué me atraía de aquella tasca, anodina, vulgar, donde no tenían hommos ni mutabal de berenjena, ni los sabrosos mezzes. Tal vez era que congregaba a algunas personas que me llamaron la atención. Fui en varias ocasiones, y hablé con la lengua perdida de los turistas con hombres que fumaban en la pipa de agua, el narguile, ante los coches aparcados, o que iban y venían con cometidos imprecisos. Hablé, en esos días, también, con varias mujeres. Una, se llama Reem. Otra, Laila. Una tercera, Jazmine. Pero quien me conmovió fue la más joven, Amal.
Amal, que no debe tener más de veinticinco o veintisiete años, hablaba algo de castellano. Nació en Beirut, pero toda su infancia transcurrió en Venezuela. Sus padres, libaneses, huyeron de la guerra civil. Estaba olvidando el idioma castellano, porque no había vuelto a hablarlo, pero oía en su casa a sus hermanos mayores y a sus padres, que, aunque hablaban el árabe libanés, seguían diciendo frases, palabras que se les había adherido a la piel, en el idioma almidonado y musical de Caracas. Mientras procurábamos entendernos, especulé. Supuse que Amal era musulmana, por su nombre, pero no me atreví a preguntárselo, y si, como yo pensaba, tenía unos veintisiete años, había nacido hacia 1979. Según me contó, la familia hablaba, a veces, de los bombardeos israelíes sobre Beirut, en 1982, que causaron casi veinte mil muertos, entre palestinos y libaneses. Y hablaban de Sabra y Chatila. Ella no recordaba nada, apenas los sobresaltos por las explosiones y una extraña inquietud que le asaltaba en los momentos más inoportunos.
Beirut es una sugestiva mezcla de confesiones y costumbres, una ciudad martirizada, alegre, mediterránea. Aquí viven maronitas, griegos ortodoxos, armenios, católicos (divididos a su vez en grupos: armenios, romanos y otros), musulmanes (sunnitas, chiítas, alauitas), y drusos, acompañados por los refugiados palestinos, que son musulmanes pero también cristianos, y ateos: Beirut es una atractiva mezcla. Quedan pocos judíos: los hebreos beirutíes abandonaron la ciudad y ahora se concentran en Nueva York, sobre todo en Brooklyn. Hablé con varias personas más; a veces, en momentos difíciles: uno de los días, el 28 de diciembre de 2005, Israel había atacado con misiles un campo de refugiados palestino, Naameh, cercano a Beirut. No era algo nuevo, ni sorprendía a nadie, porque el gobierno israelí ya ha empleado aviones F-16 para bombardear ciudades palestinas en los territorios ocupados, o ciudades libanesas. Naameh es un campo donde se concentran palestinos partidarios del Frente Popular para la Liberación de Palestina, FPLP. Ese día, la intimidación israelí no acabó ahí: la prepotencia del gobierno de Tel-Aviv le llevó a amenazar públicamente con volver a bombardear Líbano, si recibía más ataques palestinos desde su territorio. Es decir: no amenazaba con perseguir a quienes atacaban, sino que prometía represalias sobre la población civil. Era un peligro creíble, puesto que Israel ha bombardeado en muchas ocasiones el Líbano. La más terrible fue en 1982, cuando el Tsahal puso cerco a Beirut. El asedio fue medieval, y causó una de las mayores matanzas de civiles en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
* * *
En 1958, pocos años después de la independencia del Líbano, los norteamericanos acabaron a sangre y fuego con una revuelta de drusos y chiítas contra el grupo mayoritario que controlaba el país, los maronitas. Diecisiete años después, en 1975, las milicias cristianas y musulmanas volvieron a enfrentarse, en lo que sería el inicio de la guerra civil. En apenas dos años murieron cincuenta mil personas. En el marco de esa guerra civil, Israel invadió el Líbano, en 1978, con la intención de destruir a las fuerzas palestinas establecidas en el país. Debe recordarse que muchos refugiados palestinos están en el Líbano desde 1948, el año de al-Nakba, el desastre, cuando los hebreos aprovecharon el pánico de los palestinos para crear el Estado de Israel, forzando a centenares de miles de personas a abandonar sus hogares, sus pueblos y ciudades. Fue una limpieza étnica feroz. Otros, como la dirección de la OLP, se establecieron en Líbano a consecuencia del septiembre negro de 1970 en Jordania, cuando el rey Hussein preparó con su ejército una matanza de más de tres mil palestinos. Muchas organizaciones de la diáspora se habían establecido en Jordania tras la guerra de los seis días, en junio de 1967, cuando Israel estaba llevando a cabo nuevas expulsiones de palestinos: Hussein estaba inquieto por el futuro de su propio poder y por la molesta estadía en su país de la resistencia palestina. En 1978, cuando Israel invade el Líbano, los palestinos llevan ya treinta años viviendo en campos de refugiados. Treinta años.
El pueblo palestino ha resistido asedios inhumanos desde el día de su expulsión de la tierra que hoy es Israel. La invasión israelí del Líbano fue una de las más terribles. Los principales organismos palestinos, expulsados de Jordania después del septiembre negro, se habían instalado en la capital libanesa, desde donde coordinaban de la resistencia: pero, en 1982, el gobierno israelí creyó llegado el momento de acabar con ella para siempre. Las divisiones acorazadas de Ariel Sharon ocuparon todo el sur del Líbano y cercaron Beirut. Iniciaron entonces casi dos meses de bombardeos, que destruyeron la ciudad y causaron miles de muertos. Yaser Arafat cambiaba cada dos horas de refugio, porque el ejército israelí bombardeaba cualquier lugar donde pudieran protegerse el jefe de la resistencia palestina y su Estado mayor.
A consecuencia de la guerra civil, Beirut estaba dividida por la línea verde, que separaba al Oeste musulmán del Este cristiano. Israel tuvo buen cuidado en bombardear solamente la parte musulmana de la ciudad, donde se concentraban los milicianos de Arafat. El 12 de agosto fue el peor día de los bombardeos sobre Beirut, que Mahmud Darwish recoge en su libro Memoria para el olvido, donde escribe: "Todos tendríamos que poner nuestro grano de arena, para contribuir a que el mundo no olvide a los refugiados palestinos." Los bombardeos forzaron a Yaser Arafat y la OLP a aceptar su evacuación del Líbano. Seis mil o siete mil milicianos palestinos salieron por mar desde Beirut, protegidos por diplomáticos occidentales y por la ONU, mientras empezaba a desplegarse una fuerza multinacional en la ciudad. Israel no consiguió sus propósitos, aunque su venganza iba a ser terrible. La OLP y Arafat no se iban derrotados, pero dejaban desprotegidos a los refugiados palestinos del Líbano. Sabra y Chatila pagarían un precio muy alto por ello.
Los combates en el país continuaron, en medio de banderías y confusión: Israel seguía ocupando el sur del país y Siria tenía sus tropas en el norte, mientras grupos de palestinos disidentes de la OLP y grupos prosirios luchaban contra los milicianos (establecidos en otras ciudades) de Arafat, que volvió al Líbano al año siguiente, y drusos y falangistas cristianos se enfrentaban entre sí, recibiendo los primeros la ayuda de los chiítas de Amal y los segundos el apoyo del ejército regular libanés. Muchas alianzas cambiarían después, en el horror de la guerra civil. Poco después, fue forzada la retirada de las fuerzas norteamericanas (establecidas en Líbano a consecuencia de los acuerdos de alto el fuego de 1982) por el atentado, en octubre de 1983, con un coche bomba contra la embajada estadounidense que causó la muerte de 265 marines. Pero Estados Unidos continuó interviniendo activamente en el conflicto, a través de sus servicios secretos, de comandos camuflados y de acciones terroristas: el 8 de marzo de 1985, por ejemplo, la CIA colocó un camión repleto de explosivos y lo hizo estallar en Beirut, con la intención de matar al dirigente chiíta Mohammed Hussein Fadlallah: el feroz atentado norteamericano causó 80 muertos y casi doscientos heridos. Israel siguió involucrado en la guerra civil, apoyando a los grupos cristianos contra la coalición musulmana que recibía ayuda de algunos países árabes. El país casi fue destruido. La paz llegaría al Líbano muchos años después, con los acuerdos de Taif.
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En 1982, Ariel Sharon detentaba la cartera de Defensa en el gobierno de Menahem Begin. Sharon tenía un claro objetivo: destruir a la OLP, acabar con la cuestión palestina. Pero, para ello, necesitaba invadir el Líbano. No actuaba solo: todo el gobierno israelí estuvo de acuerdo en lanzar una dura guerra de agresión. Entonces, hace casi un cuarto de siglo, los gobiernos israelíes todavía soñaban con la idea de construir un Gran Israel, asentado en las dos riberas del Jordán, de forma que ocupase toda la vieja Palestina del mandato británico y una parte de Jordania e incluso de Siria, y, por supuesto, que englobase los territorios ocupados palestinos de 1967: ni se discutía la posibilidad de retirarse de Cisjordania y Gaza. Era lógico que los gobernantes israelíes soñasen con ello: ya en el recién creado Israel de la década de los cincuenta del siglo XX, los viejos mapas elaborados por el sionismo dibujaban sus fronteras hasta el actual Iraq.
Para construir el Gran Israel, los israelíes necesitaban, primero, acabar con la resistencia palestina, con sus organizaciones, con la OLP. Y la precaria situación de Arafat y del resto de dirigentes palestinos en el Líbano de 1982 era una ocasión de oro: la aprovecharon. En sus cálculos, Begin y Sharon pretendían iniciar las deportaciones de millones de palestinos hacia los países vecinos, como ya habían hecho en 1948, para que Cisjordania y la franja de Gaza quedasen libres de quienes las habían habitado desde hacía siglos. La política racista y deshumanizadora del Likud llegó a ser escalofriante: en esos días de 1982, Menahem Begin calificó a los palestinos de "animales de dos patas", lo que, implícitamente, significaba que se les podía exterminar. No era nuevo: partidos como el Gahal o el Herut, herederos del visionario Vladimir Jabotinsky habían apoyado la idea de expulsar a todos los palestinos. Con distintas formulaciones, el Likud y otras organizaciones seguirían manteniéndo ese objetivo, con discreción, hasta que, en la última década del siglo XX, a consecuencia de la Intifada, empezó a ser evidente que la deportación del pueblo palestino era imposible, y que, para acabar de complicar las cosas, incorporar Cisjordania y Gaza a Israel podría crear una alarmante situación a causa del crecimiento demográfico palestino: los judíos podrían llegar a ser minoritarios en el Gran Israel.
Que Israel acuse de terrorismo a la OLP o a las diferentes organizaciones palestinas no deja de ser un sarcasmo, sobre todo si no se olvida el antecedente del Irgún (Irgun Zevai Leummi: Organización Militar Nacional), una organización terrorista judía que no solamente voló, en 1946, el célebre Hotel Rey David de Jerusalén, causando casi cien muertos, sino que inició las matanzas sistemáticas que crearon el pánico entre la población palestina, en los meses decisivos de la proclamación del Estado de Israel. La matanza de Deir Yassin, en la cual fueron asesinadas 254 personas por los terroristas judíos del Irgún, supuso el inicio del éxodo, de la deportación de buena parte de la población palestina hacia países vecinos como el Líbano, Jordania, Siria o Egipto. Esa matanza fue utilizada después por los soldados hebreos como advertencia, como amenaza, para forzar a los palestinos a abandonar sus casas, sus aldeas, sus pertenencias. Con la bocacha de los fusiles, a los palestinos les enseñaron la carrerera que se dirigía hacia Jordania. Existían otras organizaciones terroristas israelíes: Edward Said recordaba la actividad de la siniestra Unidad 101, dirigida por Ariel Sharon, cuando ya se había proclamado el Estado de Israel, y que, después, durante años, se dedicaría a realizar acciones terroristas contra los palestinos, asesinando, quemando sus casas, aterrorizando a los habitantes de los territorios ocupados para forzar su exilio. La judía Tel-Aviv, por ejemplo, debía crecer y, para ello, debía morir la Jaffa palestina.
Tras la proclamación del Estado de Israel, la actuación del Tsahal y del Mossad fue también contundente: a lo largo de las cinco décadas siguientes han organizado matanzas y asesinatos sistemáticos en más de quince países distintos, siempre a la caza de dirigentes palestinos. Por eso, resulta grotesco que, hoy, Israel acuse a los palestinos de connivencia con el terrorismo, hipócrita acusación que, además, pretende ocultar la responsabilidad de Tel-Aviv en la deliberada destrucción, en nuestros días, de los servicios de seguridad de la Autoridad Nacional Palestina, y el sabotaje durante años a los esfuerzos del gobierno de Arafat para controlar el territorio de Cisjordania y Gaza: Israel ha apostado por la segregación y el caos, por la humillación, por la disgregación y el enfrentamiento entre los propios palestinos.
Ariel Sharon, que ahora desaparece de la escena, tuvo una responsabilidad evidente en la matanza de Sabra y Chatila: ordenó a sus soldados en Líbano que facilitaran los movimientos y dotaran con medios de transporte a los falangistas cristianos de Eli Hobeika, que fueron quienes se mancharon las manos de sangre palestina. Sharon sabía que los falangistas estaban preparados para matar. Eli Hobeika moriría, años después, en circunstancias extrañas: sin duda, asesinado por el Mossad.
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Hoy, los campos de Sabra y Chatila están rodeados por el ejército libanés, que tiene establecidos puestos de control. Es peligroso visitar esos campos de refugiados, y, cuando son requeridos, los taxistas de Beirut se niegan a llevarte a Sabra y Chatila. Es lógico: no sólo sus habitantes desconfían de los extraños, sino que no es raro que, en Líbano, los campos sean bombardeados por los israelíes. La vida de sus habitantes es difícil: los palestinos no tienen derechos en Líbano. Viven de la caridad de la ONU, y han perdido sus tierras, su patria, su propia existencia, e Israel quiere enterrar su memoria. Todos son apátridas; y son varios millones: el grupo más numeroso del mundo. Israel pretende que los refugiados palestinos sigan malviviendo siempre en los campos: muchos llevan ya cincuenta años. En nuestros días, incluso los drusos de Walid Jumblatt han reclamado que los palestinos se desarmen
Tras el septiembre negro, la OLP concentró sus oficinas y su estructura en la capital libanesa. No podían saber que, doce años después, estarían atrapados en Beirut. Ariel Sharon dirigió el ejército israelí, con ciento veinte mil soldados, e invadió el Líbano el 6 de junio de 1982. De antemano, Begin y Sharon tenían preparado el pretexto: un intento de asesinato del embajador israelí en Londres. Una semana después, los soldados israelíes y sus blindados estaban rodeando Beirut. Tenían un preciso objetivo: destruir a la OLP y matar a sus principales dirigentes, Yaser Arafat incluido. Para ello, no escatimaron recursos: bombardearon por tierra, mar y aire, con bombas de racimo o de fósforo. No consiguieron matar a Arafat, ni doblegar a Beirut, pero los israelíes permanecerían en el Líbano durante dieciocho largos años de ocupación militar.
Las frenéticas negociaciones internacionales culminaron con un acuerdo para la retirada de los palestinos de Beirut, que se inició el 21 de agosto de 1982, mientras entraban en el país tropas francesas y norteamericanas. Dos días después, Bashir Gemayel, opuesto a palestinos y sirios y, en la práctica, impuesto por Tel-Aviv, fue elegido presidente del Líbano. Su asesinato sigue siendo oscuro, puesto que apenas permaneció tres semanas en la presidencia del país, y su total dependencia inicial de los israelíes, a la que pretendía resistirse, lo convirtió en un personaje prescindible. A principios de septiembre ya no quedaban milicianos palestinos en Beirut.
La evacuación de Arafat y los guerrilleros palestinos dejó sin defensa a los campos de refugiados. Muchos milicianos llorarían después, amargamente, haber dejado indefensos a sus hermanos en el Líbano. Y esa indefensión fue aprovechada por Sharon. Porque la matanza de Sabra y Chatila forma parte del odio hacia los palestinos, forma parte del deliberado propósito de destruir a su pueblo, de hacerle aceptar la derrota definitiva y el éxodo, la pérdida de su tierra. Así, en un jueves negro, el 16 de septiembre de 1982, cuando empezaba a oscurecer, los falangistas libaneses penetraron en Sabra y en Chatila. Habían llegado hasta allí gracias a la colaboración del ejército israelí que dominaba todo el sur del Líbano hasta Beirut: Sharon impartió órdenes estrictas. Los falangistas estaban dirigidos por Eli Hobeika, uno de los principales jefes de la Falange cristiana. Iban preparados: llevaban armas con silenciadores, hachas, cuchillos afilados, y los artificieros del ejército israelí empezaron, según lo convenido, a lanzar bengalas para iluminar los campos de refugiados: los asesinos tenían que trabajar rápido.
Los falangistas permanecieron en Sabra y Chatila hasta las primeras luces de la mañana del sábado 18 de septiembre. En esas horas, los hombres de Hobeika protagonizaron una matanza sistemática que no olvidó ningún horror: niños o ancianos fueron asesinados, degollados, mujeres indefensas y jóvenes embarazadas fueron violadas por falangistas y después recibieron un tiro en la nuca y, algunas, fueron abiertas en canal, como si fueran ganado. Algunos niños fueron estrellados contra los muros, para reventar sus cabezas. Aparecieron cadáveres sin los genitales, muertos horriblemente desfigurados. Espías y comandos camuflados del ejército israelí habían identificado previamente a los palestinos que tenían relaciones fuera de los campos, con la resistencia, para que los falangistas los eliminaran. Todavía hoy es difícil detenerse en los detalles del horror, en los contornos oscuros de aquellas bandas de asesinos que delimitaron el territorio de la vida y de la muerte de tantos palestinos indefensos. Los falangistas fueron rápidos, fríos, eficaces. Pese al cerco del ejército israelí, algunos periodistas pudieron documentar la matanza, fotografiaron los cadáveres, hablaron con los horrorizados supervivientes. Después, los asesinatos continuarían en Beirut Oeste y en el sur del Líbano.
Pese a que los soldados israelíes rodeaban los campos para impedir que los palestinos escapasen, facilitando así la acción de los falangistas, algunos consiguieron hacerlo y la noticia de la matanza saltó a las páginas de la prensa mundial y a los noticiarios de las televisiones. Pronto, el mundo supo lo que estaba ocurriendo en Sabra y Chatila: desde el embajador norteamericano hasta los medios informativos (Zeev Schiff, un periodista del diario israelí Haaretz, alertó ya de la matanza en la mañana del 17 de septiembre, y el jefe de los servicios de información del ejército israelí sabía ya que, en ese momento, más de trescientas personas habían sido asesinadas), pasando por los generales israelíes. Tras las horrorizadas denuncias, que recogió la prensa internacional, al Tsahal no le quedó más remedio que abrir una investigación. El recuento de los cadáveres fue uno de los capítulos posteriores del horror: se contaron setecientos sesenta y dos cadáveres abandonados en las calles de los campos de refugiados, y los encargados de documentar la matanza revelaron que unos mil doscientos asesinados habían sido enterrados por sus familiares. La matanza era inocultable, hasta el punto de que, además del Tsahal, los propios tribunales israelíes se vieron obligados a investigar. El 28 de septiembre, diez días después de la carnicería, el gobierno israelí decidió crear una comisión de investigación dirigida por Itzhak Kahan, presidente de la Corte Suprema israelí, y compuesta por el juez Aharon Barak y el general en la reserva Yona Efrat.
A principios de febrero de 1983, esa célebre comisión Kahan admitió que Ariel Sharon había permitido a los falangistas entrar en los campos de refugiados y que había contraído responsabilidad por la matanza, aunque declaró secretas muchas de las pruebas que implicaban al ejército israelí. Casi un cuarto de siglo después, esas pruebas siguen siendo secretas. Sharon, desafiante, se negó a asumir las conclusiones y, mucho menos, a dimitir como ministro de Defensa. Menahem Begin le retiró la cartera de Defensa, pero le permitió seguir en el gobierno sin ninguna ocupación concreta. Después de todo, había hecho un buen trabajo. Hoy, pese a las evidencias, la propaganda sionista sigue insistiendo en que Israel no tiene ninguna responsabilidad, mantiene que el Tsahal tenía un total desconocimiento de los hechos e incluso llega a afirmar que el general Amos Yaron, jefe del ejército israelí, advirtió seriamente a Hobeika de que no se atacase a los civiles palestinos, aunque las pruebas de la complicidad son tan grandes que no les queda más remedio, como hizo la propia comisión Kahan, que admitir la responsabilidad "indirecta" de Israel.
El escritor francés, Jean Genet, que estaba en esos momentos en Beirut, pudo acceder a los campos y presenciar el horror. Genet nos dejó su espanto en las líneas de Cuatro horas en Chatila. Tenemos también el libro de Amnon Kapeliouk, Sabra et Chatila: Enquête sur un massacre, y las páginas que escribió Robert Fisk. Además, una Comisión Internacional de Encuesta estableció en 2.750 el número de personas asesinadas. Sin embargo, siguen faltando testimonios, que completen lo que ocurrió en esas dantescas cuarenta horas. Los propios palestinos investigaron para documentar con exactitud la matanza, pero el Centro de Investigación Palestino, que se encontraba en Beirut Oeste, fue destruido por un atentado el 5 de febrero de 1983, y sus empleados deportados.
Eli Hobeika, el dirigente falangista libanés, fue la mano ejecutora de la matanza de los palestinos de Sabra y Chatila, y sus cómplices justificaron los hechos como una respuesta por el asesinato, el 14 de septiembre de 1982, de Gemayel. Eli Hobeika se añadía así a la triste lista de asesinos del pueblo palestino que ya integraban, entre otros, Hussein de Jordania o el propio Ariel Sharon. Tras el fin de la guerra civil libanesa, Hobeika fue ministro en tres gobiernos distintos: en uno, con Omar Karameh y, en dos ocasiones, con Rafiq Hariri, asesinado recientemente, en febrero de 2005. Hobeika siguió viviendo durante muchos años con esa responsabilidad en su corazón, pero es probable que no sospechara cuál iba a ser su propio destino.
Los gobiernos árabes nunca estuvieron interesados en exigir responsabilidades por la matanza, y abandonaron a los palestinos. Nunca se creó un Tribunal Internacional para juzgar esos crímenes. Sin embargo, hoy, a los israelíes algo les traiciona: en vez de declararse horrorizados por la matanza y condenarla con convicción, como debe hacerse con cualquier asesinato, y en lugar de reclamar la creación de un Tribunal Internacional para juzgar las responsabilidades, sus esfuerzos siempre han estado dirigidos a minimizar la masacre, a hacerla olvidar, a justificarla como una venganza de libaneses cristianos contra los palestinos, y a remarcar la protección de Siria a Eli Hobeika, ocultando que antes fue aliado y protegido de Israel. ¿Dónde están hoy los militares israelíes que cerraron los ojos ante el horror de Sabra y Chatila? ¿Dónde están quienes ampararon la matanza? Cuando, muchos años después, en los tribunales belgas, fue presentada una denuncia para que se investigase la matanza de Sabra y Chatila, Hobeika fue convocado a declarar en Bruselas. Nunca lo hizo: en 2002, fue asesinado por el Mossad. Antes, había cambiado de bando, abandonando a Israel para pasarse al bando sirio.
Según pasan los años, vamos sabiendo más cosas del horror de Sabra y Chatila. Rosemary Sayegh, que investigó la matanza, pudo entrevistar a algunos supervivientes. A Suad Srour, por ejemplo, una mujer que participó en el Tribunal de Mujeres celebrado en Beirut, en 1996. Suad, que tiene todavía balas incrustadas en su columna vertebral y serios problemas de movilidad, perdió a su padre y a cinco hermanos en la matanza. Como si el sufrimiento no tuviera fin, cuando Suad era trasladada en una ambulancia, fue violada en uno de los controles militares que rodeaban los campos de refugiados. Suad sigue militando por la causa del pueblo palestino, aunque se mueva con dificultad y necesite píldoras para dormir.
Sabemos muchas otras cosas, aunque los palestinos siguen esperando que se haga justicia. En 2005, el diario israelí Yedioth Ahronoth entrevistaba a Robert Hatem, Cobra, un mercenario libanés a sueldo de Israel que se vanagloria de haber matado a centenares de palestinos. Antes ya había publicado un libro en Estados Unidos, intentando quitar toda responsabilidad a Ariel Sharon por la matanza de Sabra y Chatila. Hatem, que hoy vive en París (aunque no dispone de derecho de asilo definitivo, porque a juicio del Quai d’Orsay, está "implicado en decenas de asesinatos"), reconocía haber disfrutado disparando a corta distancia a la cabeza de los palestinos condenados a morir en Sabra y Chatila. Cobra era uno de los guardaespaldas de Hobeika y fue entrenado en Israel: se convirtió en un asesino frío, sin escrúpulos, eficaz, capaz de matar sin pestañear. Era competente, hasta el punto de que cumplió destino en la guardia personal de Ariel Sharon durante la invasión del Líbano, y sabía resolver las necesidades de sus jefes: según su propia confesión, buscaba muchachas, secuestrándolas si era necesario, para ofrecérselas a Eli Hobeika. La repugnante experiencia del horror admite que la guerra es feroz, pero que los hombres necesitan seguir satisfaciendo sus deseos.
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Amal, la joven que yo había conocido en el Beirut café, recordaba también Sabra y Chatila, gracias a los relatos familiares. Y Jazmine, que no se había movido de Beirut. De hecho, todos recuerdan la matanza, aunque en el Beirut de nuestros días a casi nadie le gusta hablar de aquellos años. Mientras yo escuchaba, de esas y otras personas, sus historias personales de aquel 1982, no podía dejar de pensar en el destino de los refugiados palestinos, en los acuerdos de Oslo entre la OLP y el gobierno israelí; pensaba también en el anodino aeropuerto internacional de Beirut, al cual había llegado unos días antes. Allí se congregaron los falangistas, antes de dirigirse a Sabra y Chatila. Tras la matanza, excavaron una gran tumba colectiva, cerca de la calle Abu Hassan Salamremeh y de la carretera del aeropuerto, a donde siguen acudiendo los palestinos que sobrevivieron y los familiares de las víctimas.
En 1990, los acuerdos de Taif, en Arabia, entre las distintas facciones libanesas permitieron poner fin a la guerra civil y volver a los esquemas de reparto del poder político anteriores al conflicto. En el Líbano, sigue existiendo el miedo, pero el país se reconstruye y la ciudad cambia: el Beirut café está rodeado de nuevos edificios. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la vida de los palestinos, que siguen con sus casas siempre provisionales, arrastrando su incierto futuro, viéndose privados de derechos, apátridas.
Dicen los libaneses que los campos de Sabra y Chatila están en peores condiciones, incluso, que en 1982, y sabemos que, allí, los refugiados palestinos siguen acariciando el sueño de volver a su país, aunque el mundo parezca olvidarse de ellos. Al lado de ese Beirut café donde yo había escuchado los relatos de un verano implacable y sangriento de un cuarto de siglo atrás, embarcaron los milicianos palestinos de Arafat, dejando su corazón desgarrado en Beirut, forzados a abandonar a los habitantes desarmados que quedaban en los campos. Esos palestinos, a los que no pude ver en un Beirut soleado de principios de 2006, siguen esperando el retorno a su tierra, a Palestina.   

Fuente: lafogata.org