Las Provincias Es una lástima que Dinamarca, un país más bien discreto, con un notable
en derechos humanos, que recuerda a Groenlandia y al frío, a islas y a vikingos,
y del que muchos no sabrían decir si se paga o no en euros, sea ahora conocida
por aumentar la temperatura política en la ya de por sí complicada situación del
oriente medio y su entorno de influencia. Pero no nos engañemos, el incidente
podría haber ocurrido en cualquier otro momento y lugar. Lo que quizás hace
algunos años hubiera pasado desapercibido es en estos momentos más leña para un
fuego que toma dimensiones preocupantes, entre otras cosas por la falta de
responsabilidad de quienes lo avivan. Unas simples disculpas de los editores,
incluso una reacción menos airada del Primer ministro danés Rasmussen, muy
posiblemente hubieran sido suficientes para desarmar de razones a los sectores
violentos que han impulsado las protestas en el mundo musulmán, y que ahora
están en la cresta de la ola sorprendidos por su propio éxito. Pero era mucho
pedir para las dos posiciones extremas, en oriente y en occidente, que están
acelerando ante al cambio de rasante, esperando encontrarse con el enemigo
y dirimir sus diferencias en abierto en ese choque de civilizaciones que,
y no existen las casualidades, está en boca de ambos extremos.
En la universidad, cualquier clase de libertades públicas empieza concienciando
a los alumnos de que los derechos no son absolutos. No lo puede ser, por cuando
los derechos conviven en relación unos con otros, y esa relación provoca
conflictos. En algunos casos puede dudarse de que haya límites (derecho a no ser
torturado, a no recibir malos tratos), pero en otros casos su ejercicio está
claramente limitado por otros derechos. En el caso de la libertad de expresión
nadie duda de sus límites. Su conflicto con el derecho al honor, a la intimidad
o la propia imagen provocan sentencias con cierta habitualidad, en las que los
tribunales dejan claro que la libertad de expresión tiene sus límites jurídicos.
No se trata de un derecho absoluto, ni en el plano del Derecho ni en el de la
ética. Desde luego, si algunas acciones amparadas en la libertad de expresión
son delito, con mucha más razón pueden ser poco éticas.
Pero, además, hay que tener en cuenta que una cosa es que la ley nos otorgue
seguridad jurídica y otra bien diferente es que sea justa. Hermann Heller, una
de las mentes más brillantes de principios del siglo XX y que, por cierto se vio
obligado a exiliarse a España desde la Alemania de principios de los treinta
justamente por sus ideas, lo explicó de forma clara al tratar sobre la legalidad
y la legitimidad del ordenamiento jurídico. En su crítica al positivismo, Heller
afirma que la justicia no se obtiene sólo por la legalidad, olvidando su
elemento ético; esto es, legalidad y legitimidad no van obligatoriamente de la
mano. La legalidad se refiere al componente jurídico-formal de la norma, y la
legitimidad a su adecuación ético-social. Ejemplos duros nos ha dado la historia
sobre este aspecto. El Tercer Reich decía sostenerse sobre la base de la
legalidad, y en efecto tanto los mecanismos formales por los que Hitler obtuvo
el poder como la caracterización del Estado totalitario fueron jurídicamente
irreprochables. Las dictaduras europeas durante el siglo XX siguieron el
ejemplo. De la misma manera que las monarquías limitadas, durante el siglo
anterior, habían asumido el Estado de Derecho en su más estricto significado,
esto es, como fiel cumplimiento de la Ley. El problema no era de legalidad, sino
de legitimidad: la ley no se originaba en cauces democráticos, ni buscaba una
relación entre legalidad y justicia.
Pero tanto el concepto de libertad de expresión, con sus límites, como la
indudable legalidad de la publicación de las viñetas sobre Mahoma en Dinamarca,
aunque sea ilegítima, no son desde luego razones que justifiquen la violencia y
la muerte que han desencadenado algunas protestas radicales en el mundo
musulmán. Algunos han querido ver una acción concertada de un supuesto complot
panárabe, que incluiría a un gobierno sirio resentido por su salida del Líbano,
a los coletazos del talibanismo afgano, a la euforia de Hamás en Palestina tras
su inesperada victoria y, cómo no, la decisión iraniana de reanudar la
producción de uranio enriquecido, para lo que está esperando la llegada a
Teherán de los expertos de la Agencia Internacional de la Energía Atómica. Como
si los objetivos de todos estos grupos fuera el mismo: atentar contra los
valores de occidente conviviendo entre ellos en un saludable clima de paz y
entendimiento. Como si el gobierno sirio no hubiera luchado encarnizadamente
contra el radicalismo islámico, tanto en Siria como en Líbano, no por convicción
democrática sino por mantener el status quo de las cosas; como si el
objetivo fundamental de Hamás fuera la creación de un Estado islámico, y no la
consolidación de la independencia de Palestina; o como si los afganos o los
iraníes pudieran entrar alguna vez en una componenda con los árabes, olvidando
los siglos de discordia y luchas. ¿Por qué nos llaman árabes si somos persas?,
se pregunta la asombrada protagonista de Crash cuando observa las
pintadas y los destrozos en la tienda de su familia, iraní.
Quizás hay que escarbar por otro lado para encontrar una respuesta más acertada
a las acciones de unos y otros. Usando el método holmesiano cabría preguntarse
quién sale beneficiado de los disturbios violentos en el mundo árabe. Y la
respuesta es clara: los fundamentalistas de ambos lados. Los radicales
musulmanes, que ven cómo les han puesto en bandeja de oro la oportunidad de
proseguir con los ataques a occidente y, con ello, buscar los cambios políticos
en sus países que impulsen que una nueva clase política tome las riendas de
Estados que han sembrado vientos para recoger tempestades. Pero no sólo ellos.
También se benefician los radicales occidentales, que buscan la provocación sólo
para llenarse de razones que justifiquen ese supuesto choque de civilizaciones
que, de tanto hablar de él, al final –como cualquier mentira mil veces repetida-
parecerá real.
La solución, una vez más, es redimensionar el fenómeno y abogar por el diálogo y
el respeto, abandonando el campo jurídico y las teorías del complot y entrando
en el campo de la ética y de las relaciones pacíficas entre los pueblos. La
publicación de las viñetas de Mahoma puede ser legal, como lo es en Estados
Unidos la aplicación de la pena de muerte, incluido a niños o a discapacitados.
Ese no es el problema; se trata de una cuestión de ética, de respeto, de
acercamiento pacífico, de diálogo y de entendimiento de las verdaderas razones
que subyacen en la reacción violenta de algunos sectores musulmanes minoritarios
y en la falta de acción de la mayoría de la población musulmana, confundida en
su silencio. Por otro lado, la ofensa del mundo musulmán es entendible, pero no
justifica ningún tipo de vandalismo, menos todavía cuando hay vidas por medio.
En este episodio, una vez más, quien esté libre de pecado que tire la primera
piedra.
martinezdalmau@gmail.com
Rubén Martínez Dalmau es profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de
València. Subdirector del Instituto Mediterráneo de Estudios Europeos