Medio Oriente - Asia - Africa
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Apuntes chinos (del natural)
Higinio Polo
El Viejo Topo
1. En Pekín, o Beijing, llama la atención la modernidad de la ciudad. También en
Shanghai. Visitar hoy esas ciudades, tras una ausencia de una década, las hace
casi irreconocibles. Son, además, gigantescas. Pero todo el país lo es: para un
europeo, las dimensiones de China confunden. No hay que olvidar que la población
de China es hoy, aproximadamente, lo que era la de todo el mundo a inicios del
siglo XX. China cuenta con una brillante civilización: la gran muralla, el gran
canal, la ciudad prohibida, su refinada cultura, el vigor y la experiencia de
sus campesinos que inventaron e interpretaron la vida, los inventos que
cambiaron el planeta, son muestras de una realidad que Occidente sigue
entendiendo mal y mira, desde lejos, con miedo y con codicia. Porque ese
Occidente capitalista sigue creyéndose el centro de la humanidad, aunque su
tiempo ya haya pasado. Así, es revelador que, en Europa o Estados Unidos, se
siga denominando como Everest a la montaña más alta del mundo, cuando, en
realidad, se llama Qomolangma, como la nombran chinos y nepalíes. Los chinos,
mucho antes de que a Occidente se le ocurriese bautizar ese pico como Everest,
ya lo habían situado sobre sus mapas: hace casi trescientos años.
Pekín bulle de animación. En la reformada calle Wangfujing, muchedumbres de
pekineses pasean o compran, comen en pequeños y agradables restaurantes
callejeros. En el Templo del Cielo, miles de turistas chinos van a ver el
prodigio de las creaciones de su cultura milenaria. La transformación del país
es un fenómeno de alcance histórico universal: se trata de convertir a 1.300
millones de campesinos en ciudadanos. Jamás se ha producido en la historia de la
humanidad un proceso de envergadura semejante, y su resultado marcará el siglo
XXI. Se calcula que, en los próximos quince años, unos doscientos o trescientos
millones de campesinos se trasladarán a las ciudades: la población urbana de
China aumentará de los actuales quinientos veinticinco millones a unos
ochocientos millones de personas. Lo que esas cifras suponen escapa a nuestras
convenciones, a los análisis que acostumbramos a realizar: es como si la Unión
Europea tuviese que crear, en el breve lapso de quince años, puestos de trabajo,
viviendas, barrios, ciudades, infraestructuras, centros sanitarios y educativos,
para la la suma de la población de sus tres principales países miembros,
Alemania, Gran Bretaña y Francia.
Ese es el desafío que enfrenta China. La última reunión, el pasado mes de
octubre, del Comité Central del Partido Comunista Chino ultimaba el XI plan
quinquenal (2006-2010). El plan persigue duplicar el Producto Interior Bruto
(PIB) de China en 2010, tomando como referencia el del año 2000. Junto a ello,
el PCCh aborda como objetivos del plan el perfeccionamiento del "sistema
económico socialista de mercado", la reducción del consumo energético, el
fortalecimiento de las empresas chinas en el exterior, la educación obligatoria
de nueve años de duración para todos, la creación de millones de nuevos puestos
de trabajo, la reducción de la pobreza, el aumento del nivel de vida (con
especial atención al campesinado), la estabilidad de los precios, y la mejora
del parque de viviendas y del medio ambiente, así como de la educación y la
cultura. Casi nada. El PCCh pretende también impulsar los mecanismos
democráticos de participación popular y el imperio de la ley en todo el país,
por encima de cualquier otra consideración, y avanzar en el reconocimiento de
los derechos civiles. Quedan lejos los años de los disparates de la revolución
cultural.
Esa reunión del Comité Central del PCCh insistió en la perspectiva de una
sociedad socialista armoniosa (con ese sorprendente, para los europeos,
lenguaje oriental): en realidad, se propone acabar con las desigualdades que ha
creado la reforma, así como controlar el crecimiento económico por su impacto
sobre el medio ambiente, cuya situación en algunas zonas del país es
preocupante. Las desigualdades que la reforma ha creado entre las regiones del
país, y las diferencias de ingresos entre los habitantes de la ciudad y del
campo, fueron objeto de debate entre los dirigentes comunistas, con el objetivo
de reducirlas, poniendo énfasis en el necesario acceso de toda la población
china a los beneficios de la reforma e insistiendo en el fortalecimiento del
objetivo del socialismo: si hasta ahora predominaba el interés por el
crecimiento de la economía del país, a veces a cualquier precio, ahora, sin
abandonar ese camino, el Partido Comunista cree llegado el momento de centrarse
en la vida de los ciudadanos. Es imprescindible.
Mientras tanto, Pekín prepara los próximos Juegos Olímpicos, y eso se nota en la
plaza de Tiananmen, el corazón del país, con sus parterres de flores
inmaculadas, pero también en la transformación de la ciudad, en la modernización
de calles, autopistas, barrios y edificios, en los transportes, en la vida de
sus habitantes. En el barrio musulmán de Pekín veo trabajar las excavadoras y
las grúas: se derriban las viejas casas, apiñadas en los estrechos hutongs,
y se construye la nueva ciudad, que a veces sigue albergando a la vida rural en
los balcones de altos edificios, donde, a veces, se ven los jilgueros
campesinos, o se escuchan los grillos encerrados en una pequeña jaula de bambú.
En ese barrio, muchos carteles están en alfabeto árabe, como se ven también en
el centro de la antigua capital imperial, la Xian de los guerreros de terracota
a la que llegan turistas de todo el mundo para ver los miles de estatuas que
guardan el sueño del emperador Qin Shi Huang.
2. Los hutongs son los viejos callejones de vida comunitaria china. En
ellos, todo sucedía en la calle: allí se cocinaba, se charlaba, se discutía de
asuntos vecinales y de política, se lavaba la ropa y los cacharros de cocina.
Todavía se hace, aunque muchos están dejando de existir. La vida en ellos no es
fácil: el hacinamiento, la convivencia en estrechos callejones, la falta de
infraestructuras adecuadas, la decrepitud de las viviendas, pesa más que las
pintorescas estampas de la vida china de antaño que todavía pueden sorprenderse.
Porque, además, esa emoción que producen es algo que sólo pueden sentir los
turistas, los curiosos. La desaparición de los hutongs pekineses ha
suscitado críticas, sí: sobre todo, de turistas y de residentes extranjeros, que
creen que, con ello, se pierde el alma de la vieja cultura china. Sin embargo, a
los ciudadanos chinos que vivían en esos precarios y superpoblados hutongs
les parece estupendo pasar a vivir en un piso nuevo y moderno. Otras muchas
cosas cambian: las tiendas, los mercados, los centros de reunión. Algunos
visitantes se sorprenden de que estén presentes esos infames establecimientos de
comida grasienta e insalubre llamados Mcdonalds. Pero China se ha abierto
al exterior, aunque, con ello, entren también algunas heces de la cultura
occidental. El cambio se ve en las calles, desde Cantón hasta Pekín; el
bullicioso pueblo chino saborea una prosperidad que es una conquista y una
novedad, y llena restaurantes, lugares de recreo, tiendas y centros comerciales,
y viaja por su inmenso país, fotografiando las impresionantes muestras de su
cultura, la más antigua de las que hoy existen en el planeta. Millones de chinos
se desplazan a Xian o a Shanghai, visitan la ciudad prohibida de los emperadores
o la gran muralla que los defendía de los pueblos del norte. Nunca hasta ahora
lo habían hecho, al menos en cifras tan grandes como las de hoy.
Deng Xiao Ping, el inspirador de la reforma, muchas de cuyas actuaciones son
discutibles, insistió: "El socialismo no es pobreza", y a ello se han aplicado
los dirigentes chinos. El viejo socialismo igualitario y pobre que construyó Mao
está dejando paso a otro tipo de socialismo. Pero los problemas son muchos
todavía. Al sur de la gran plaza de Tiananmen (cuyas dimensiones son
equivalentes a cuarenta manzanas de casas del Eixample barcelonés), se ven
algunos mendigos, que a todas luces viven en la calle: es cierto que no pueden
compararse a las legiones de homeless que se ven en Nueva York, pero son
un rasgo preocupante, pese a su escaso número.
Sin embargo, la reforma ya ha transformado el país en buena parte. Los recursos
con que ahora cuenta eran impensables hace veinticinco años. China tiene ya
capacidad para enviar cosmonautas al espacio. Antes que China, sólo la Unión
Soviética y los Estados Unidos han podido hacerlo, y, hoy, son las tres únicas
potencias con capacidad para seguir haciéndolo. Eso, enorgullece al país, y es
comprensible que así sea. El 15 de octubre de 2003, Yang Liwei, el primer
cosmonauta chino, fue enviado al espacio en la astronave Shenzhou V. Fue
un éxito. Tras ello, en octubre de este año, fue lanzada la nave espacial
Shenzhou VI: China es ya una de las tres potencias espaciales del mundo. El
diario Xinwen Chenbao revelaba que el ingenio lanzado al cosmos portaría
la enseña de la Exposición Universal de Shanghai, que se celebrará en 2010 y que
pretende ser el escaparate del pujante desarrollo chino. Los taikonautas,
como denominan los chinos a sus hombres del espacio, volvieron exitosos y
satisfechos. China se ha empeñado en participar en la conquista del espacio y
cada vez dedica más recursos a ello. La reciente inauguración del Centro de
Investigaciones Científicas y de Entrenamiento para Astronautas, en Pekín,
se añade a los dos que existían en nuestro planeta, hasta hoy: el pionero
Centro de Entrenamiento de Astronautas Yuri Gagarin, de la URSS (Rusia), y
el Centro de Vuelos Espaciales de Houston, en Estados Unidos. El centro
de control de vuelos (CCVEB), está en la Ciudad de Vuelos Espaciales de Pekín,
un enorme complejo situado cerca de la autopista Pekín-Changping: desde allí se
controlan los vuelos tripulados chinos. Presidiendo la enorme sala de control,
una gran pantalla de doce metros de largo y cuatro metros de ancho. China
empuja, en solitario: Estados Unidos tiene serios problemas con sus naves y la
Estación Espacial Internacional se sostiene por las Soyuz rusas. China no
participa en ella: Estados Unidos vetó la participación de Pekín en la Estación
Espacial Internacional.
3. El tren que lleva al aeropuerto internacional de Shanghai es único en el
mundo: electromagnético, alcanza una velocidad de 430 kilómetros por hora. Es
una proeza, realizada en cooperación con firmas alemanas: los trenes se
desplazan a velocidad de vértigo sin tocar el suelo. China ha sido el primer
país del mundo en contar con trenes de esas características. También Shanghai
bulle de actividad. En el pasado, las potencias coloniales habían forzado a
establecer "concesiones": británicos, norteamericanos, japoneses, señoreaban la
zona cerrada entre el río Huangpu y la calle Huashan, y los franceses estaban en
la zona de Luwan y Xuhui. Alrededor, se extendía la lacra de la prostitución, de
la esclavitud, de la miseria, la droga, y el lujo de los hampones. Delante del
río todavía se conserva el hotel donde, en los años treinta del siglo pasado,
cuando Shanghai era la puta de Asia, reinaba uno de los refinados gánsters y
traficantes de droga, Víctor Sassoon, enriquecido con el tráfico de opio que
mataba a decenas de miles de chinos. Hoy, en ese hotel, en la planta baja, cada
noche toca una agrupación de músicos de jazz. En el Bund, el paseo ante el río
que articula la vida de Shanghai colocaron los colonizadores europeos aquel
cartel de infamia que prohibía entrar "a perros o chinos". Aquí, en esta ciudad
caótica y hermosa, se fundó también el Partido Comunista Chino, en una vieja
casa de la calle Wantze, en la concesión francesa. Eran sólo quince personas las
que asistieron a la reunión; entre ellas, dos delegados de la Internacional
Comunista. La policía francesa husmeaba, para detener a los asistentes, y el
congreso fundacional tuvo que ser suspendido. En esa casa del 106 de Wantze se
guarda todavía la mesa ante la que se sentaron aquellos quince revolucionarios.
Pero, desde la fundación del Partido Comunista en Shanghai, la ciudad de ha
transformado y el partido también: hoy son casi setenta millones de miembros.
Al otro lado del río, está la Perla de Asia, como llaman a la futurista
torre de la televisión de Shanghai, que domina el horizonte sobre el Huangpu.
Subir hasta el mirador situado a 350 metros de altura, ayuda a comprender las
dimensiones de Shanghai y del crecimiento económico chino. Otros, van a mirar la
ciudad desde la torre Jin Mao, y, en la planta 87, no puede dejar de sentirse la
sensación de estar asistiendo al nacimiento de otro mundo. Las dos torres están
en Pudong, una zona al otro lado del río que, cuando la visité en 1991, apenas
eran arrozales. Hoy, es la imagen de la ciudad moderna, futurista, que justifica
la frase de un periodista norteamericano que exclamó hace poco: "Ante el nuevo
Shanghai, Manhattan me parece viejo y decadente." Es cierto. También Shanghai,
donde se han construido centros de investigación del cosmos, ocupa un lugar
importante en el programa espacial, junto a Xichang, Taiyuan, Pekín y la base de
lanzamientos de Jiuquan, en el desierto de Gobi.
El especulador George Soros, en su libro La crisis del capitalismo global,
mantenía que, en los días de la crisis asiática de 1997, la mitad de todas las
grúas de construcción del mundo estaban trabajando en Shanghai. Los centenares
de rascacielos que se ven hoy en la ciudad muestran la pujanza de la economía
china. Algunos observadores (es curioso: tanto de derecha como de izquierda)
mantienen que esa realidad se explica porque China ha adoptado el capitalismo.
Sectores de la izquierda occidental llegan a hablar de la "clase
capitalista-burocrática" que, según ellos, se ha adueñado del país. Es cierto
que el igualitarismo de los tiempos de Mao ha desaparecido, a veces, a
consecuencia de las exigencias de grandes compañías internacionales, y, otras, a
consecuencia de las necesidades de la reforma económica: la flexibilidad del
trabajo ha sido considerada como una garantía para el crecimiento económico,
aunque su eficacia es dudosa. Sin embargo, ambos sectores de analistas yerran,
al igual que lo hizo Mao Tse Tung cuando, tras su ruptura con Moscú, denunció
que en la Unión Soviética se había establecido de nuevo el capitalismo: el robo
y las privatizaciones que establecieron el capitalismo de bandidos de Yeltsin y
Putin desmintieron de manera rotunda, cuarenta años después, aquella peregrina
afirmación de Mao.
Esa conjunción de análisis liberales e izquierdistas se explica por un
conocimiento parcial de la realidad china y por la persistencia de tópicos y
dogmas preestablecidos. Para los liberales, el éxito económico chino sólo puede
explicarse por la adopción de estructuras capitalistas: según su visión, el
socialismo es fracaso y el capitalismo prosperidad y crecimiento económico. Para
algunos izquierdistas (que han llegado a escribir que se ha pasado del libro
rojo al más feroz capitalismo), es difícil también aceptar muchas de las
decisiones de China: la inversión extranjera, la apertura de bolsas de valores,
el beneficio privado, el enriquecimiento de un pequeño sector de la población.
Otros, más sensatos, recuerdan el precedente de la NEP soviética. De hecho, si
atendemos a las explicaciones del Partido Comunista Chino, esas iniciativas
traídas por la reforma pueden gustar o no, pero son una consecuencia de un
programa de desarrollo nacional que no podía dejar de impulsarse en el país más
poblado del mundo. Los dirigentes chinos insisten en que la inversión exterior y
la existencia de un espacio económico en manos privadas, extranjeras, son
imprescindibles para la transferencia de tecnología y sistemas de trabajo, y
para terminar con la pobreza y la escasez, al tiempo que recuerdan que el sector
público sigue controlando la estructura económica del país. No se han
privatizado ni empresas públicas de sectores estratégicos, ni las que continúan
siendo rentables, y el sector público continúa siendo mayoritario en la economía
china.
Pese a todo, las contradicciones existen, y, a menudo, son graves. Los nuevos
ricos destacan por sus excentricidades y, a veces, por su ostentación. Los
desequilibrios se muestran en la diferencia de renta entre las ciudades (sobre
todo del Este y Sur del país) y el campo, y entre un segmento de la población
que ya ha alcanzado niveles de consumo equiparables a Europa y la evidente
austeridad y bajo nivel de vida de centenares de millones de personas. El
Diario del Pueblo, daba cuenta hace unas semanas de que, según un estudio de
Hu Angang, profesor de la Universidad de Tsinghua, la diferencia de ingresos
entre los habitantes de las ciudades y del campo había pasado de ser superior en
2,5 veces en 1995, a serlo de 3,2 veces en 2003. El informe concluía que,
gracias a los subsidios que se disfrutan en las ciudades, es probable que la
diferencia sea de casi cinco veces. Esa es una de las causas del gigantesco
traslado de población que está teniendo lugar de las zonas rurales a las
urbanas, de unas dimensiones desconocidas en la historia de la humanidad, y
explica la atracción que ejercen las ciudades chinas y, también, la
insatisfacción de los campesinos, acostumbrados a una gran igualdad en toda
China, desde los tiempos de Mao, y que han visto que el país avanzaba pero que
la prosperidad llegaba antes a las ciudades que al campo. Sus quejas son muy
razonables, y así empieza a reconocerlo el propio gobierno chino.
Mientras el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social proclamaba que en el X
plan quinquenal la seguridad social había aumentado y que se había
conseguido asegurar el pago puntual de las prestaciones y superar el atraso de
las pensiones de jubilación, el ministro de sanidad, Gao Qiang, reconocía poco
después que la reforma sanitaria ha sido un fracaso sin paliativos, y que la
delicada situación a que se enfrenta la población sin cobertura médica es un
gravísimo problema que no puede dejarse de lado. Millones de campesinos no
tienen acceso a una medicina fiable, y eso es una lacra que el país no se puede
permitir. Pero también en las ciudades hay problemas, a menudo graves. El Centro
de Control y Prevención de Enfermedades llamaba la atención sobre las más de mil
seiscientas empresas que lanzan emisiones peligrosas para los trabajadores, y
aceptaba que la salud de unos doscientos millones de trabajadores estaba
amenazada.
Durante la vigencia del X plan quinquenal, el PIB chino creció casi un 10
por ciento anual, pero la creación de puestos de trabajo en la industria no ha
sido de la magnitud que necesita el país para integrar a los millones de
campesinos que emigran a las ciudades. El PCCh considera preocupantes los
desequilibrios que han aparecido en los últimos años: numerosos grupos de
población pobre, con escasos recursos, en las ciudades y en el campo. El aumento
de la delincuencia es una consecuencia directa de esa situación. Liu Jian,
responsable en el Consejo de Estado chino de la ayuda a las regiones pobres,
mantiene que, desde que se inició la reforma económica, los doscientos cincuenta
millones de personas que vivían en la escasez y la pobreza, se han reducido a
sólo veintiséis millones. Dicho de otra forma: es notable el contraste entre el
aumento de la pobreza en el mundo (de mil millones de pobres en el año 2000, se
ha pasado a mil trescientos en el 2004) y la constante reducción en China. Hay
que anotar que, en el mundo, setecientos cincuenta millones de personas pasan
hambre cada día: ninguno es chino.
La vida del viejo Shanghai es un recuerdo, aunque subsistan las callejuelas del
centro histórico, ahora reformado. En el jardín Yuyuan (visitado por el conde
Maurice d’Hérisson en 1859, que se maravillaba ante los cercanos pozos donde las
familias pobres lanzaban a sus hijos muertos, apenas envueltos en un sudario),
está la casa del té Huxingting, rodeada por un pequeño lago surcado por puentes
caprichosos. Allí, al atardecer, se encienden los farolillos que iluminan la
ceremonia del té, en un ambiente que recuerda la vieja China imperial, orgullosa
y decadente, marioneta del imperialismo occidental, que ahora es ya un mal sueño
del pasado.
4. Andamios de bambú escalan los nuevos rascacielos en construcción, ilustrando
la frenética aparición de edificios, nuevos barrios, fábricas, ciudades. Los
riesgos para el medio ambiente son muchos. Por ello, el gobierno se apresta a
luchar contra la destrucción del medio ambiente, menospreciado por muchos
dirigentes locales y regionales en aras del crecimiento a cualquier precio. Una
de las últimas iniciativas ha sido crear en las afueras de Pekín cinturones
verdes para evitar que llegue hasta la capital el polvo del desierto de Gobi.
Igual se hace en otras zonas: se acaba de construir una franja verde de 435
kilómetros, con una anchura de unos ochenta metros, que atraviesa el terrible
desierto de Taklimagan, en la región de Xinjiang. Es el desierto de arena, en
constante movimiento, más grande del mundo. Las carreteras acababan siendo
consumidas por el desierto. Su objetivo es el desarrollo de la región iugur de
Xinjiang y la conservación de las infraestructuras, para lo que se ha recurrido
al riego por goteo de los miles de árboles plantados. Pero el país se ha
desforestado en muchas zonas y es urgente volver a crear los gigantescos bosques
que permitan respirar a China.
El primer priministro chino, Wen Jiabao, ha insistido recientemente en la
necesidad de un desarrollo igualitario que alcance a toda la población. Por su
parte, Niu Wenyuan, un científico de la Academia de Ciencias china, mantiene
que, en los próximos veinticinco años, China tiene que estabilizar su población,
y, para mediados de siglo, debe haber conseguido el desarrollo sostenible y un
consumo energético constante, sin crecimiento. Se habrá conseguido asegurar,
para toda la población, la alimentación, la conservación del medio natural, la
salud y la justicia social. Para él, el desarrollo sostenible, meta del Partido
Comunista Chino, será posible sobre la base, en primer lugar, del "crecimiento
cero" de la población; después, de la estabilización del consumo energético y,
en último término, de la conservación del medio ambiente. Nada podrá edificarse
sobre una naturaleza devastada.
Un desarrollo sostenible, como el que pretende conseguir el gobierno chino es
posible con una gestión prudente de los recursos y de la energía. China importa
cada vez más petróleo, pero cuenta con yacimientos importantes de fuentes
energéticas. Zhang Guobao, ministro de la Comisión Estatal de Desarrollo y
Reforma, revelaba hace unas semanas que el porcentaje de autoabastecimiento
energético del país llegaba al 94 por ciento, y que solamente el 6 por ciento
restante dependía de la importación. Pese a sus crecientes necesidades
energéticas, China continúa exportando carbón: 80 millones de toneladas el
pasado año. Zhang hacía esas manifestaciones por las constantes acusaciones, de
fuentes occidentales, de que una de las principales causas del aumento del
precio del petróleo era por la creciente demanda china. Las presiones son
constantes: el anterior presidente norteamericano, Bill Clinton, pedía
recientemente a China que reconociese la amenaza que supone su crecimiento
económico para la naturaleza, así como el peligro del aumento en el consumo de
energía. Clinton mantuvo que "tal vez no haya petróleo suficiente" para todos.
No dejaban de sorprender sus palabras viniendo del anterior presidente de un
país que es el mayor consumidor de petróleo del planeta y el agente contaminador
más agresivo. Clinton veía la paja en el ojo chino, pero simulaba ignorar la
viga en el ojo norteamericano.
La creación de nuevos polígonos industriales, ciudades manufactureras, puertos
que articulan un comercio cada vez más internacional, jalonan el avance chino
convirtiendo al país en la fábrica del mundo: es difícil hoy que los habitantes
de cualquier lugar del mundo no tengan en su casa productos chinos. Junto a todo
eso, crece el desarrollo de Internet (China ya es el segundo país en el mundo en
usuarios de la red y, en breve, será el primero), aumenta la difusión de la
telefonía, porque China es ya el país con más teléfonos móviles del planeta, y
la utilización de tarjetas bancarias, que ha alcanzado la cifra de 875 millones,
ilustran el cambio social y el desarrollo chino. El gigante chino se ha
despertado.
5. En Shanghai se desata un tifón. Me dicen que hacía más de un año que no
azotaba la ciudad una tormenta semejante, que impresiona a los no habituados: el
viento te arrastra, te derriba por el suelo, dar dos pasos por la calle
significa acabar calado hasta los huesos, espesas cortinas de agua azotan los
edificios, y todo parece a punto de hundirse. Pero Shanghai está preparado para
resistir los tifones. Aunque, desde el Bund, no se vean los rascacielos de
Pudong debido a las cortinas de agua del tifón, sus estructuras resisten, sin
problemas. La vieja ciudad china, alrededor del hermoso jardín de Yuyuan se ha
tranformado completamente: quien la hubiese visitado diez, quince años atrás,
habría visto un frenesí de barrios populares, de mercados caóticos, de casas
decrépitas donde se hacinaban sus habitantes, donde se lavaba y se cocinaba en
la calle. Por aquí paseó Jean Cocteau, en 1936. El escritor francés nos habla de
sus barrios de putas, de los niños alimentados a la fuerza a los que no se
dejaba crecer y que se convertían en pequeños monstruos obesos de los que sólo
la cabeza envejecía, transformados en budas vivientes; de los marineros
americanos borrachos que buscaban amores mercenarios y vomitaban las entrañas de
la podrida y codiciosa águila de su país; de los rusos blancos que arrastraban
su miseria y su desesperación por los antros de la Shanghai arrodillada. En
Shanghai, Cocteau coincidió con Charlie Chaplin y con Paulette Godard, y con
ellos vio las danzas de pobres muchachas que bailaban por un dólar. Hay
problemas de prostitución en la Shanghai de nuestros días, y se distribuye
droga, pese a la severidad de la policía con todo ello, pero la ciudad no tiene
nada que ver con la que contempló Cocteau. Tampoco con la Shanghai austera de
los años maoístas.
La presa de las tres gargantas está lejos de Shanghai, pero aquí se discute
sobre ella, sobre los beneficios que traerá al país. No en vano, la ciudad está
en el gran estuario del Yangtze, uno de los grandes ríos chinos, que atraviesa
el país a lo largo de miles de kilómetros. La gran presa, que será la mayor del
mundo, servirá, entre otras cosas, para impedir las desastrosas inundaciones
periódicas que causaban miles de muertos casi cada año, como una condena
milenaria que China ha soportado desde la prehistoria. Los ecologistas
occidentales no ven con agrado la presa, pero sus beneficios parecen evidentes.
Un millón de personas han sido trasladadas a otras localidades para facilitar su
construcción, y, al parecer, están satisfechas con sus nuevas viviendas. En el
año 2009, la presa estará terminada, tras haber consumido un presupuesto de
25.000 millones de dólares, y generará buena parte de la electricidad que
necesita el país.
6. La estrategia china sigue los patrones de la paciencia y la contumacia
orientales. No es algo nuevo, traído por la reforma: siempre ha sido así. Si en
Europa contamos los años, en China parecen pensar por décadas y siglos. Chu En
Lai, el compañero de armas de Mao, interrogado sobre el significado histórico de
la revolución francesa, contestó que aún era demasiado pronto para saberlo. El
ascenso chino a la condición de gran potencia nos trae una novedad: todas las
anteriores potencias consiguieron su poder tras guerras destructivas o tras
sanguinarias campañas de conquista. En cambio, el ascenso chino es pacífico. De
hecho, esa es la tradición de su diplomacia y de su cultura: China nunca ha
invadido a sus vecinos. Una cuestión central para entender la política exterior
china y su irremediable fortalecimiento: a diferencia de Estados Unidos, China
no tiene enemigos. Sus diferencias con Japón se reducen a la interpretación de
la historia reciente. Mantiene una estrecha colaboración con Vietnam. También
con Rusia. Frente a esa realidad, Washington está prisionero: entre la tentación
de una política agresiva y la prudencia que le reclaman algunos señalados
miembros de su élite dirigente. Samuel Berger, ex asesor de Seguridad Nacional
de Clinton, reclamaba, casi con metáforas orientales ("demasiados
norteamericanos miran al dragón chino y solamente ven escamas y dientes
afilados, y muchos chinos ven al águila estadounidense y apenas observan fieros
ojos y fuertes garras"), que el dragón y el águila se dejasen espacio libre en
el mundo, para compartir el futuro. No es una concesión: es la más sensata
política que puede seguir Estados Unidos, porque el poder chino no va a venir:
ya está aquí. Según Berger, las cuestiones de la energía, de la protección de la
naturaleza y de la sanidad, deben estar en el centro de las preocupaciones de
los dos países.
Esa tranquila estrategia china se manifiesta en su nueva seguridad en los foros
internacionales, aunque mantenga muchas veces un perfil bajo en sus iniciativas
diplomáticas; se manifiesta en el interés de América Latina por la potencia
asiática, por la mirada del África abandonada, que ve en China un ejemplo a
seguir; y, también, por la envergadura de su comercio. La Unión Europea sigue
siendo el primer socio comercial de China, con un comercio bilateral que ha
alcanza la cifra de 157.000 millones de dólares en los primeros nueve meses del
año. Le sigue Estados Unidos, con un intercambio comercial por valor de 153.000
millones para el mismo periodo. Japón continúa la lista, y el comercio entre
Tokio y Pekín llegó a ser de 134.000 millones, también para los nueve primeros
meses del año en curso. La seguridad de los suministros petrolíferos, la
estabilidad de los precios, las tecnologías renovables, y cuestiones como el
sida y la gripe aviar, figuran entres las cuestiones estratégicas que, según
Berger, imponen una cooperación entre Pekín y Washington.
Al mismo tiempo, China, aunque tiene unas enormes reservas de divisas en
dólares, está empezando a vislumbrar el fin de la hegemonía de la moneda
norteamericana. Algunos economistas de la Reserva Federal estadounidense han
manifestado su inquietud por la posibilidad de que China abandone el dólar,
debido a las catastróficas consecuencias que ello tendría para la economía
norteamericana. Los cautelosos movimientos para cambiar una parte de las
reservas chinas al euro y a una cesta de monedas asiáticas, justifican los
temores de Washington. Pero también los dos países tienen intereses comunes: una
rápida depreciación del dólar comportaría enormes pérdidas del valor de las
divisas en poder de Pekín. Y, desde Europa, que sigue soportando el yugo
atlántico de la OTAN, también empieza a definirse un mundo distinto, con
timidez, con cautelas, porque el amigo americano está presente. La geoestrategia
de Moscú, Pekín, y Berlín y París se asienta, en parte, en ese mundo cambiante
de la economía. De hecho, Washington necesita enormes transferencias de capital
y la compra de sus emisiones de bonos por parte de las economías japonesa, china
y rusa para mantener su tambaleante predominio político, y China lo sabe.
7. Los bajos salarios son uno de los atractivos para la inversión exterior en
China. Atsuko Nakamoto es una japonesa que trabaja en Shanghai: su compañía ha
instalado una fábrica en la ciudad y mientras que los obreros son chinos, los
cuadros dirigentes y medios son japoneses. Atsuko me informa sobre las duras
condiciones de trabajo que tienen los obreros chinos y los escuetos salarios que
paga su compañía. Pese a ello, muchos trabajadores, sobre todo si son de
extracción campesina, están contentos. Otros muchos deben soportar la hipocresía
occidental, que se aprovecha de las diferencias salariales entre su país y
Occidente (que el gobierno chino no puede cambiar porque su economía recibiría
un durísimo golpe) y, al mismo tiempo, denuncia en sus países los bajos salarios
chinos, a los que acusa de sus dificultades: explican la conquista de mercados
por parte de los productos chinos como consecuencia de sus bajos costes
salariales. En algunos casos es cierto, pero no en muchos otros: el porcentaje
atribuido a los salarios en muy limitado en la fabricación de muchos productos.
Mientras las empresas del Estado aseguran los derechos obreros, aun sacrificando
los resultados económicos, las empresas extranjeras intentan exprimir a los
trabajadores, creando una situación para la que los sindicatos chinos están mal
preparados, como ellos mismos reconocen. Es razonable que haya descontento.
Muchos obreros, o campesinos emigrados, ven que han pasado de su condición de
"copropietarios" de las empresas a simples trabajadores en las empresas con
participación occidental o japonesa. El propio Diario del Pueblo, órgano
central del Partido Comunista Chino, reconocía que en algunas empresas habían
empeorado las condiciones de trabajo y que las disputas por los salarios son
cada vez más importantes. Los sindicatos chinos deben jugar otro papel, y el
Estado debe asegurar los derechos de la clase obrera.
Sin embargo, las voces que, en Europa o Estados Unidos, a menudo de forma
hipócrita, denuncian que los obreros chinos padecen unas condiciones cercanas a
la esclavitud, y sin derecho de huelga, pretenden, no mejorar la condición
obrera sino crear dificultades a los productos chinos en el exterior. No deja de
ser revelador que conspicuos periódicos ligados a la burguesía se descubran un
alma sensible ante las dificultades obreras (en China). De hecho, las huelgas
que se convocan en China ponen de manifiesto la voluntad de lucha de obreros y
sindicatos, aun en una situación cambiante.
La reforma surgió de la evidencia del atraso económico del país. No hay que
olvidar que, antes de la revolución de 1949, el setenta y cinco por ciento de la
población del país era analfabeta, que la esperanza de vida era similar a los
inicios de la revolución industrial de principios del siglo XIX en Europa y que
la vida de los chinos era un infierno gobernado por políticos corruptos y
potencias extranjeras: las conquistas revolucionarias fueron muy importantes, y
China pasó en pocas décadas de hambrunas apocalípticas con millones de muertos a
la seguridad alimentaria, aunque fuera modesta, pasó a ver la propiedad de la
tierra para el campesinado, conoció a los médicos rurales, aunque tuvieran una
escasa preparación, llegó a la instrucción popular. Pero, treinta años después
de la fundación de la República Popular, el país exigía iniciar un nuevo ímpetu,
pasar del socialismo de la escasez al socialismo del desarrollo. Helmut Schmidt,
antiguo canciller alemán, escribía recientemente cómo le impresionó, hace
treinta años, la pobreza de China, y cómo le ha impresionado su rápido
desarrollo posterior, que ha hecho que, según sus palabras, "entre 400 y 500
millones de personas hayan salido de la pobreza". Pero existen problemas, que la
prensa china recoge cada vez más abiertamente.
China tiene hoy unas reservas de 750.000 millones de dólares, las mayores del
mundo, y es el segundo poseedor de bonos del Tesoro norteamericano, lo que ha
llevado a algunos analistas chinos a interrogarse por la conveniencia de seguir
dando facilidades para la inversión extranjera, a la vista de la insatisfacción
en muchos centros fabriles. Cuando el país se abrió a las empresas
internacionales pretendía captar capitales para impulsar el desarrollo,
conseguir tecnología no existente en el país y crear nuevos puestos de trabajo.
De todo ello se esperaba, como en efecto sucedió, que permitiría el acceso a
nuevos mercados para los productos chinos, cuya culminación fue el ingreso de
China en la Organización Mundial de Comercio en 2001, sujeto a unas condiciones
contractuales ventajosas por un lado pero que, por otro, forzarían a realizar
reformas no previstas y abrir el país a los productos extranjeros. Ese proceso
está en marcha. Desde la incorporación del país a la OMC, las importaciones y
exportaciones chinas han pasado de unos 500.000 millones a 1.150.000 millones de
dólares en 2004, cifra que sitúa a China en el tercer lugar del mundo por el
volumen comercial.
Las inversiones extranjeras han llegado a la industria, pero también a los
servicios y a la agricultura, así como a la construcción de infraestructuras.
Cuatrocientas cincuenta de las quinientas multinacionales más importantes del
mundo han invertido en China. Así, unos veinticuatro millones de trabajadores
fabriles (el diez por ciento del total de obreros industriales) laboran en
empresas de capital extranjero. El gobierno chino calcula que, desde el comienzo
de la reforma, las inversiones extranjeras acumuladas suman un total de 600.000
millones de dólares, aunque, contabilizando las desinversiones y la depreciación
de algunos activos, las inversiones extranjeras directas alcanzan un monto
menor: 213.000 millones de dólares. Representa menos de la décima parte del
volumen de inversión extranjera per cápita que reciben los países capitalistas
desarrollados. China no se ha hipotecado. La búsqueda de esas inversiones ha
sido consecuencia de la necesidad de que se transfiera tecnología y formas de
gestión para desarrollar la industria china, aunque algunas de esas inversiones
han causado serios problemas ecológicos y un despilfarro de energía. China
tampoco se ha endeudado.
8. Hay riesgos, sin duda: el relevante papel de los nuevos ricos, que chocan con
la tradición igualitaria del maoísmo, los sectores políticos que desde el propio
Partido Comunista optarían por una opción liberal y cuya evolución es
imprevisible, y la dinámica impuesta por algunas multinacionales son algunas de
ellas. Un embajador español en Oriente apuntaba hace unas semanas la hipótesis
(conveniente, según él) de que el propio PCCh cambiase de piel en un congreso,
abandonando el socialismo y la perspectiva de una sociedad comunista. No es
descabellado: recuérdese el ejemplo del Partido Comunista Italiano, o la
transformación de los partidos obreros gobernantes en Hungría o Polonia en
instrumentos neoliberales tras el vendaval causado por el hundimiento del
socialismo europeo. Es cierto que China se encuentra en otro estadio y que la
situación no es comparable, pero bueno será para los partidarios del socialismo
que se tienten la ropa antes de aceptar algunas propuestas. Pese a todo, el
sector socialista de la economía china continúa siendo mayoritario, y los
sectores estratégicos (la tierra, la gran industria pesada, las comunicaciones,
la industria militar, la investigación, la energía y otros) están en manos del
Estado.
Además, el Partido Comunista Chino ha avanzado desde la época maoísta en que las
leyes se subordinaban a las decisiones tomadas por un reducido grupo de
dirigentes, y el propio presidente y secretario general, Hu Jintao, insiste en
la necesidad de construir un entramado de leyes que se ajusten a las necesidades
del país y al objetivo socialista. Hu Jintao ha insistido en la importancia de
reforzar la condición marxista del partido. Ese empeño se ha traducido ya en una
mayor transparencia en el país, que publica y discute en todo tipo de medios de
comunicación y tribunas políticas cuestiones que hasta hace unos años se
ocultaban: los problemas económicos causados por la reforma; los accidentes, a
veces muy graves, que siguen ocurriendo en la industria y en la minería; la
delincuencia, las diferencias entre ciudad y campo, la corrupción, e incluso la
pena de muerte, que sigue vigente en el país. En Pekín, veo a un numeroso grupo
de gente con carpetas donde se aprecian los caracteres ideográficos chinos y el
símbolo de la hoz y el martillo: son miembros del partido, que salen de una
reunión. Los sigo con la vista hasta que desaparecen en el bullicio de Xuanwu.
El Partido Comunista está presente en todas las empresas del país.
La agricultura ha conseguido un gran desarrollo, hasta el punto de que la
abundancia de productos alimenticios ha hecho olvidar las épocas de escasez y
penuria. Las nuevas generaciones no entienden ya lo que significa la escasez de
alimentos. No pueden imaginarlo. La tierra continúa siendo de propiedad pública,
aunque la producción está en manos de los campesinos, que pueden vender
libremente sus productos, de forma privada. China es autosuficiente en
alimentos, algo que no es una conquista sin importancia, si tenemos en cuenta
que, por sí sola, la población china representa casi la cuarta parte de la
humanidad.
Hay que hacer notar el contraste entre el caos de las reformas de Gorbachov en
la URSS, y su epílogo de la construcción de un capitalismo de bandidos bajo
Yeltsin y Putin, y el éxito de la reforma china. Los ojos del mundo desarrollado
están puestos en China. Y los países dependientes, ese Tercer Mundo que no
consigue salir de la pobreza, el hambre y la desigualdad extrema, miran también
a China. Cuando el presidente Hu Jintao visitó Cuba, el año 2004, fue
condecorado por Fidel Castro. El presidente cubano, satisfecho de la
contribución china a la superación de la crisis económica en la isla, y de la
solidaridad mostrada en diferentes aspectos, declaraba: "China se ha convertido
objetivamente en la más prometedora esperanza y el mejor ejemplo para todos los
países del Tercer Mundo."
9. Hong Kong, tras la marcha de Chris Patten y de la potencia colonial británica
y el retorno del territorio a China, ha seguido siendo un foco financiero de
importancia mundial, que canaliza algunos de los flujos económicos chinos, y
continúa siendo una de las bases de la actividad económica de las compañías
occidentales, alertas a las posibilidades de negocio en China. La ciudad
prospera, muestra su brillante fachada de rascacielos ante la bahía y guarda el
estuario del río de la Perla, convertido en torno a Cantón en una de las zonas
fabriles más importantes del mundo. Los empresarios occidentales frecuentan el
hotel Península y el Intercontinental procurando conseguir desde Hong Kong, que
cuenta con un estatus de región especial y una moneda propia, un trampolín para
su acceso al inmenso mercado chino. También se quejan: la hipocresía occidental
ante la llegada de productos chinos, como los textiles, ordenadores, teléfonos,
televisores, fotocopiadoras, muebles y otros, se muestra en su renovado empeño
de reclamar proteccionismo en sus países cuando han estado predicando las
bondades de la apertura de los mercados y las fronteras, que, por otra parte,
esconde, además, la importancia que para la economía occidental tienen los
pedidos chinos: el pasado mes de septiembre, la Southern Airlines y China
Aviation encargaban a la compañía europea Airbus aviones por un total de 1.800
millones de dólares. Y es apenas un ejemplo.
Pero la moda de acusar a China de todos los males viene de lejos. Igual ha
ocurrido con el aumento del precio del trigo. Muchos analistas acusaban a China
de crear inseguridad alimentaria en el mundo debido a su creciente necesidad de
cereales. Es mentira. La delegación de la FAO (Organización de Naciones Unidas
para la Agricultura y la Alimentación) en Pekín declaraba este último verano que
el desarrollo agrícola chino no sólo ha conseguido la autosuficiencia
alimentaria sino que le permite, además, exportar.
Cada jornada, con el crepúsculo, los rascacielos de Hong Kong se encienden y
apagan al son de viejas melodías y nuevas canciones, en un hermoso espectáculo,
seguido por miles de personas, que realza la soberbia fachada de gigantescos
rascacielos de la bahía, que nada tiene que envidiar al perfil de Manhattan:
pretenden con ello mantener el atractivo turístico de una ciudad que es, al
mismo tiempo, uno de los espejos en los que China se mira.
10. El país mantiene una política exterior pacífica y no va a crear crisis
artificiales, ni en Asia, ni en otras partes del mundo. Sabe perfectamente lo
que es la guerra. China sufrió durante la Segunda Guerra Mundial la embestida
del fascismo japonés, y se calcula que la guerra causó unos treinta y cinco
millones de heridos y muertos e incalculables pérdidas económicas y
destrucciones. Baste citar la feroz matanza de Nankín, protagonizada por el
ocupante japonés, para entender la dimensión del sufrimiento chino. Hay zonas de
fricción con Estados Unidos, sí. Pero el reciente independentismo de algunas
fuerzas políticas de Taiwan es una política urdida y fomentada desde Washington,
que pretende crear dificultades a China. Lo mismo ocurre con Corea del norte:
son crisis diseñadas en Estados Unidos. O con el Tíbet, donde (al margen del
oportunismo del Dalai Lama, que predica paz y felicidad mientras procura
recuperar un poder teocrático que mantenía la esclavitud, y que es jaleado de
vez en cuando por actores de Hollywood y por el Departamento de Estado
norteamericano) Washington sigue presionando para jugar sus cartas ante Pekín.
China prosigue su acercamiento a la India, con grandes repercusiones
estratégicas, mantiene buenas relaciones con Moscú (que llegan hasta a la
realización de maniobras militares con Rusia) y procura contribuir a la
estabilidad de Asia central, mientras adquiere protagonismo en Europa y en
América, en África, y, poco a poco, en el mundo islámico.
China ha cambiado. Ofrece una imagen, a veces, contradictoria; en ocasiones,
rutilante; a veces, confusa; en otras anclada todavía en el mundo campesino del
pasado. Li Ao, un hombre de 70 años, que es uno de los escritores más célebres
de Taiwan, ha visto el cambio chino. En una reciente visita a la China
continental, evocaba sus recuerdos de infancia en Pekín. Habló, ante la
televisión, de una vívida imagen que vio de niño: un pobre campesino que cargaba
el tradicional palo en los hombros. En un extremo llevaba una canasta con
verduras; en el otro, llevaba a su hijo. Por la noche, había vendido las
verduras y, también, al niño, y lloraba. Li Ao recordó esa escena que le traía a
la memoria, de nuevo, la extrema pobreza de la China anterior a la revolución.
Muchas familias campesinas, para alimentar al resto de sus hijos, vendían a
alguno de ellos a los habitantes de la ciudad. En un rasgo insólito en un
ciudadano de Taiwan, que no estaba obligado a hacer una manifestación semejante,
Li Ao agradecía al Partido Comunista la gran transformación que había
experimentado el país.
Socialismo, con mercado. Una vida modestamente acomodada. Esas son las palabras
que pronuncian los dirigentes comunistas chinos. Porque China sabe que las
formas de vida occidentales no pueden extenderse a todo el mundo: se basan en la
pobreza y la desigualdad de buena parte del planeta. Estados Unidos tiene
petróleo barato, a costa de la pobreza árabe, por ejemplo. Pero no pueden
cerrarse los ojos ante la realidad: los problemas son muchos, y acuciantes. El
próximo Congreso del Partido Comunista, previsto inicialmente para el otoño de
2007, deberá enfrentarse a esa situación. El presidente del país y secretario
general del PCCh, Hu Jintao, parece orientarse por el camino de restaurar los
equilibrios sociales y resolver la insatisfacción del campesinado, pero otros
dirigentes apuestan por el crecimiento económico, dejando de lado esas
cuestiones.
Vuelvo, de nuevo, a Pekín. Escucho el Oriente es rojo, himno que cantaban
los trabajadores en los años turbulentos y confusos de la revolución cultural.
Paseo otra vez por la plaza de Tiananmen. Saludo a Mao, en la puerta de la
ciudad prohibida. Cuando abandono la plaza Tiananmen, hago un leve gesto, sólo
para mí, aunque ahora lo cuente aquí, en un pequeño y privado homenaje, no tanto
a Mao como a la trayectoria de tantos honestos comunistas chinos: levanto
fugazmente el puño cerrado mirando el gran retrato del dirigente comunista sobre
la Ciudad Prohibida, procurando que nadie se dé cuenta, y, en efecto, así
ocurre. Pero, en ese instante, veo a una joven que me observa. Sólo ella me ha
visto. Ha sorprendido mi gesto, y me sonríe. El socialismo, el comunismo, no
sólo no han muerto, no sólo no han agotado todas las palabras que tenían que
pronunciar, sino que aún lo tienen todo, casi todo, por decir.