Latinoamérica
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En el Perú la pena de muerte como coartada
Gustavo Espinoza m. (*)
¿Alguien habría imaginado a Tabaré Vásquez, o a Michelle Bachelet, o al
Presidente del Brasil iniciar su gestión gubernativa reclamando la restauración
inmediata de la pena de muerte en un país que se preciaba de haberla abolido?
Sin duda que no. Y probablemente tampoco nadie hubiera imaginado que este fuera
el "leit motiv" del discurso presidencial del señor Alan García ahora, cuando no
han trascurrido siquiera veinte días de su ascenso al Poder. Pero ocurre que la
vida peruana está ciertamente trastocada por elementos de violencia que se
arrastran desde las dos últimas décadas y que no dejan de orillar la muerte de
un modo fatigante y reiterativo.
Hay quienes atribuyen a una cierta voluntad tanática del Presidente Peruano esta
casi frecuente alusión a la muerte. Después de todo, a mediados de la década de
los setenta, en un aciago 5 de febrero, intentó incendiar el edificio de un
diario con los periodistas y los trabajadores de la prensa dentro quizá para que
mueran todos.
Años después, a mediados de los 80, ordenó lo que ha pasado a la historia como
"la matanza de los Penales", una horrenda masacre que dejó alrededor de 350
muertos que se acababan de rendir ondeando sus banderas blancas.
Hoy, a falta de periodistas o de terroristas, pareciera el mandatario peruano
buscar violadores a los que ejecutar, como una manera de saciar un cierto
instinto sin duda peligroso, que dice mucho de la personalidad enfermiza de
quien nos gobierna.
Pero el tema es ciertamente más complejo y tiene que ver con otros elementos.
Intentemos una explicación.
Casos de violación a los derechos humanos en el Perú, como el de la matanza de
los Penales, o el de las ejecuciones extrajudiciales bajo los regímenes de
García y Fujimori, han sido puestos a disposición de los tribunales nacionales
tanto por los organismos de derechos humanos como por los familiares de las
víctimas. Lo que ocurre es que los encargados de administrar justicia han
preferido echar un balde de agua fría sobre los reclamantes alegando en unos
casos que los delitos "ya prescribieron" o que simplemente "no hay pruebas
suficientes para incriminar a nadie" porque -claro- nadie vio dictar las órdenes
y ellas, además, no estaban contenidas en memorando alguno.
Los tribunales, puestos en el tema, han optado entonces simplemente por "cerrar
la causa" y dejar un veredicto moral en manos de la posteridad. Pero, por
supuesto, no abrir instrucción judicial contra nadie porque eso podría afectar
."el prestigio" del acusado.
En este marco, los peruanos no tuvimos otra alternativa, en el pasado reciente,
que recurrir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Aunque con
explicables deficiencias, la justicia supra nacional obró, y pudo, por ejemplo,
disponer de nuevos juicios para legalizar sentencias que habían sido dictadas
por jueces sin rostro en procesos sumarios y tribunales castrenses.
Había que decir ¡no! en nombre de la civilización para que el país no cayera en
la barbarie, y así ocurrió por lo menos en casos puntuales.
Hoy parece que la situación toma otro rumbo, porque el Presidente de turno ha
optado por enarbolar la bandera de la muerte y ha hecho cuestión de Estado de
una norma que nadie sabe, finalmente, cuándo ni cómo habrá de aprobarse. Sus
propios ministros han expresado su desacuerdo con la medida en unos casos porque
les repele la idea, pero en otros simplemente porque la juzgan inviable. Y Alan
García, democrático como el que más, les ha respondido que ellos piensen como
quieran -son libres de hacerlo-, pero que, a la hora de hablar, digan lo que se
les ordena y hagan lo que quiere el Presidente. En otras palabras, callen y
obedezcan.
En realidad no es el tema de la legislación punitiva o que está en el centro del
interés del gobierno. No es la posibilidad de que se aplique la Pena de Muerte,
siquiera. El asunto es otro: les interesa tanto a Alan García como a Alberto
Fujimori -entrañables hermanos de sangre- hacer aprobar la Pena de Muerte tan
sólo para "denunciar" el Tratado de Derechos Humanos y retirarse de la
Corte Interamericana con sede en San José de Costa Rica.
¿Y qué obtendrían ambos a cambio de tal despropósito? Una torta de chocolate
bañada en crema de chocolate, por cierto. Un pastel divino: los juicios que
actualmente se ventilan en la Corte contra Alan García y Alberto Fujimori
colapsarían, La CIDH no tendría jurisdicción sobre un Estado que acaba de
retirarse del Pacto, razón por la cual archivarían las causas.
Es eso lo que busca García en complicidad con Fujimori. Y por eso ambas bancadas
parlamentarias, unidas a las de la señora Flores, baten palmas y se disponen a
obrar.
Le Pena de Muerte para algunos será, paradójicamente, la exculpación para otros.
Los culpables de los delitos de violación serían fusilados, pero, en
reciprocidad, los responsables del asesinato de peruanos humildes y del saqueo
de la hacienda pública podrían contar con el beneficio de una decisión que les
corta las posibilidades de sentencia. Así es la cosa. (fin)
(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera