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"Cómo aprendimos la lección"
Matilde Quevedo
Agencia Prensa Rural
Cuando mi papá decidió votar por Uribe, empecé a preocuparme. Y no era sólo
asunto de que a mí el "patrón" Uribe no me gustara, sino que eso significaba que
algo había pasado al interior del pensamiento del señor Quevedo, otrora un
gallardo liberal. No sabía cómo era posible que él, educado en la filas del
liberalismo oficialista que reza: "peor que un godo, un liberal voltiao", y fiel
seguidor de Serpa, podía siquiera contemplar elegir como jefe de estado al
paisita santurrón. Requirió tiempo darme cuenta qué había pasado con el viejo
Quevedo y con aquellos al que el sistema les enseñó "muy sutilmente" cómo elegir
a sus gobernantes.
Habitante de un barrio periférico de la ciudad, al igual que muchos, el viejo
Quevedo se había acostumbrado a la presencia de las milicias del ELN y de las
FARC-EP, y a sus acciones contra las Fuerzas Militares: que el bombazo allí, que
este otro hostigamiento allá, uno tras otro cada semana. También se volvió
costumbre que el ejército y la policía pensaran que quienes vivíamos en el
barrio no éramos más que una "manada de guerrilleros", tratándonos como tal
según lo indicaran los rigores de la guerra. Eso desde que los barrios habían
nacido, por allá en los años 80.
La toma de Barrancabermeja
(JPG)Pasó el tiempo y un buen día empezaron los rumores sobre la llegada de los
paramilitares. El 16 de mayo de 1998 así lo hicieron. Tras su llegada quedó un
halo de dolor: de la manera más vulgar y despiadada, frente a las miradas
inermes de los lugareños y con la complacencia de las Fuerzas Militares,
asesinaron a siete vecinos y a 25 más los desaparecieron. Para Carlos Castaño,
máximo jefe de los paramilitares en ese entonces, al igual que para las Fuerzas
Militares, no eran más que simples guerrilleros que merecían morir bajo su "mano
justiciera".
Los rumores sobre lo que ocurrió con las víctimas del 16 de mayo hicieron peor
el asunto y generaron terror entre los habitantes de los barrios populares de la
ciudad. Se decía que se encontraban descuartizados en el camino, que habían sido
lanzados a pozas llenas de caimanes, que habían sido incinerados. Lo único
certero es que sus cuerpos no aparecieron, y con ello el terror se quedó en
Barrancabermeja.
Y los rumores siguieron cumpliendo su función en este escenario de guerra:
Carlos Castaño quería recibir el 2001 en una calle de Barrancabermeja, sentado
en una mecedora tomando tinto. Tal noticia era para asustarse, pues aquél hombre
haría lo posible para hacer realidad su antojo. Antojo que le costó a
Barrancabermeja tener el lugar poco honroso de uno de los municipios más
violentos del país, con la escandalosa cifra de alrededor de 900 asesinatos
entre el 2000 y el 2001, es decir, una tasa aproximada de 250 asesinatos por
cada cien mil habitantes.
El blanco de sus fusiles fue preciso y con objetivos muy claros: (i) con la
finalidad política de desvertebrar el tejido social, atacaron a defensores de
derechos humanos, sindicalistas e integrantes de distintas organizaciones
sociales y comunitarias; (ii) con el propósito de controlar las posibles fuentes
de financiación de la insurgencia, arremetieron contra contratistas y
comerciantes que pagaban a ésta las llamadas "vacunas" y contra las familias
vinculadas directa o indirectamente al hurto y comercialización de combustible;
(iii) y finalmente, para causar terror, dispararon contra todo aquel que por el
simple hecho de vivir en los barrios sur y nororientales, se hacía sospechoso de
auxiliar a la guerrilla.
El nuevo orden paramilitar
Pero como diría el "patrón" Uribe: eso sólo era el desayuno, faltaba el
almuerzo. En tres meses, desde diciembre del 2000 y marzo del 2001, los
paramilitares concretaron su plan de "tomarse a Barrancabermeja", pues se fueron
instalando en los barrios que hasta el momento habían estado bajo el control de
las milicias urbanas. A partir de ahí, se fue haciendo más claro lo que teníamos
que aprender para poder "convivir" con ellos.
A medida que ingresaron a los barrios empezaron a imponer su orden y su ley,
basados en conceptos moralistas y retrógrados, y en el uso de la fuerza por
encima de la razón. Atacaron todo aquello que les olía a distinto: prostitutas,
travestis, homosexuales, lesbianas, sindicalistas, líderes comunitarios.
Intentaron corregir a golpes y mediante amenazas a la delincuencia común y a los
"jóvenes desjuiciados"; buscaron mediante lo que ellos llamaron castigos, que no
eran más que torturas, igualar el comportamiento y el pensamiento de los
residentes de los sectores populares.
Sus preceptos llegaron a penetrar el interior de las familias, empezaron a
inmiscuirse en las relaciones de parejas y en la relación padre-hijo. Es así
como se conocieron casos aberrantes de torturas aplicadas a aquellos esposos que
mantenían una relación conflictiva con su pareja. Por ejemplo, un hombre fue
obligado a estar arrodillado bajo el inclemente sol barramejo, semidesnudo y con
ladrillos sobre sus manos, como una forma de castigo por haber golpeado a su
compañera. También fue común que para "corregir" cualquier clase de
comportamiento "disfuncional" al interior de las familias, se recurriera a
golpear con palos al infractor del nuevo "código" aplicado por los
paramilitares.
Al mejor estilo medieval, los paramilitares fueron "corrigiendo" los
comportamientos "desviados" de la ciudadanía barrameja: jóvenes rapados y
obligados a barrer las calles portando letreros en los que se hacía referencia a
su "mal comportamiento", homosexuales obligados a caminar por las calles
pregonando que volverían a la heterosexualidad, lesbianas violadas y cercenadas
para que conocieran "un hombre", señores amarrados a árboles durante largas
jornadas para que "meditaran" su proceder, y niños azotados para que se portaran
"bien" con sus padres. La lista de casos es larga, todos ellos tendientes a
implantar un modelo de familia ideal, en la que se acata sin discusión la
autoridad, en la que no hay cabida para opciones distintas a la heterosexualidad
y en la que no es permisible ni admisible el conflicto.
Muchas familias se vieron obligadas a abandonar sus viviendas, las cuales
empezaron a ser ocupadas por personas proclives al proyecto paramilitar,
"depuración" que les fue permitiendo homogeneizar el pensamiento entre los
habitantes de los barrios, pues o se pensaba y actuaba como ellos querían, o se
corría el riesgo de ser "castigado", desplazado forzosamente o asesinado.
Además de todo el terror implantado, empiezan a intervenir en negocios legales e
ilegales a través de los cuales no sólo se financian, sino que también controlan
a las familias que dependen de éstos. Es así como "administran" el denominado
cartel de los hidrocarburos y las bolsas de empleo para trabajar en Ecopetrol,
al tiempo que organizan empresas de vigilancia privada en los barrios,
"servicio" que los habitantes bajo presión deben pagar y con el que además los
paramilitares pueden conocer y controlar la dinámica social y política de los
barrios.
Con el tiempo, el paramilitarismo se vio forzado a justificar su presencia en la
ciudad, pues si habían logrado expulsar a la guerrilla como lo pregonaban, ¿qué
sentido tenía su presencia? Fue entonces cuando simularon ataques guerrilleros,
ataques en los que ellos lograban con la "ayuda" de la policía y el ejército,
detener a la insurgencia. De la misma manera, montaron "espectáculos" de
supuestos carros-bomba instalados por la guerrilla, repartieron volantes
aparentemente firmados por la insurgencia -en los que ésta amenazaba con la
"toma a sangre y fuego de Barrancabermeja"-, y se pusieron a la tarea de hacer
pintas en las que se señalaba la presencia de las FARC en la ciudad.
Esta situación llegó al punto que la guerrilla se convirtió en una leyenda, en
una especie de fantasma que en cualquier momento podía atacar, ante lo cual el
proyecto paramilitar se presentó como el único capaz de garantizar la seguridad
de los ciudadanos. En estas circunstancias, el miedo de la gente ya no era sólo
por la presencia "para", sino también por la posibilidad de que la guerrilla
incursionara y bajo el mismo argumento de que eran colaboradores del actor
armado contrario, tuviesen que padecer de nuevo el horror vivido ante la
incursión y posicionamiento paramilitar en la ciudad.
La lección aprendida
Fue una lección aprendida poco a poco: primero, con el terror causado por la
posibilidad de ser objeto de sus ataques indiscriminados; luego, con la certeza
que dieron sus "castigos ejemplarizantes" para saber cuáles eran las reglas,
quién las ponía y qué se recibía ante su incumplimiento; y finalmente, con la
creación de una situación de inseguridad, en la cual los paramilitares se
presentaron como los salvaguardas de la integridad física de los habitantes de
los barrios nor y surorientales.
Con estos hechos, y en plena coyuntura electoral, ¿cómo pedir que el viejo
Quevedo votara por alguien distinto a Álvaro Uribe Vélez, quien representa mejor
que nadie el proyecto paramilitar en el país? ¿Cómo no poner en práctica lo
aprendido durante estos años de terror? ¿Cómo no hacerlo, si nos dicen que los
otros candidatos son "comunistas disfrazados", y la lección aprendida es que el
comunismo es igual a dictadura y pobreza?
El proyecto paramilitar lo ha enseñado a la perfección: se está con ellos, sus
reglas, sus candidatos, o se corre el riesgo de ser "castigado ejemplarmente" y
el peligro de estar expuesto a la inseguridad causada por el accionar
guerrillero, del cual sólo el paramilitarismo nos puede "salvar". Cómo no votar
por el patrón Uribe, si él nos garantiza que el paramilitarismo seguirá
funcionando con sus singulares formas de hacer respetar la ley y de defender
nuestra integridad. La tarea ahora es desaprender tan macabra lección y
recuperar la dignidad.