Latinoamérica
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Ni pobres ni honrados
Javier Ortiz
Son ya demasiados los casos de corrupción en los que aparece implicado el
presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva –y no de una manera genérica,
sino con pelos y señales– como para seguir cerrando los ojos a la evidencia. Yo
hace tiempo que renuncié a ello. Ya no se trata sólo de compra de votos de la
oposición en el Parlamento ni de financiación ilegal de su partido. Las
acusaciones llegan ya a las finanzas personales del propio Lula y de sus
familiares más cercanos. En las conclusiones provisionales de una comisión
parlamentaria que ha investigado los hechos se habla del uso de dinero negro
para pagar una deuda particular contraída por el propio Lula –un pago en el que
lo significativo no es la cantidad (13.000 dólares USA: algo más de 10.000
euros), sino la vía ilegal seguida para saldarla– y otras, por importe no
precisado, que recaían sobre Lucian Lula, una de las hijas del presidente.
La mencionada comisión parlamentaria ha recomendado el procesamiento por
corrupción de 79 personas, entre las que se encuentran el ex ministro de
Hacienda Antonio Palocci, cerebro de las reformas económicas de Lula, y Paulo
Okamoto, alto cargo del aparato económico del gobierno y, al decir de la
rumorología local, «tesorero personal» de Lula.
Cabe preguntarse por la clase de mecanismos psicológicos que pueden llevar a
alguien como Lula, distinguido durante decenios como combativo sindicalista y
político intransigente, a aceptar, si es que no a promover, la instauración de
una amplia trama de corrupción, destinada a engrasar la maquinaria del Partido
de los Trabajadores, que es el suyo, y a enriquecer personalmente a algunos de
sus dirigentes.
Supongo que todo empieza con el ascenso a la cumbre. Presentarse a unas
elecciones presidenciales en Brasil con la aspiración de ganarlas no obliga a un
dispendio tan tremendo como el que se impone en los Estados Unidos de América,
pero tampoco es algo que pueda permitirse un partido de trabajadores, por mucha
militancia (pobre) que tenga. Necesita muchísimo más dinero del que guarda en
sus arcas, lo que le lleva de manera casi inevitable a plantearse el dilema de
las «manos sucias»: o seguir limpio, y perder de todas todas, o ensuciarse las
manos con negocios dudosos y compromisos turbios para tener la posibilidad de
ganar. La excusa para optar por lo segundo es siempre la misma: el fin justifica
los medios.
Es en esos tejemanejes en los que suele ir creciendo y solidificándose un
mecanismo ideológico típico en este tipo de experiencias. Consiste en la
convicción de que, puesto que uno está ungido con los óleos del liderazgo
progresista, todo aquello a lo que debe recurrir para llenar el depósito del
motor de la Historia se convierte ipso facto en progresista y avanzado. Puesto
que el líder carismático y quienes lo rodean, los agentes del cambio, son
protoestupendos, todo lo que hacen se convierte automáticamente en estupendo. Es
estupendo y democrático per se, y sólo a un redomado reaccionario se le puede
ocurrir la idea de pedirles cuentas por tal o cual formalismo legal, cuando lo
que está en juego es el salto del país entero a la modernidad.
Es una de las muchas variedades posibles de mesianismo. Se sienten elegidos por
el futuro venturoso para preparar su advenimiento y eso –piensan– les otorga
permiso para actuar con entera libertad, sin atenerse a más ley que la de su
conveniencia, que ellos identifican con la del pueblo. Y dan por supuesto que
ellos no han cambiado: se consideran los desheredados de siempre, sólo que ahora
les toca vivir en el lujo y codearse con los poderosos.
Cuando los veo en ese plan, me acuerdo de un comentario que hizo el simple de
Juan Guerra cuando se vio metido en los líos a los que le abocó su mala cabeza,
a comienzos de la década de los 90. Dijo el hermano de Alfonso Guerra en
respuesta a quienes denunciaban sus negocietes de conseguidor cutre pero
recalcitrante: «Lo que les pasa es que no soportan que los pobres vayamos ahora
en Mercedes».