Latinoamérica
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Las violadas de Atenco
Arnoldo Graus
La Jornada
La inmutable geografía no miente. Desde su mirador avista desde siempre la
historia y los quehaceres de sus habitantes. Geografía e historia son parte
consustancial de nuestra especie e innegable realidad. Para llegar de Ciudad
Juárez a San Salvador Atenco la distancia siempre ha sido igual. Se han
modificado, como parte de eso que solemos denominar progreso, el paisaje, los
caminos y los transportes. También, como parte de eso que solemos llamar
gobierno, el lenguaje ha variado y se ha tenido que reinventar para retratar el
México contemporáneo.
A la expresión las muertas de Juárez ahora se agrega las violadas de Atenco. La
diferencia primordial entre unas y otras es que las muertas son incapaces de
hablar y de denunciar, mientras que las mujeres vejadas cuentan con el peso de
las palabras y con la voz de sus cuerpos dolidos. Las mujeres de Juárez y de
Atenco son similares por ser víctimas del poder y porque sus historias bien
dibujan las caras de la Presidencia de Vicente Fox, de los gobernadores de
Chihuahua, que continúan enterrando a sus trabajadoras casi sin chistar, y de
Enrique Peña Nieto, actual gobernador del estado de México. Fieles testimonios
de esos sucesos son los programas de las televisoras europeas y las narraciones
de autores mexicanos y extranjeros que revelan la cruda e innegable realidad de
las muertas de Juárez. Las fotografías que muestran los hematomas, tanto en
atenquenses como en algunas extranjeras, golpeadas por la policía en Atenco, son
también parte de la geografía y del modus operandi de nuestros políticos.
Cine, prensa, televisión y fotografía son viajeros infatigables y gérmenes de
conciencia. Sus mensajes impiden, al menos un poco, que el silencio y la mentira
sepulten la verdad. Mientras que nuestro Presidente aseguraba en Viena, adonde
acudió a hablar del buen caminar de México, que "el uso de la fuerza llevó paz a
Atenco ante la 'embestida de la violencia'"; afuera, las pancartas decían, en
alemán y español: "Fox, mentira que en México se respeten los derechos humanos".
Ufanarnos del reciente ingreso de México como parte de las naciones que integran
el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas es
hacernos cómplices de la ignorancia y de la sinrazón que gobierna al mundo.
Los sucesos de Atenco confrontan dos realidades brutales. La de las mujeres
vejadas y ultrajadas contra la inopia y la negación de la inmensa mayoría de los
políticos al servicio del poder. Es evidente, debido a las secuelas emocionales,
sociales y físicas, que ninguna mujer se declarará violada motu proprio. Esa
idea cobra más peso cuando las afectadas son víctimas de "violaciones masivas" o
cuando la saña se ejerce por diferendos políticos. Atenco es buen ejemplo de ese
tipo de humillaciones: en sus calles, y en sus habitantes, ni la invención ni la
mentira tienen cabida. Los testimonios de las afectadas y las fotografías que
revelan los golpes asestados por los brazos policiales a través de las órdenes
de los jerarcas políticos dan cuenta de lo sucedido.
La incredulidad de nuestros gobernantes, la denodada defensa de los actos
policiales para mantener el orden y la negación casi absoluta de las querellas
de las mexicanas violadas y de las extranjeras torturadas reproducen bien la
estulticia de la clase política mexicana. Cito parte de su ideario: "no hubo
violaciones tumultuarias, sino abusos deshonestos" (Miguel Angel Yunes
subsecretario de Prevención y Participación Ciudadana de Seguridad Pública
federal),"hasta el momento no hay acusaciones de violencia extrema" (Eduardo
Medina Mora, secretario de Seguridad Pública), o bien, la máxima del secretario
de Gobernación, Carlos Abascal Carranza, quien aseveró que "cualquier exceso
será castigado", líneas que deben leerse bajo la óptica de su apoteósica
contumacia, pues, continúa negando que las extranjeras fueron golpeadas.
El ideario de nuestros jerarcas no admite duda. Su lenguaje y deshonestidad es
una las peores formas de violencia: la que niega la verdad, la que sepulta la
ética, la que genera intolerancia. Sus palabras contra los golpes; su religión
contra la objetividad de las fotografías; su desdén contra el dolor infinito de
las mujeres violadas; su menosprecio por la opinión pública nacional e
internacional contra las voces libres que claman justicia.
Es obvio que el pasado de las víctimas forma parte del presente. Esa realidad es
dogma en nuestro país. Las violadas de Atenco son claro ejemplo del poder
maligno del Estado, sobre todo si se piensa que la fragilidad corporal de las
mujeres las hace presa fácil de la brutalidad. Dogma afín es la fuerza de la
maquinaria política diseñada para ignorar y enterrar todo lo que no convenga. Y
aquí hay que detenerse y preguntar: ¿quién es más violador: el Estado o los
policías?, ¿las hormonas masculinas o el peso y la sordera del poder? En nuestro
país, la mentira y el desdén han cobrado carta de autoridad y certificado
imperecedero contra todo lo que huela a disenso. La incapacidad para argumentar
del gobierno es patética. La negación de la realidad es muestra de esa sordera,
de ese tartamudeo añejo para razonar y escuela para que la impunidad siga
floreciendo. El corolario es gratuito: ser político en el gobierno del cambio es
negar cualquier evidencia que exponga la verdad. Pregunto otra vez: ¿quién es
más violador: el Estado o la policía? Es evidente que los execrables policías
que violaron son tan sólo algunos fragmentos del cuerpo de los políticos
responsables.
Ante la implacable geografía y ante la sordera congénita de nuestros gobernantes
es necesario hablar e imperativo seguir buscando las vías para resistir contra
ese sordo y desmesurado poder. Ni las muertas de Juárez ni las violadas de
Atenco fueron o son distintas de la mayoría de las connacionales. Eran y son de
casa, eran y son ciudadanas comunes.
Fente a la barbarie es menester denunciar. La barbarie no es sólo la que
provocan los verdugos sino sobre todo la indiferencia u olvido de las
injusticias pasadas. Acteal, Ciudad Juárez, Guerrero, Atenco son vivo ejemplo de
esa tórrida injusticia. Ni la geografía ni los cuerpos ultrajados ni las muertas
a destiempo ni las fotografías mienten: para llegar a San Salvador Atenco desde
Ciudad Juárez hay que pasar por Los Pinos.