Latinoamérica
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Soldadito boliviano
Juan Francisco Martín Seco
La Estrella Digital
La decisión tomada por Evo Morales ha hecho bufar de indignación a todos
aquellos que consideran intangible la propiedad privada. No parece, sin embargo,
que haya motivo para tal algarabía. Evo Morales no ha engañado a nadie. Hizo
girar su campaña electoral sobre la promesa de nacionalizar los hidrocarburos y,
una vez alzado con el triunfo, volvió a repetir a todo aquel que quisiera oírlo
que pensaba llevar a término lo que había prometido. De hecho, era una decisión
que todo el mundo esperaba, tanto más cuanto que el pueblo boliviano se había
manifestado el 18 de julio del 2004 en un referéndum vinculante a favor de que
el Estado recuperase la propiedad de todos los hidrocarburos producidos en el
país. Lo extraño, al tiempo que reprobable, hubiese sido que, una vez en el
gobierno, se hubiera olvidado de su promesa y de la voluntad de la sociedad
boliviana, tal como hizo su antecesor Carlos Mesa al negarse a firmar la ley de
hidrocarburos, lo que acabó costándole el gobierno después de verse forzado a
celebrar elecciones anticipadas el pasado diciembre.
Ante el revuelo formado, no sería malo reparar en el papel subordinado que la
propiedad privada tiene en la mayoría de las Constituciones europeas en las que,
si bien se reconoce este derecho, no se le concede un carácter absoluto sino
supeditado y condicionado al interés general, al bien de la sociedad y de la
nación. Esta concepción, hoy a menudo olvidada, se remonta a tiempos muy
pretéritos. Ya Tomás de Aquino consideraba que la propiedad privada no se
fundamenta en el Derecho natural (aunque tampoco se opone a él), es más bien una
concesión que la sociedad hace a los individuos y que debe ejercerse como un
servicio. No es ius utendi, fruendi, abutandi sino potestas procurandi et
dispensandi.
Por otra parte, conviene llamar a las cosas por su nombre. En sentido estricto,
el decreto del 1 de mayo ni nacionaliza ni expropia. No nacionaliza porque, como
no podía ser de otra forma, la riqueza del subsuelo nunca había dejado de ser
propiedad estatal, así lo establecen diversos artículos de la Constitución de
Bolivia y aun las doctrinas más rabiosamente capitalistas reconocerían el
derecho estatal al dominio primigenio de los recursos naturales. Tampoco existe
expropiación desde el momento en que a ninguna de las empresas extranjeras,
Repsol y Petrobrás incluidas, se les ha despojado de sus bienes y activos.
A lo que sí parece que la decisión se orienta es a establecer unas nuevas reglas
de juego, pero habrá que preguntarse hasta qué punto eran ofensivas e inicuas
las anteriores. Al socaire de la hegemonía del neoliberalismo económico, las
empresas multinacionales han firmado en la pasada década con muchos de los
mandatarios latinoamericanos contratos injustos y abusivos que sólo eran
beneficiosos para dichas empresas, pero carentes de todo provecho para la
sociedad y los países en los que actuaban. ¿Podemos reprochar que éstos
pretendan defenderse? Bolivia tiene después de Venezuela las mayores reservas de
gas natural e importantes yacimientos de oro, plata, estaño, cobre y zinc y, sin
embargo, es uno de los países más pobres de América Latina, en el que la riqueza
está peor distribuida y el nivel de pobreza supera el 50%.
Existe desde Occidente un discurso especialmente hipócrita, como por ejemplo el
que ha realizado Javier Solana, alto representante de la UE para la política
exterior, que intenta convencer a lo tartufo de lo malo que es para Bolivia el
decreto. Con tono de conmiseración y desde la superioridad que da pertenecer al
mundo desarrollado, viene a decir algo así como pobrecitos indios, no sabéis lo
que hacéis, si seguís por este camino os quedaréis sin inversión extranjera.
Claro que el indocto indígena le podía contestar que para qué quiere una
inversión extrajera que no crea empleo y además repatría todos los beneficios.
Bienvenido sea el capital foráneo si se destina a desarrollar el país, pero
malhadado si lo único que hace es explotar los recursos naturales sin dejar
ninguna riqueza en el interior. Evo Morales lo ha dicho de forma clara, quiere
socios y no amos. Si el capital es necesario, los recursos naturales también, y
tanto las empresas extranjeras como las economías de los países en que invierten
tienen que obtener rentabilidad.
La evasión de inversión extrajera no deja de ser una amenaza que difícilmente se
cumple. Las empresas no se han ido de Argentina a pesar de que Kirchner anuló
los contratos anteriores claramente abusivos. Por el contrario, la economía de
ese país comenzó a recuperarse cuando se abandonaron las recetas neoliberales,
se negociaron nuevas condiciones con las sociedades foráneas e incluso se
suspendieron pagos con el FMI, al que se ha terminado repudiando y con el que se
ha cortado toda relación. Por otra parte, la adhesión popular a Chaves en
Venezuela tiene que ver en buena medida con que las clases pobres comprueban que
la riqueza derivada del petróleo redunda sobre ellos por primera vez. Y desde
luego la economía de este país no parece que se haya hundido; es más, presenta
tasas de crecimiento bastante aceptables.
Dejémonos de hipocresías y digamos claramente que si criticamos las medidas
tomadas en todos estos países es porque sentimos que dañan los intereses
occidentales. Pero ¿en realidad los dañan? Los intereses de Repsol como empresa
multinacional tienen poco que ver con los intereses españoles. Esta
identificación tal vez tenía sentido cuando se trataba de una empresa pública y
su finalidad era garantizar el suministro a la mayoría de la sociedad, pero la
cosa es profundamente diferente cuando estamos ante una empresa privada
extendida por múltiples países, de la cual se ignora la composición del capital
y cuyas actuaciones obedecen fundamentalmente a las aventuras expansionistas de
poder de sus directivos. Y no se diga eso de los muchos españoles que tienen
acciones de esta compañía. Son una pequeña proporción de la población y la
mayoría de ellos en cantidades insignificantes. Eso del capitalismo popular es
tan sólo la coartada para disfrazar otros intereses.
La farsa se hace más obvia cuando los que están todo el día proclamando la
globalización y criticando el paternalismo del sector público son los primeros
que enarbolan la bandera nacionalista y patriótica de las empresas y están
prestos a ocultarse tras las faldas de papá Estado para que les defienda. ¿Cómo
no considerar una patraña la invocación de la legalidad internacional por parte
de aquellos que la están conculcando a diario o justifican a quienes la
conculcan? Resulta que no se pueden revisar los contratos de los países pobres
firmados por dictadores o gobernantes sin escrúpulos, pero ha habido que revisar
e invalidar todos los contratos firmados con el anterior régimen iraquí. Lo
mandaba EEUU.
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