Latinoamérica
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Cápsulas de tiempo
Con Aurelio González, fotógrafo de "El Popular"
María Esther Gilio
Brecha / Rodelu
Para evitar que 30 mil negativos pertenecientes al archivo fotográfico de "El
Popular" cayeran en manos de la dictadura el fotógrafo Aurelio González los
escondió. Más de 30 años después esas fotos reaparecieron.
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Aurelio
González abre la puerta de calle. La expresión de su rostro tostado revela lo
que me ha llevado a su casa con un grabador en la mano: el trabajo del equipo de
fotógrafos de El Popular (al que Aurelio perteneció), perdido durante 32 años,
acaba de aparecer. Son más de 30 mil negativos que relatan 17 años de nuestra
historia reciente.
—Bueno, contá.
—¿Por dónde empiezo?
—Por el comienzo.
—¿Por el momento en que sacamos de El Popular las fotos que hoy aparecieron?
—Podés ir más atrás, así quienes no te conocen podrán ubicar mejor quién sos.
Sos español aunque ya, de español…
—Me queda poco. Soy uruguayo. Mis amigos, mi mujer, mis hijos están acá.
—Hasta tu acento está más acá que allá.
—Soy un español nacido en Marruecos que llegó acá de polizón en el Andrea C el
14 de noviembre de 1952. Eran las 2 de la tarde cuando bajé y pisé los adoquines
del puerto. Ese día estaba cumpliendo 22 años –dice Aurelio tirando la cabeza
hacia atrás y entornando los ojos.
—Habías viajado de acuerdo con alguien del barco.
—No, no, con nadie. Yo estaba haciendo el servicio militar en Canarias y hacía
mis planes estudiando en el puerto la entrada y salida de los barcos. Con un
paquete de bananas bajo el brazo subí al Andrea C y me escondí en un depósito de
pinturas que estaba en la proa.
—¿Querías venir a Uruguay?
—No, a América del Sur, a cualquier país de América del Sur.
—¿Por qué querías dejar España?
—Yo era bastante inquieto, aventurero. Pero, además, en España teníamos a Franco
y una situación de hambre. Pero ocurrió que a los cuatro días de navegación me
agarraron. Un marinero entró a buscar algo y me vio.
—Fue una situación grave.
—Sí, pero después de varios altibajos las cosas me rodaron bien. Para empezar,
porque tuve gran apoyo del primer oficial, quien simpatizó mucho conmigo y
consiguió convencerlo al capitán, que era muy duro. "Es un muchacho que trata de
encontrar su camino en la vida", decía. "Hay que ayudarlo."
—Tuviste suerte.
—"Hay que oírlo hablar. Es un muchacho de familia." El capitán finalmente
aflojó. "Está bien", dijo, "lo bajamos en Montevideo que es el puerto más
potable. Pero que a partir de Rio se esconda, así todos creerán que en Rio lo
entregamos." Yo, entonces, a partir de Rio me escondí y no salí ni para comer.
Me traían la comida al escondite.
—Pero tú… sos un seductor.
—Ah sí, siempre lo fui. Bajé entonces en el puerto, miré la cúpula de vidrio del
edificio de la aduana, tomé para allá y subí por Colón hasta Buenos Aires o
Sarandí, por donde llegué a 18 de Julio. Fui caminando por 18 de Julio, donde me
tropecé con mi novia del barco que miraba una vidriera.
—¿Una novia en el barco?
—Sí, en el barco. Ella se había casado por poder con un español de Argentina con
quien venía a encontrarse. Nos abrazamos, lloramos. O ella lloró. Pero la cosa
era que ella seguía y yo quedaba.
—¿Española?
—No, italiana, una italiana preciosa de nombre María. Nunca más la vi.
Seguí caminando y… bueno, ocurrieron mil altibajos que si los contara precisaría
diez páginas.
—Estoy de acuerdo, pero ¿tenías algo de dinero?
—Antes de bajar los trabajadores del barco habían hecho una colecta para mí.
Estaban todos en el comedor cuando el primer oficial me mandó llamar y me dijo:
"Clandestino (así me llamaban), quiero entregarte lo que tus compañeros aquí
presentes juntaron para ti". Y me dio varios miles de liras.
—Los italianos son divinos.
—Son. "Todos te deseamos la mejor fortuna", dijo el oficial. Bajé y abajo junto
a la escalera estaba uno de esos marineritos uruguayos que apenas me miró.
—Un inocente.
—Un inocente que me dejó pasar sin preguntar nada. Trabajé en lo que encontré y
un día en que andaba por 18 de Julio vi un letrero que decía que Casa de España
invitaba para un acto político. Tomé la dirección y fui. Subí la escalera y
arriba encontré una cantidad de gente que me recibió con enorme cariño y con el
tiempo me ayudaron consiguiéndome un mejor trabajo. Allí, un día preguntaron si
alguien podía ocuparse de un español, de nombre Lucio, que acababa de salir del
Saint Bois y precisaba alimentación y techo. Yo dije que podía hacerme cargo y
lo llevé a mi casa, un ranchito, hasta que estuvo gordo y reluciente. Tan
reluciente y recuperado que salía y caía con alguna novia y a veces con dos.
"Esta es para ti, Aurelio", decía. Él, que era fotógrafo, me enseñó el oficio y
me ayudó luego examinando la máquina usada que me compré, una Kodak Retina. "La
construcción no es trabajo para ti", me decía, "tú tenés que meterte en la
fotografía. Lo malo es que no vas a saber cobrar, pero ya aprenderás". Y bueno,
con la máquina que había comprado y ciertos conocimientos empecé. Iba a las
paradas de taxi y sacaba a los taximetristas y luego les vendía las fotos. Yo
seguía en la construcción. A la fotografía sólo dedicaba mis ratos libres. Así
conseguía algún pesito más. Hasta un día en que llegó a mi casa un compañero,
Luciano Weimberger, que me preguntó si me animaba a hacer unas fotos para
Justicia. Sólo me pagarían el material pero dije sí, contento. Hasta que murió
Justicia y nació El Popular, donde me tomaron con sueldo. Y aquí entramos…
—En el corazón del tema. ¿Abandonaste la construcción?
—Sí, El Popular te absorbía 20 horas por día. Como además de fotógrafo era
militante no tenía límites para trabajar.
—Tú sacaste fotos de los cañeros.
—Montones.
—¿Fuiste tú que una vez sacaste a un milico colocando un arma entre las ropas de
los cañeros, cuando habían venido marchando hasta Montevideo?
—No es así, no es así. Eso fue en el Sindicato del Transporte, en Venezuela
1432, y te digo cómo fue. Un día los compañeros cañeros me avisan que se habían
enterado de que la Policía, decidida a armarles una provocación, mandarían a un
milico al sindicato, donde ellos paraban, a meter un arma entre las ropas. Yo me
fui al sindicato y esperé. En un momento, cuando llegaron los tiras y algún
uniformado, un compañero me señala al encargado de poner el arma. "Ves ese de
bigotito", me dice, "según nuestra información, ése va a hacer la cosa". El tipo
venía con una caja en la mano. Qué tenía la caja yo no lo sé. La caja nunca la
abrió. El hombre entró con dos o tres más y, cuando estaba inclinado,
revolviendo las colchonetas, yo entré y le chisté. Él se volvió y ahí yo le
saqué la foto. Con cara de sorprendido y la caja acá, se puede ver la foto en la
Biblioteca Nacional. Yo saqué la foto y salí corriendo. Ellos corrieron detrás
de mí pero no había manera de agarrarme. Yo era más veloz que ellos. Siempre fui
muy veloz.
—¿El arma nunca se vio?
—No se vio. No sé si la llevaba.
—Se puede suponer que sí. Era el hombre denunciado, que llevaba una caja, se
puso a revolver las ropas y te corrieron. ¿Para qué?
—Sí, es posible, pero no puedo afirmarlo.
—Y pasando a este hallazgo, el que motiva esta charla…
—Yo lo veo como algo singular, muy importante. Se trata de 17 años gloriosos de
la historia de Uruguay. Años que marcaron a este país. Ahí se creó la Central de
Trabajadores, se creó el Frente Izquierda de Liberación, la Unión Popular, el
Frente Amplio. En la Universidad se dieron luchas de gran trascendencia que esos
negativos registran. En el momento que tomé esas fotos no pensaba "estoy
registrando esto para la historia".
—Pero pasan 30 años y te enteras de que registraste para la historia.
—Claro. Y no se trata de que yo valorice sólo las cosas políticas. Todo tiene
valor. Hay una foto, por ejemplo, en que aparece un grupo de guardas parados,
con sus gorras y sus carteritas colgadas. ¿Quién recuerda así a los guardas,
quién recuerda que trabajaban de pie? Muy poca gente. Eso también es historia.
Son fotos de la vida de Uruguay. Nosotros sacábamos fotos desde la madrugada
hasta la noche. Fotos de deportes, de campeonatos de ajedrez, de ocupaciones de
fábricas, represión policial, muertes. Allí está Atahualpa, con su nieto en
brazos, que murió en su cama, y el doctor Manuel Liberoff, que desapareció en
Argentina.
—En definitiva si el material no era todo explosivo, ¿por qué se te ocurrió
esconderlo de esa manera?
—Por supuesto que el material no era todo explosivo. Estas fotos le van a
interesar a este vecino y estas otras a aquel profesor y estas otras a este
hincha de Peñarol. Nosotros en El Popular teníamos un archivo que no era bueno,
pero de cualquier modo las fotos se guardaban. El Popular compraba unas latas de
película virgen de 30 metros. Cuando las latas se vaciaban, metíamos allí los
negativos y pegábamos en la tapa la fecha, setiembre del 69, enero del 71. En la
época de Pacheco, en que la represión fue tan dura, se sacaron cantidad de
fotos. ¿Por qué esconderlas si no eran tan explosivas? Porque si caían en manos
de la Policía iban a desaparecer. No te olvides de que eran fotos de El Popular.
Yo empecé a buscar lugares donde se pudiera esconder este tipo de cosas, además
de uno mismo, antes de junio del 73. En el piso 12, por ejemplo, tuve
escondidas, hasta que me fui del país, las fotos de la huelga general.
—¿Qué había en el piso 12?
—En el piso 12 había un tragaluz con vidrio fijo que daba al exterior, a una
pequeña superficie plana, sin baranda, que no era para el uso y por lo tanto
carecía de un acceso natural. Ahí, en ese pedazo de terraza, a la intemperie,
habían dejado hacía mucho tiempo una grúa. Cuando yo vi cómo venía la mano con
Pacheco, empecé a revisar el Palacio Lapido, en donde estaba El Popular. Vi esa
máquina ahí afuera y pensé que adentro se podía esconder algo. Ubicado el lugar,
mucho antes de la huelga general, fui con una navajita, aflojé el vidrio y luego
lo aseguré con masilla en cuatro puntos de manera que fuera fácil de sacar en un
momento de apuro.
—Ese momento llegó en julio del 73.
—Sí, el 9 de julio el diario quedó cercado. Después de una gran represión, y
varias horas de lucha, la manifestación fue disuelta. El diario y todo el
edificio estaban cercados. Agarré aquellos rollos de la huelga general que todos
habíamos sacado, agarré a mi hijo Fernando, que tenía 15 años, y subí. A mi hijo
lo llevé al cuarto piso, al departamento de dos señoras con las que había
entablado una buena relación. Las encontraba, charlaba. Golpeé y dije que era
Aurelio. Ellas estaban tan asustadas que dijeron: "No podemos abrir". Había
habido gases, bombas, tiros. Les expliqué que sólo quería dejar a mi hijo por un
rato. Abrieron apenas para que él pasara. Recuerdo bien a una de las señoras,
muy pálida y con una bolsa de agua caliente apretada sobre el pecho.
—Entregado el niño te fuiste al 12.
—Me fui y traté de raspar la masilla con una llave, escondiéndome cada vez que
oía el ascensor que subía y bajaba con un milico adentro.
—¿Y mientras tanto, el diario?
—El Ejército logró arrancar la puerta del diario con una tanqueta.
—¿Cómo con una tanqueta? El diario estaba en el segundo piso.
—El diario estaba desde el segundo subsuelo al segundo piso. En el segundo piso
estaba la administración. La tanqueta tiró abajo la puerta de 18 y Río Branco.
Los soldados subieron luego, bayoneta en mano y se llevaron a 135 compañeros que
estaban adentro. Rompieron cuadros, dieron vuelta mesas, pisaron a la gente como
si fueran alfombras.
—¿Y tú?
—Yo escondido, allá arriba, junto a un precipicio, congelado. Eran las 2 de la
madrugada cuando escuché el silbido que venía del tragaluz. "Pucha, me
descubrieron", pensé. Quedé quieto y esperé. Volvieron a silbar. Pensé que si
alguien se metía por el tragaluz no precisaba mucho para mandarme abajo. Salí no
muy asustado. El silbido había sido bastante amigable. Había acertado. En el
tragaluz vi el rostro de don Óscar, el vigilante del edificio. Él sabía que ahí
estaba faltando el vidrio, es decir que algo había pasado. "Venga, venga", me
dijo cuando me vio. "Venga que tengo un apartamento para usted."
—Vos tenés un ángel de la guarda.
—Sí, sí, tengo. Pero no creo que los ángeles vengan porque sí. Vienen porque uno
los busca. O porque hacés cosas que mueven al ángel a venir a protegerte.
En el apartamento había tres o cuatro personas más. Y el frío era tan
insoportable que prendimos diarios sobre la mesada para calentarnos. A eso de
las tres, uno de los refugiados, dueño de una camioneta que transportaba los
diarios, dijo que se iba. "Tengo que salir porque si le pasa algo a la camioneta
que no terminé de pagar me muero." "No podés salir. Si te la quemaron, ya fue.
Si no te la quemaron está allí", le dije. Era peligroso para todos que saliera.
Entendió y se quedó hasta el amanecer. Cuando amanecía bajó, luego de combinar
que si no había peligro nos lo indicaba con un gesto de la mano alisándose el
cabello. Bajó y varios minutos después lo vimos pasar alisándose el cabello.
Todos bajamos. Había un olor impresionante a gases lacrimógenos y un miliquito
en la puerta que no preguntó nada. Llamé a la señora que tenía a mi hijo y le
pedí que cuando saliera a hacer algunas compras lo hiciera con mi hijo para que
pudiera irse a casa.
—¿Y tú?
—Me fui a tomar unas fotos de Medina, aquel muchacho, Walter Medina, que habían
matado.
—No recuerdo, ¿en qué enfrentamiento?
—No, él escribió en una pared la palabra "libertad". Le pegaron un tiro y lo
mataron. La gente que estaba en el sepelio y me veía no podía creer, "pero cómo,
si los llevaron a todos presos".
—Tú escondiste en el piso 12 los negativos de la huelga general. Pero eso no fue
lo que apareció ahora.
—No, lo que estaba arriba yo lo llevé conmigo cuando me exilié. Lo que apareció
ahora lo escondí en un lugar más grande y distinto al del piso 12. Detrás de la
pantalla del cine York. Pero como en un momento me pareció que ese lugar no era
adecuado lo saqué y lo metí en otro que tenía visto, en las tripas del edificio.
—Ese lugar…
—No, no te voy a decir cuál es.
—Es el lugar donde aparecieron ahora.
—No, no es ahí que aparecieron ahora. Cuando me detuvieron y me llevaron a la
calle Maldonado, me estuvieron preguntando durante ocho o diez días dónde estaba
el archivo de El Popular. Uno que me conocía decía: "Gallego, ¿con el archivo
qué hiciste?". "Estará en el diario. No me voy a llevar una camioneta de
negativos. Estará allá", decía yo. Cuando me fui del país, en setiembre del 76,
el archivo seguía escondido. Cuando volví, en octubre del 85, me fui a ver el
edificio y vi que habían hecho obra.
—¿Obra en el lugar en que estaban tus cosas?
—Más o menos. Yo vi aquello y dije: "Lo encontraron".
—Habían pasado nueve años.
—Claro. Traté y di cien vueltas buscando pistas, pero nada. Nada, nada.
—Hace 20 años que volviste del exilio.
—Sí, durante 20 años nada. Yo creo que hay cosas que son mágicas. ¿Por qué el
archivo aparece ahora? No lo sé, pero hay algo mágico en eso. Un día hablo con
el intendente Ehrlich y le digo que quiero conversar con él para plantearle
algo.
—Querías pedirle que te permitiera entrar al Palacio Lapido a buscar.
—Sí, quería plantearle este problema, preguntarle, pedirle si podría hacer esa
búsqueda minuciosa que debía hacer. El día que fui a hablar con él estaban allí
varios muchachos del Centro Fotográfico de la Intendencia que escucharon el
planteo que yo le hacía a Ehrlich. Ehrlich me escuchó, se fue, y yo seguí
charlando con ellos que muy interesados empezaron a hacer preguntas. "Esta es
una historia que tiene 33 años", les dije. "En el Palacio Lapido yo escondí cien
latas, o ciento cincuenta, no sé cuántas. Más una valija llena de negativos."
Todos estaban interesadísimos. Pero había uno que parecía hipnotizado por la
historia. Volví a mi casa y a los dos días me llamaron de la Intendencia, como
hacen muchas veces, porque querían que viera unos negativos de la huelga
general. Voy, entro y una compañera me dice "Aurelio sentate". Yo veía que todos
me habían rodeado y me miraban. Me senté. "Aparecieron los archivos de El
Popular", dijo.
—¿Qué hiciste?
—Me emocioné tanto que tenía ganas de llorar, pero no lo hice. A veces lloro,
pero no me gusta. No lloré pero quedé mudo por un rato. Finalmente me contaron
la historia. El archivo estaba en dos lugares.
—Hoy todo está a la mano.
—No, una parte grande hoy ya la tenemos, ya está conmigo. Hay otra que todavía
está allá.
—¿Esa parte que sacaron dónde estaba?
—Estaba en un pozo, un ducto, uno de esos lugares a donde nunca se llega. Podría
algún día haberse llegado para reparar un caño o no sé para qué.
—Podría haber quedado ahí 50 años.
—O perderse para siempre. Ahora, ¿cuál es el problema acá?
—Primero decime cómo encontraron en un lugar tan remoto esa parte que ya tenés
contigo.
—Alguien lo encontró de casualidad. No puedo dar el nombre pero te cuento cómo.
Uno de los muchachos del Centro Fotográfico, aquel que había quedado como
hipnotizado cuando escuchó mi historia, fue y le dijo a otro compañero fotógrafo
"Aurelio contó una historia que me tiene loco". "¿Por qué, de qué se trata?",
dijo el otro. "Se trata de un archivo fotográfico de 17 años, que hace 33 fue
escondido y está desaparecido." "¿Pero cómo, archivo de dónde, de quién?" "De El
Popular." "El Popular… ¿Dónde estaba El Popular, dónde se editaba?" "No sé bien,
creo que en el edificio Lapido." "Un hermano mío conoce a alguien que un día
encontró en un garaje de ese edificio una lata de negativos."
Vimos a la persona que había encontrado la lata y nos la dio.
¿Sabés qué había en esa lata? El entierro de Líber Arce. Y así empezamos a tirar
de la piola y apareció otra persona que dijo "Haciendo una vez unas reparaciones
vi una cantidad de latas tiradas. Fuimos, pero era imposible bajar. Las sacamos
con un imán atado a una caña larga".
—¿Cómo se llama ese otro que…?
—Tampoco puedo decirlo.
—Ta. No importa.
—Ellos no quieren.
—Está bien. ¿Por qué la parte que falta no se ha recuperado?
—Porque está en un espacio del Lapido que es propiedad privada. Necesitamos un
permiso para entrar y recuperarla.
—De ahí no sacaron nada.
—Sólo lo vimos. Hay negativos sueltos, muchos sobres y escombros.
—El acceso también es difícil.
—Sí, hay que hacer una pequeña obra. Mientras, la Junta declaró al archivo
patrimonio cultural de la ciudad. Y bueno, esta es la historia.
—Para terminar, ¿qué sentís?
—Una enorme dicha. Pero también es verdad que yo siempre partí de la base de que
no podían estar perdidas. Son cosas sagradas cuyo destino está sellado, no
pueden desaparecer y perderse.
—Hay un ángel que vela por ellas.
—Si tú querés.
Siguen ahí
El martes 28 corrió veloz y aterradora la noticia de que las fotos que habían
quedado en el local privado del Palacio Lapido ya no estaban. Calma, están. Las
tiene el dueño del citado local, y todo hace pensar que en pocos días se sumarán
al resto.
Fuente: lafogata.org