Bolivia
Entrevista a Casimira Rodríguez Romero, ministra de Justicia
"El pueblo, indispensable en las decisiones de gobierno"
La percepción mas fuerte es que los oprimidos quieren respuesta
"El primer cambio es que este espacio estuvo siempre reservado para
los abogados; ahora éstos han sido remplazados por alguien que viene de los
movimientos sociales, y que cuando recorre el edificio la saludan en quechua o
en aymara."
Adolfo Gilly, enviado a Bolivia
La Jornada
Este enviado especial estaba en un pequeño restaurante italiano de La Paz, cuyo
dueño se llama Marco, saboreando unas pastas hechas con mezcla de coca y
preparadas alla carbonara, cuando sus amigos paceños le presentaron a la
ministra de Justicia del nuevo gobierno, Casimira Rodríguez, ex dirigente del
Sindicato Nacional de Trabajadoras del Hogar. Casimira, como todos la llaman,
tiene ojos de calma inteligencia, rostro terso, manos pequeñas que se mueven con
la gracia propia de las manos femeninas del trabajo, trenzas negras y, en lugar
de la falda de las mujeres blancas, lleva la pollera de las indias y de las
cholas (diferentes a su vez entre sí, en este país del signo escalonado según
niveles étnicos y sociales). La conversación resulta fácil y la ministra da cita
al enviado para una entrevista días después.
Puntual llegó este enviado, a las cinco de la tarde, a esa cita en el Ministerio
de Justicia. Lo recibió Casimira Rodríguez en su despacho en el quinto piso,
frente a El Prado, el céntrico paseo de la ciudad donde aún hay palacios de un
mundo porfiriano de terratenientes y dueños de minas que fue pero que ya no es,
entremechado ahora de rascacielos de los años 90, edificios de los 50 y los 60,
y hamburgueserías de uno de estos días.
Ministra y enviado se sentaron en unos sillones un poco gastados por el uso,
porque Bolivia es un país pobre y estos son los despachos que los nuevos
gobernantes heredaron y no está el presupuesto para renovaciones y otros lujos
de gobiernos entrantes, que si cada vez que aquí cambia un gobierno cambiaran
los muebles de las oficinas nomás en renovaciones se iría el presupuesto.
Este enviado sin grabadora una vez más sacó su cuaderno escolar y empezó a tomar
nota de cuanto le decía la ministra de Justicia, de aquí en adelante Casimira,
según las formas y las normas del trato en el gobierno sin corbata de Evo
Morales.
De los tres poderes republicanos, el más conservador es casi siempre el
Judicial, dijo el enviado: ¿Cuáles serán entonces los cambios iniciales en este
Ministerio que tiene que ver con la justicia?
El primer cambio, respondió la ministra Casimira, es que este espacio estuvo
siempre reservado para los abogados; ahora éstos han sido remplazados por
alguien que viene de los movimientos sociales, y que cuando recorre el edificio
la saludan en quechua o en aymara. Los abogados son hoy asesores. Sus
conocimientos de leyes son básicas para fundar las decisiones, pero al final
éstas se toman según nuestras percepciones de lo que el pueblo espera de este
gobierno. Estamos formando equipos para responder. Tenemos muchas visitas e
invitaciones de organizaciones sociales para ir a escuchar sus reclamos. La
primera percepción, la más fuerte, es que el pueblo pide justicia. La palabra
que se oye en todas partes es "queremos justicia", justicia para los pueblos y
para los oprimidos. Creo que para eso tiene que servir este Ministerio de
Justicia.
Al escucharla, el enviado especial se preguntó para su fuero interno o sea su
coleto: ¿Cómo llegó hasta aquí esta idea de justicia, tan lejana a lo que me
enseñaban en mis añejos cursos de derecho civil y derecho procesal, y tan
cercana a lo que las vueltas de la vida me enseñaron después? Como tiene cierta
debilidad por las citas, en ese momento el enviado se acordó de Edward P.
Thompson y de su uso conceptual del término "experiencia", y así porque sí le
dijo a la ministra: Casimira, por favor, cuénteme cómo llegó usted hasta aquí.
Lo que sigue es lo que entonces dijo Casimira Rodríguez, reproducido tan fiel
como lo permite el cuaderno de notas de este enviado sin grabadora y sin
corbata.
Yo nací como niña campesina de origen quechua en Mizque, Cochabamba. Hasta mis
primeros años de escuela, hablaba sólo quechua, no sabía castellano. Este idioma
lo aprendí en la escuela, pero me costaba porque las clases eran en castellano y
yo apenas iba entendiendo. Allá por el tercer grado ya pude conocer bien el
idioma. Pero mi enseñanza básica terminó en cuarto grado.
A los trece años empecé a laborar como trabajadora del hogar. Trabajaba gratis,
por habitación y comida, sin domingos ni salario. Cuando le reclamé a la
patrona, ésta me echó y me acusó de que le había robado unas ropas. Demandé ante
el corregidor del pueblo, pero éste, después de oír a esa señora, decidió
suspender el juicio por dos años. Seguramente ella le pagó un dinero. Ahí se
terminó. Era allá por 1979, teníamos una dictadura en Bolivia.
Trabajé después nueve años más en otras casas. Lo peor era la discriminación:
una no podía hablar delante de los patrones, ni les podía dirigir la palabra,
había que callar y obedecer y nada más. Aquí, ahora, en el ministerio parece que
la costumbre es llamar a los empleados por timbre. A mí me cuesta hacerlo,
porque toda la vida me llamaban por timbre y no por mi nombre.
En 1985, más o menos, se inició en La Paz lo que después fue nuestro sindicato.
En Cochabamba, grupos de estudiantes voluntarios empezaron a darnos clases los
domingos: alfabetización, trenzado, costura, música. El local lo ofrecía un
pastor metodista. Era una experiencia de convivencia comunitaria.
En Cochabamba el horario de trabajo en las casas era de dieciséis horas cada
día, y ocho horas de descanso, o sea las de dormir. Sólo podíamos salir los
domingos de 3 a 6 de la tarde. Empezamos a aprovechar esas horas para juntarnos.
Las reuniones se disfrazaban de cursos educativos en la parroquia. Nos ayudaron
y enseñaron dos parejas de jóvenes, una ex religiosa, un sacerdote católico y un
pastor metodista. Ahí fuimos conviviendo y aprendiendo, porque nadie sabía qué
era un sindicato.
Recuerdo que a una chica de Huacareta, Sucre, sus patrones la llevaban a las
tres de la tarde hasta la puerta de la parroquia, donde la recibía el cura, y a
las seis iban a recogerla y volverla a la casa. Se quedaban tranquilos por la
presencia del sacerdote. Es decir, a nosotras esta protección de la iglesia nos
permitía hacer reuniones, discutir y convivir. Después de un tiempo, algunas
traían otras compañeras e íbamos creciendo. Había reuniones en que compañeras de
Copacabana traían comida típica de allá y otras traían el pan grande de La Paz.
Nos contábamos nuestras experiencias y analizábamos cómo vivíamos. Pero era todo
clandestino.
En 1992, después de muchos seminarios, comenzamos a salir con una propuesta de
ley. Nos sentíamos discriminadas legalmente, no teníamos derechos como
trabajadoras, cuando desde 1948 había una ley general del trabajo. Pero no nos
protegía a nosotros. Empezamos a trabajar una propuesta desde nuestra realidad,
tomando como marco lo que los demás trabajadores ya tenían, al menos en la ley:
contrato, salario, vacaciones, beneficios sociales, aguinaldo, condiciones de
trabajo.
Recuerdo que lo primero que cambiamos fue el nombre, la palabra "doméstico".
Dijimos: "Nosotras no somos trabajadoras domésticas; domésticos son los animales
y nosotras somos seres humanos". Entonces empezamos a usar la expresión
"trabajadoras del hogar" y así se llamó el sindicato. A veces me preguntan si no
había también "trabajadores", pero resulta que no aparecieron. A los varones
como que no les gusta el modo de las mujeres.
Empezamos a visitar medios de comunicación. Sufrimos ataques por pedir esta ley:
flojas, haraganas, irresponsables. Para ese año 1992 yo trabajaba en la casa de
un señor boliviano, activista de derechos humanos, que me permitía salir a
reuniones y organizar y estaba de acuerdo con lo que hacíamos. Pero para otras
todo seguía clandestino ante los patrones.
En 1993 se hizo el primer congreso nacional de trabajadoras del hogar y ese año
se presentó la ley ante el Congreso. Allí sucedió que algunas diputadas mujeres
se opusieron. La ley establecía el derecho a la maternidad, y decían que eso nos
iba a permitir "tener hijos de la irresponsabilidad". Una de ellas se decía de
izquierda, era del MIR y defendía "la equidad de género". Pero con sus
trabajadoras, no. Nos decían: "para qué piden ley, si están en las casas como
hijas de familia; no hurguen el avispero, están viviendo en la taza de leche".
Hicimos muchos debates con abogados, periodistas, diputados, feministas.
Sentíamos que no nos escuchaban, que no les parecía urgente nuestra demanda, que
había cosas más importantes, y eso mismo fue creando nuestro valor.
En 1996 pasé a la Ejecutiva Nacional del sindicato, a coordinar varios
departamentos de la república y nos propusimos hacer cada vez más visible
nuestra organización y que la problemática de la trabajadora del hogar se
hiciera bien pública. El miedo a los diputados se terminó. En 2000 el MAS logró
abrir las puertas de la Cámara.
Finalmente, en 2003 se promulgó la Ley de Trabajadoras del Hogar (Ley 2450/2003)
que tenemos y hay que hacer cumplir en todos los casos, pues una cosa es la ley
y otra lo que sucede en la vida real. Pero ahora tenemos la ley, nuestra
organización, y además nuestro gobierno.
La historia de vida de Casimira Rodríguez es una definición, mediante la
experiencia, de uno de los más concretos significados de la demanda universal de
justicia que llevó al gobierno a Evo Morales y su partido. Esa demanda es
multiforme, turbulenta y pide respuestas que no se hagan esperar demasiado.
Fuertes presiones contrarias vienen de otros sectores del país y del exterior.
La serena presencia de Casimira Rodríguez, mujer, trabajadora del hogar y
organizadora sindical, en el Ministerio de Justicia, es una prenda de que
aquella demanda universal deberá tener prioridad en los planes y los afanes del
nuevo gobierno. Es uno de los puntos candentes donde se juega el destino próximo
de esta revolución y de los dirigentes que la encabezan.