Latinoamérica
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La insurrección popular en Oaxaca
Francisco López Bárcenas
La Joranda
Los pueblos de Oaxaca están insurreccionados. El gobierno federal les declaró
la guerra para sostener en el poder a un cadáver político que se llama Ulises
Ruiz, figurilla de turbio pasado, cuyo mérito más importante es haber sido el
mapache mayor de los fraudes electorales, aspecto que su partido, su grupo
político y él mismo consideraron suficiente para gobernar el estado más pobre
del país, pero también más digno. Con esos antecedentes y la prepotencia con que
se ha conducido, abusó del poder inclusive antes de ganar las elecciones; se
peleó con las otras mafias políticas del Estado para no compartir el poder y
mandó reprimir a la oposición verdadera, la que no transa su sometimiento a
cambio de unas migajas, la que no reclama limosnas, sino derechos. No contaba
con que la paciencia popular tiene un límite y él lo rebasó. Si en estos
momentos todavía se considera gobernador es gracias al apoyo político y
policiaco de El Yunque, la organización de la ultraderecha mexicana que
usufructúa el poder agazapada tras instituciones de la república, todo para que
un usurpador llamado Felipe Calderón pueda asumir el poder de la Presidencia de
la República el próximo primero de diciembre.
Pero todos calcularon mal. Pensaron que serían suficientes las botas, los cascos
y las armas de la Policía Federal Preventiva (PFP) para que el pueblo abandonara
la lucha. No pensaron siquiera un momento que frente a un pueblo que levanta la
bandera de la dignidad como escudo no hay fuerza policiaca que pueda detenerlo.
No aprendieron nada de la rebelión indígena en Chiapas ni de otras luchas
populares de este triste sexenio que termina bañado en sangre india, campesina y
popular.
En aquellas luchas, como en ésta, los insurrectos recogen el guante que les
avientan desde el poder y a cambio devuelven flores blancas a los personeros de
los asesinos. Por eso la de Oaxaca es una rebelión inédita, una revuelta
pacífica pero firme: la lucha de un pueblo que ya no está dispuesto a seguir
siendo pisoteado. Y no exagero si afirmo que en nuestro país es la primera
rebelión de este tipo en este convulsivo siglo que vivimos.
Las mafias políticas enquistadas en los gobiernos son incapaces de entender que
a los rebeldes ya no les importa cuántos de sus compañeros han perdido la vida
ni cuántos más la perderán, porque han caído de cara al sol, con la frente en
alto, y muchos más están dispuestos a seguir su camino. Tampoco comprenden que
no les interesa cuántos cientos más pierdan su libertad en las cárceles de los
asesinos, pues bien saben que no hay barrotes que los detengan y mientras más
presos estén más libres se sienten. Ya no importan los desaparecidos, porque con
su ausencia son los que más presentes están en la lucha. Lo único que les
interesa es continuar la lucha, demostrar que frente a la brutalidad policiaca
se puede oponer una resistencia pacífica, que frente a la incapacidad de los
funcionario por encontrar salidas políticas a las demandas populares el pueblo
las puede ir construyendo, como de hecho está haciendo. Y si no, que pregunten a
las miles de personas que un día después de la ocupación de la capital por la
PFP se movilizaban para exigir su salida, a los que tras la destrucción de las
barricadas colocan otras, a los que en las comunidades se organizan como
retaguardia de los que están en el frente, a los que en el Distrito Federal se
mantienen en huelga de hambre.
Atendiendo a los últimos acontecimientos se puede concluir que la rebelión
oaxaqueña no tiene reversa y sólo hay dos maneras de ponerle fin: lanzando toda
la fuerza del Estado contra los insurrectos o quitando la causa de la rebelión,
es decir, que el gobierno federal y la clase política dejen de sostener a Ulises
Ruiz como gobernador, sobre todo porque nunca ha gobernado y no lo hará aunque
siga detentando el puesto. Cada una de ellas tiene sus propios costos. La
primera desenmascararía al "gobierno del cambio" como lo que es en verdad: un
gobierno de derecha, antipopular y represivo al servicio de los capitales
nacionales y extranjeros, dispuesto a pasar por encima de quien se oponga a sus
propósitos; el otro implicaría que ese mismo gobierno tuviera un rasgo de
humildad y reconociera que sostener al repudiado gobernador y sus estrategias
para desactivar la insurrección popular fueron un fracaso. Del lado de los
insurrectos cada uno de estos escenarios podría generar diversas reacciones. En
el primer caso es muy probable que logren someter a los pueblos levantados, pero
no podrán evitar que los grupos armados entren en acción y muy probablemente no
sólo en Oaxaca, sino en varias partes del país; en el segundo es seguro que las
cosas vuelvan a su normalidad y con una agenda de reformas y un grupo ciudadano
respetable que las opere es probable que hasta se sienten las bases de un nuevo
pacto social. Esto último es lo más deseable, pero para que sea posible es
necesario no dejar solos a los oaxaqueños insurrectos.