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La indiscreción de estar vivo militares criminales y cortesanos civiles
Samuel Blixen
Brecha
Los intereses de los militares criminales y de los cortesanos civiles de la
dictadura, que en algún momento se bifurcaron, hoy vuelven a juntarse para
presentar un frente común. Unos y otros cierran filas tratando de oponer diques
al desplome de la impunidad.
Antes era el silencio impenetrable, la cortina metálica que clausuraba todo.
Podía ser la decisión presidencial de Julio María Sanguinetti ordenando archivar
las investigaciones judiciales sobre los delitos económicos en el Banco de
Seguros, o decretando la caducidad, "por las dudas", en la desaparición de Abel
Ayala, víctima del Escuadrón de la Muerte; o impidiendo que la justicia actúe en
la denuncia sobre la Operación Zanahoria; o, lo que es peor, ocultando la
verdadera identidad de una supuesta hija de su Jefe de Policía en San José.
O podía ser la amenaza constante de la usina de las "fuentes confiables del
Ejército" sobre un "retorno al pasado", o las advertencias sobre desacatos. En
cualquiera de las variantes, el resultado era el mismo: secreto sin fisuras.
Pero ahora la situación cambió: el procesamiento de ocho militares y policías en
el "caso Soba" no sólo instaló la perspectiva real de la cárcel (aunque sea
dorada), sino que resquebrajó la omertà. Los ideólogos de la impunidad han
decidido apresurar el despliegue del plan B, dado que el plan A (la caducidad
pura y dura) hizo agua con la irrupción del gobierno frenteamplista.
El plan B consiste en multiplicar las operaciones de inteligencia para adecuar
el discurso - y las presiones - a la nueva realidad. Ahora que la ley de
caducidad no asegura la impunidad (y por ello Sanguinetti sale, más asustado que
indignado, a acusar al gobierno de "derogarla por decreto", justo él que la
estiró como un chicle) se impone "organizar" la historia de modo que ella
confluya siempre en los testigos más confiables: los muertos.
Por ejemplo: en su edición de ayer, jueves, Búsqueda atribuye al Comando del
Ejército la afirmación de que esa fuerza institucionalmente deslinda
responsabilidad respecto del destino de los prisioneros uruguayos que fueron
repatriados clandestinamente en el llamado "segundo vuelo". Así dicho, se trata
de una doble desaparición. La primera, en 1976, cuando los veintipico de
militantes del pvp que permanecían prisioneros en Orletti desaparecieron sin
dejar rastros. Ahora que los rastros fueron hallados, y que la Fuerza Aérea
admite que aquellos prisioneros fueron traídos a Uruguay y entregados al
Ejército, éste deslinda responsabilidad y dice que no sabe nada de nada; vuelven
a desaparecer.
Hay un linda trampa, muy uruguaya, muy formal: si los uruguayos de Orletti
fueron detenidos en Buenos Aires por oficiales uruguayos, y fueron conducidos
hasta Uruguay por oficiales uruguayos, ¿cómo puede ser que el Ejército no
tuviera nada que ver? El Comando, en su comunicación al gobierno, está
implícitamente pasándole la pelota al Servicio de Inteligencia del Ejército
(SID), organismo en el que actuaban los "300" (302: Gavazzo; 301: Rodríguez
Buratti; 307: Gilberto Vázquez; 304: Silveira).
El SID ya no existe y su Jefe de la época, Amaury Prantl, está muerto. También
está muerto el Comandante del Ejército de esos tiempos, Julio César Vadora. Y
también el Ministro de Defensa de la época, Walter Ravena, quien podría haber
aclarado algo, en la medida en que el SID dependía del Ministerio de Defensa. Y
por si fuera poco, también está muerto el Presidente de la época, Aparicio
Méndez, cuya responsabilidad no caduca por el hecho de que, como sostuvieron sus
contemporáneos, vivía en la luna. El silencio de la omertà se sustituye en el
plan B por el silencio de los cementerios, si es que los que todavía pueden
hablar (los Gavazzo, los Silveira, los Maurente) mantienen la boca cerrada. En
este esquema fue providencial el suicidio de Rodríguez Buratti. Así que en el
caso del segundo vuelo, las responsabilidades de los de arriba están a
resguardo, no así las de la mano de obra, que inevitablemente han dejado huellas
dactilares.
Entre la omertà y el cementerio, el trecho estaría totalmente empedrado con los
adoquines de la impunidad, si no fuera por un gran bache: el caso Michelini-Gutiérrez
Ruiz. Los asesinatos de mayo de 1976 tienen dos protagonistas que siguen vivos,
en el plano de los autores intelectuales: Juan María Bordaberry, ex Presidente,
y Juan Carlos Blanco, ex Canciller; y por lo menos un testigo incómodo, a nivel
de mano de obra ejecutora: el ex agente de la SIDE Eduardo Ruffo. Los asesinatos
de los dos legisladores, cuya investigación judicial, aquí y en Argentina, sigue
en marcha, pueden desembocar en el peor de los escenarios: que los de abajo le
saquen la pata al lazo y que la queden exclusivamente los de arriba. Terrible,
¿cuándo se ha visto?
Por eso la urgente necesidad de convertir los asesinatos de Michelini y
Gutiérrez Ruiz en un "episodio argentino". El "Paqui" Forese, agente de la SIDE,
fue uno de los asesinos; los asesinatos fueron cometidos por la banda de Aníbal
Gordon; el móvil era el dinero de los tupamaros que supuestamente manejaban los
dos legisladores. Eso fue lo que dijo Búsqueda hace una semana; lo que no dijo
está implícito: los uruguayos no participaron y no tuvieron nada que ver.
La autoría argentina de los magnicidios quita de escena como por arte de magia a
Bordaberry y Blanco. No obstante, se necesita ser corto de vista para ignorar
que Forese era un auténtico paquidermo cuya única virtud era la fuerza bruta
para descalabrar puertas en los allanamientos. Cortos de vista para ignorar que
Aníbal Gordon, por más delincuente que fuera, no se atrevería a una "boleta por
la libre" y por "la guita", contra personajes tan notorios como Michelini y
Gutiérrez Ruiz, sin olvidar que hubo un intento fallido, simultáneo, contra
Wilson Ferreira, que se salvó por un pelo de ser secuestrado. En este caso, ni
Forese hubiera actuado sin la autorización de Gordon, ni Gordon sin la
autorización de su superior, el General Guillermo Suárez Mason. Y probablemente
Suárez Mason no hubiera podido anudar la coordinación entre militares y policías
que se dio a la perfección aquella madrugada del 18 de mayo, si no hubiera
contado con el visto bueno del Ministro del Interior, Ge neral Albano
Harguindeguy, quien por algo se entrevistó, unos días a antes de los secuestros,
con el Canciller uruguayo Blanco.
Hay un inconveniente para confrontar esta nueva y peregrina versión de la
"autoría argentina" con los hechos: Forese, el supuesto autor material de los
crímenes, está muerto; Gordon, Jefe de la banda, está muerto; Suárez Mason, Jefe
máximo, está muerto; Harguindeguy está muerto. Pero está vivo Ruffo, mano
derecha de Gordon. Y Ruffo asegura que los asesinatos de Michelini y Gutiérrez
Ruiz fueron obra de los uruguayos. Se lo dijo al Senador Rafael Michelini, que
por desgracia para la impunidad también está vivo.
Ruffo tiene que saber quiénes fueron los autores materiales de los asesinatos.
Él operó en Orletti codo con codo con Gavazzo, Cordero y Silveira. Y tiene dos
méritos para su credibilidad: dio las pistas para ubicar a Simón, el hijo
desaparecido de Sara Méndez, y para ubicar a Macarena, la hija de María Claudia
García de Gelman. Por qué no habría de creérsele en el caso de Michelini y
Gutiérrez Ruiz, más cuando esa afirmación coincide con la montaña de indicios
que confirman que los asesinatos de Buenos Aires fueron la consecuencia de las
luchas intestinas, en el gobierno y en el Ejército, entre los que querían
endurecer la dictadura y los que querían el inicio de una transición política.
A diferencia del "segundo vuelo", en el caso Michelini-Gutiérrez Ruiz no toda la
cadena de responsabilidad está rip. Cierto que Prantl está muerto, y también lo
están Vadora y Ravena, pero el Presidente de entonces sigue vivo. Bordaberry le
advertía a los uruguayos, en su discurso de fines de 1974, que la actuación de
las Fuerzas Armadas "no puede quedar expuesta al juicio de la ciudadanía (.). La
democracia no llega hasta eso". Juzgarlas sería como juzgar a un hombre que
comete un delito para defender a su madre, en este caso la patria, afirmaba
(diario El Día, 31 de diciembre de 1974).
Ahora Bordaberry se hace el olvidadizo, no sabe nada, no recuerda nada. Pero era
Presidente de la República. Y por tanto responsable de lo que hacía el
Ministerio de Defensa y sus Órganos, el SID y el OCOA. No hay vuelta, la quedó,
a menos que aquellos episodios se vuelvan, por arte de magia, estrictamente
argentinos.