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¿Qué pasó hace 30 años en el batallón 13?
Testimonio de José Jorge Martínez
La Onda Digital
En el batallón 13 funcionó, a partir de mediados de la década de los '70, el
centro de torturas de las Fuerzas Armadas. No el único, pero sí el más grande y
conocido, por el que pasó la mayoría de los detenidos políticos y sociales de
aquella época: varios miles de compatriotas. El objetivo fue, antes que la
destrucción del cuerpo, el aniquilamiento de la conciencia.
Antes que matar, destruir psíquica y moralmente. Eso significó llegar hasta los
límites de lo físico, límites que, a veces, se traspusieron. Algunos de los
muertos, como estamos viendo estos días, fueron enterrados en el mismo predio
militar. Pero la mayoría sobrevivió. La tortura en el batallón 13, es decir en
el Infierno (para los presos) o en el "300 Carlos" (según la jerga militar), fue
descripta por el periodista José Jorge Martínez en uno de los capítulos de su
libro "Crónicas de una derrota-Testimonio de un luchador", editado por Trilce,
que alterna la reconstrucción de las luchas de la izquierda durante la segunda
mitad del siglo pasado con las memorias de la cárcel y la tortura.
Se transcriben seguidamente algunos pasajes del capítulo "El Infierno", donde el
autor narra su experiencia personal en la tortura, antes de ser confinado
durante varios años, primero en un cuartel, luego en el Penal, como tantos
uruguayos y uruguayas.
"Siento correr un portón de hierro y me invade una música estridente. Me bajan,
me atan fuertemente las manos por detrás con un cable y me sacan la funda que me
envuelve la cabeza: estoy contra una pared. Luego me tapan los ojos con una tela
áspera y la anudan fuertemente. También me cuelgan algo del cuello y alguien me
dice que en adelante me llamarán por un número que me indica y que por los
nervios olvido de inmediato. Ahora me toman firmemente del brazo y me conducen
unos metros. Una voz me pregunta: cómo te llamás. Contesto Martínez. Una
bofetada. Me pregunta de nuevo: cómo te llamás. Uno aprende rápido y contesto
José Jorge Martínez. El Tito, comenta el interrogador, y sigue: la mano viene
brava para vos, ¿vas a hablar? Callo, esperando otra bofetada. No se produce. Me
toman de nuevo del brazo y me llevan, me hacen subir una escalera de madera y
luego de unos pasos nos paramos. De súbito me toman vigorosamente de los brazos
y de la nuca, son dos pienso, y me doblan, hundiéndome la cabeza en un tacho con
agua. Es un agua con algo viscoso, con olor nauseabundo, vómito pienso, es un
olor inconfundible pienso, mientras cierro fuertemente la boca. Al cabo de un
momento, es fácil de aguantar me digo. Pasa el tiempo y sigo con la cabeza en el
agua. Siento que me asfixio, el pecho parece explotar, me agito inútilmente, lo
único que pienso es no abrir la boca, pero el agua comienza a entrar por la
nariz, me sacudo, la nariz me arde. Me levantan. Respiro a bocanadas,
ruidosamente, ansiosamente. Me preguntan: vas a hablar. No digo nada. Otra, se
dicen, y de nuevo me empujan por la nuca hacia el agua, larga,
interminablemente; siento que voy perdiendo el control, no resisto, no resisto,
abro la boca y aspiro, el agua y la porquería entran pero no aire, me
convulsiono, me sacan. Me preguntan: vas a hablar, puto. No digo nada. Me
impulsan otra vez hacia el tacho y así todo recomienza.
Estoy parado hace mucho tiempo, no sé dónde ni cuánto. Pienso insistentemente,
obsesivamente, bueno, esto es así, se aguantó una vez, se puede aguantar otra,
hay que pasarlo de a una vez, de una vez por vez, sí, de una vez por vez".
"Siento que me ponen una capucha, no sé de que material: está húmeda, huele a
roña, a inmundicia. Me llevan casi corriendo, a los tropezones y de inmediato
estoy otra vez con la cabeza en el agua. Pero para mi alivio esta vez me sacan
pronto: un tipo me toma la capucha a la altura de la garganta y la aprieta. No
entiendo qué pretende. El tipo la aprieta aun más, la estruja y siento que me
falta el aire; abro bien la boca y en vez de aire me entra la capucha, me sacudo
como loco, me sujetan violentamente, deben ser tres, me asfixio, siento que me
voy, el tipo afloja y me llega aire que trago a borbotones; el tipo vuelve a
estrujar la capucha, imagino que la capucha entra también por la nariz, pataleo
y logro zafar pero un golpe en la cabeza da conmigo en el suelo y puedo respirar
aliviado. Una voz me dice: vos te la buscaste, ahora vas a saltar, vas a ver lo
que es bueno. Advierto que a los tirones me arrancan la ropa y me dejan desnudo;
me tiran sobre algo duro pero flexible, no sé, sí, parece una cama metálica con
elásticos y con una arpillera mojada arriba.
Picana, es la picana; me recorren el cuerpo y yo me arqueo, salto como una rana,
me tiran agua encima y siento que vibro todo entero. Alguien me dice: vas a
hablar, hijo de puta. La picana pasa por el pecho y me da como un golpe, percibo
lejanamente que me paralizo. Un tipo me levanta los labios, hurga en mi boca
cerrada y un rayo continuo se me descarga. Oigo a alguien que grita, que aúlla,
soy yo".
"Me están haciendo subir otra vez la escalera; de nuevo la picana, me digo,
¿cuántos días van? Tres, cuatro, no me acuerdo bien. Una vez por vez me repito
monótonamente, hay que pasarlo una vez por vez. Estoy arriba y con las vísceras
apretadas espero que empiece, pero no, un tipo me habla.
Amable, firme. Me está diciendo que es al cohete que me haga masacrar, que tarde
o temprano todos terminan hablando. A esta altura por las voces ya me he dado
cuenta que los que torturan son oficiales, que los soldados, los números, sólo
te llevan y traen, pero aun así éste es otra cosa".
"El tipo pierde la paciencia, o hace que la pierde, y me grita, es un truco,
pienso, es técnica elemental de interrogatorio, pienso, y el tipo me insulta, se
evapora su corrección, me golpea, es un golpe seco y duro, es una cachiporra de
goma identifico, el tipo me da en la espalda, en los brazos, se encarniza en los
muslos, que queman, atontado en un momento me caigo y el tipo me sigue dando en
el suelo, sin parar. No, ahora se detiene y me vuelve a conminar, vuelve a ser
convincente, dice que me tiene lástima, que no sea idiota al pedo. Callo. Vuelve
a pegarme en los muslos. Duele mucho, pero pienso que se puede soportar, que al
lado de la picana en la pija eso no es nada, que mejor siga con los golpes y
gimo para impresionarlo.
Al final se detiene. Debe haber hecho un gesto porque sin más palabras me
agarran y me llevan escaleras abajo. Me hacen caminar un trecho y luego me dicen
quieto y me dejan. Estoy desconcertado. Ya sé que alzando con disimulo la cabeza
puedo entrever algo debajo de la venda, por las comisuras: lo hago brevemente y
percibo otros pies, concluyo que estamos de plantón, esperando.
Siento una conversación, parece radial, alguien está diciendo 300 Carlos, sí,
aquí Oscar 2, escucho".
"Debe ser ya media mañana. Alzo la cabeza para tratar de ver algo cuando un
fuerte golpe en la cabeza me saca las ganas: y al cabo de un rato alguien viene
y me coloca algodones en los ojos debajo de la venda: esto debe ser jodido,
pienso, cuando noto que algunas hebras se me han metido debajo de los párpados.
Me vienen a buscar y me digo, con pánico, de nuevo arriba. No, me ponen otra vez
la atadura a la espalda, maniobran con ella y siento que soy lentamente izado,
mis brazos arqueados en la espalda se elevan y alzan tras ellos el cuerpo, éste
se estira, me pongo de puntillas, se sigue elevando: estoy en el aire. Alguien
ha tanteado con el pie haciéndome oscilar y así quedo.
No pensaba en nada, duraba como una cosa, cuando me apercibo que ahora con las
puntas de los pies rozo el piso: me duelen terriblemente los omóplatos pero
igual hago un esfuerzo para bajar; me retuerzo, lo voy logrando y consigo que
los dedos de mi pie derecho se apoyen, sí, se apoyan en el suelo. No me dan
tiempo para saber si he mejorado o empeorado porque alguien viene, siento que
maniobra con la cuerda y vuelvo a elevarme en el aire. Es insoportable, pero
continúa sin pausas.
Puedo ver, a través de la venda puedo ver con claridad a unos niños que me miran
atentos, curiosos, son cinco o seis y uno tiene los dedos en la boca: están
callados e inmóviles; ahora se mecen, crecientemente se mecen en el aire
mientras me miran reflexivos. Estoy abstraído ante los niños que me custodian
expectantes mientras oscilan ingrávidos como movidos por una brisa.
Alguien me toma por los sobacos y me alza mientras otro va soltando la cuerda;
voy recobrando la lucidez en tanto los músculos de los hombros se van encogiendo
entre punzadas taladrantes: siento que me voy a derrumbar pero me sostienen y
luego uno me lleva trastabillando, me hace acostar y me arropa con un poncho.
Quedo muerto.
Estoy otra vez en el gancho, colgado. Una voz, alguien, me habla y yo me
retuerzo en el aire; la voz me pregunta si ahora estoy dispuesto a hablar, nada
digo, el tipo me insulta larga y pacientemente, me lo pregunta de nuevo y yo
decido no contestarle pero me oigo decir entre gemidos nombres no, nombres no
cuando algo me toca y salto, es la picana, yo me arqueo, los omóplatos van a
reventar, me sacudo, cimbreo como una bandera sacudida por un ventarrón. Voy
perdiendo la noción de las cosas.
Alguien me toma por los sobacos".
"Nuevamente estoy de plantón. Llevo cinco, no, seis días con esta rutina
diabólica, plantón, gancho, picana, reposo, plantón, gancho, picana. Llevo
cinco, no, seis días, dormitando sólo parado, los pies están hinchados y vivo en
un sopor que no sé qué pensarán ellos pero que hacen más soportable el
tormento".
"Estoy colgado del gancho. De pronto aparece Adriana que se detiene a lo lejos y
me mira callada, meditativa. Yo me pregunto qué estará haciendo ahí, qué
imprudencia, la van a agarrar, qué incauta. Ella me mira en silencio y yo me
esfuerzo para hacerle señas con la cabeza de que se vaya ya, que no se arriesgue
porque la va a quedar. No me hace caso y mi tensión sube: qué temeridad y todo
para qué, si al menos tentara aflojarme la cuerda y yo pudiera apoyarme en el
suelo: pero no, está demasiado lejos. Ahora parece que me ha comprendido y sin
darse vuelta comienza a alejarse lentamente, cuando yo me apercibo que tengo una
necesidad y le digo que me traiga un par de alpargatas, sí, necesito
imperiosamente un par de alpargatas. Ella no contesta ni da señales de haber
oído; alpargatas, le imploro, le grito, por favor, alpargatas. Desaparece, se ha
ido: pero yo necesito alpargatas.
Estoy de plantón. Siento ruidos familiares porque estoy al lado del baño y del
baño mana como un arroyo de aguas servidas que empieza a mojarme los pies: es
mierda, diablos, es mierda...
"Estoy sentado: es el descanso de cinco minutos. Siento los ojos pegajosos.
Me preocupa que la infiltración de los algodones debajo de los párpados haga que
sienta que mis ojos supuren permanentemente y que provoque que la pringue de
hilos de algodón, pestañas y líquido vayan formando como pequeños bolsones.
Alguien viene y me examina la pierna. Es que al costado de la pantorrilla ha
erupcionado como una úlcera y exuda una débil mezcla de pus y sangre. Ya lo
había entrevisto con indiferencia, como una curiosidad. Ahora que me examinan me
digo que es raro porque nunca he tenido várices, me pregunto displicente a qué
se deberá. El tipo parece que me pasa un algodón mojado, una y otra vez, y en la
maniobra le huelo un tufo alcohólico; me pone una gasa y la sujeta con una
cinta. Yo pienso decirle que no se preocupe por pavadas, lo que me importa son
los ojos que supuran cada vez más, sí. El tipo parece que se ha ido: a mí lo que
me preocupan son los ojos Estoy sentado y viene alguien que me dice: tomá,
mientras me da un par de pastillas y yo me digo: qué bueno, debe ser para los
ojos, el médico será un borracho pero se acordó; las trago y luego recuerdo que
no alcancé a planteárselo pero tal vez el tipo se dio cuenta, y me digo qué
atento, qué tipo piola. Mientras, viene la orden, de pie, y cuando me dispongo a
pararme siento una mano en el hombro y me dicen no, vos no, dormí. Me invade una
enorme sensación de felicidad, de reconocimiento y gratitud, y me recuesto
encogido entre los ponchos. Qué bien se está: mi agradecimiento es totalizador,
qué buenos son pienso, después de nueve días podré dormir, qué tipos macanudos.
Me despierto y quedo absorto: veo grandes manchas de color, geométricas, como un
conjunto de edificios que se movieran lentamente, meciéndose, tal como si fueran
haces de luz multicolor. Es un espectáculo tranquilo, de una serenidad
increíble, profundamente armonioso, que trae paz y bienestar. Lo observo
sosegado, sin preguntarme a qué corresponderá. Lo acepto plácidamente encantado.
Los planos de luz se cortan, se entroncan como si estuvieran regidos por una
música inaudible. Es posible que me haya muerto, me digo sin el menor asomo de
inquietud, sí, es posible, mientras alguien cerca está diciendo: 300 Carlos,
aquí Oscar 1.
Los plazos se han acortado: ahora, cuando me cuelgan del gancho, los niños me
vienen a ver casi de inmediato".
"... ¿cuánto llevo aquí? Concluyo que debe ser un mes, más o menos un mes.
Qué mierda. Me viene una certidumbre, absoluta, total: estoy en reparaciones y
dentro de poco recomenzará todo, pero sólo una vez, sí, una vez, y luego
abandonarán y me llevarán al Juzgado: si después de todo ya saben todo, me
dejarán en paz. Sólo tengo que aguantar otra tanda de torturas como la primera:
si aguanté una puedo aguantar otra, y después me dejarán en paz, me dejarán en
paz".
"Luego de cuatro o cinco días de recuperación todo ha recomenzado: la colgada,
la picana, los plantones; todo el día, todos los días. Es inaguantable; antes me
decía una vez por vez, pero ahora ya sé que esa una vez va a durar un mes por lo
menos, un mes soportando esto. Ya no sólo me duelen los hombros cuando me
cuelgan, sino que al llevarme y tocarme casualmente siento ya un tormento. Mejor
estar muerto, me digo, mejor morir que seguir soportando esto.
Dale, puto de mierda, hablá, qué ganás con hacerte masacrar. Nombres no, nombres
no. Salto en el aire, siento que me desgarro.
Me llevan, otra vez me llevan al gancho: pero no, la escalera, será otra vez el
tacho, es preferible, me enlazan una cuerda al cable que me ata las muñecas en
la espalda y me empujan, tropiezo, me empujan y quedo montado a caballo sobre
una barra. Un tipo me dice: mirá que esto nadie lo aguanta, largá mejor. Quedo
expectante, aterrado, y contesto nombres no, nombres no.
La picana, salto en el aire, me retuerzo y caigo, la barra es filosa y el tajo
es como si me seccionara en la entrepierna el hueso, no me dan tiempo ni para
pensar y vuelvo a saltar, es como si me rajaran todo el cuerpo, siento que todo
yo estallo, ahora caigo sobre los testículos, van a explotar, vuelvo a saltar,
siento que me voy, salto.
Estoy acostado porque han suprimido los plantones: luego que me aplican el
caballete me bajan y me acuestan. Y aquí quedo, en un sopor, idiotizado, todo el
resto del día. Rechazo la comida, mejor dicho, no la ingiero, simplemente no
hago nada. Nada. Dormito.
Me tiran agua a la cara, cobro conciencia, me levantan y me llevan: de nuevo el
caballete, mejor morir me digo. Estoy en lo alto de la escalera, doy un brusco
tirón, me suelto, monto a horcajadas sobre la baranda, voy a saltar, me agarran,
me tiran al suelo, gritan. Pará, hijo de puta, qué querías, tirarte, bien,
soldado, bien, estuvo atento, pero para qué querías hacerlo, para qué, qué
fanáticos.
Me llevan, otra vez me llevan. Me digo esto no va a parar nunca, no, no va a
parar".
"Viene alguien que me quita la atadura y me alcanza una camisa y un short.
Recién me apercibo que estoy casi desnudo, con sólo un calzoncillo: y que está
mugriento. En dos meses sólo una vez me ducharon con una manguera y cantidad de
veces me cagué encima. Sí: no sólo es el calzoncillo, soy yo el que está
inmundo. Me pongo la ropa y me preocupo porque el short es muy chico: qué falta
de consideración, me digo.
Voy en un camión cerrado. Pienso que a lo mejor me llevan a un Juzgado militar
(...). Sigue otro rato y ahora se detiene. Me bajan con cuidado y me doy cuenta
que no venía solo. Siento gritos e insultos, me empujan, me golpean, hemos
llegado a un cuartel, imagino".