Latinoamérica
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La tragedia de la maestra María Cristina Benavides
María Esther Francia
Brecha
La imagen más querida que tengo de ella se sitúa en el Hospital Militar,
donde estábamos en calidad de presas políticas.
Era a finales de enero de 1973, cuando ya próxima a parir a Santiago, caminaba
frente a mi cama, con Fernando, mi hijo recién nacido, encima de su panza. En un
cierto momento, falsamente alarmada, llegó hasta a mí diciéndome que mi bebé
tenía un dedito del pie chueco. Ella a fuerza de mirarlo y mimarlo lo había
descubierto. Le pusimos una venda de gasa amarrada para convertirlo en un dedito
normal.
Ya no recuerdo quién de nosotras salió en libertad primero de la cárcel del Imes
(Instituto Militar de Estudios Superiores). Creo que fue ella, sólo tengo en mi
mente su llanto desconsolado cuando nos separamos. Recibí alguna carta suya
desde Rivera antes de que yo partiera al exilio. Ella salió en libertad, que es
un decir, porque una vez afuera, con un bebé, sin trabajo, sin apoyo económico,
la libertad es una palabra hueca. Sobre todo en Rivera, una sociedad que la
discriminó constantemente por rebelde, contestataria y diferente.
Recuerdo sus amargas palabras en una carta: "Estoy sin trabajo, pido trabajar de
sirvienta y tampoco me lo dan, cómo van a darle ese trabajo a la maestra
Cristina Benavides, prefieren que me muera de hambre". Tenía una figura esbelta
a fuerza de dar clases de danza. Era maestra de tiempo completo, eterna
militante, defensora de los derechos humanos e integrante de la Red de Mujeres
Políticas. Y quién sabe cuántas cosas más que ignoro.
En una de las veces que llegó de visita a Montevideo aprovechando una actividad
política vino a mi casa. Le pregunté: si ganara el Frente Amplio, ¿qué lugar de
trabajo querrías? Ella contestó sin vacilar un segundo: la Jefatura de Policía.
Mi sorpresa fue grande y por eso permanece en mi memoria. Es el lugar más duro y
complicado, dije, y ella respondió con sus ojos chispeantes y voz firme: hay que
acabar con los corruptos. Y yo me la imaginaba sacándolos a escobazos, como
cuando hacíamos la fajina estando presas.
Otra vez llegó con el caso del asesinato de una joven de Rivera a manos de niños
bien con vinculaciones importantes, que ella denunciaba a la prensa, corriendo
riesgos personales. Luego vino la detención de su hijo, ya con problemas. Estoy
segura de que con ayuda a tiempo se hubiera solucionado. A ello se agregaba la
desocupación y enfermedad de Hugo, su esposo. Y ella con toda la carga. Recuerdo
que hace años le hablé al entonces diputado Marcos Abelenda, hoy fallecido, para
obtener trabajo, que valía la pena, que era una mujer valiosa y corajuda. Mi
pedido no tuvo resonancia. Pasó el tiempo, la situación de la familia
Olivera-Benavides fue deteriorándose, la situación económica no dejaba resolver
otros problemas de salud y emocionales de Santiago y de Hugo que iban
agravándose. Cristina como un pulpo haciendo de todo. Siempre dignísima e
impecable.
Alguna de las veces que nos vimos le propuse que viniera a vivir a mi casa en el
Cerro, que probara a salir de Rivera. Mi intuición me decía que cada miembro de
la familia tendría que encontrar un camino nuevo. Pero Cristina era incapaz de
abandonarlos. Dejó de llamarme y escribirme. Para qué, yo siempre le decía las
mismas cosas y ella seguía con su noria. La última vez que hice algo por
Cristina fue llevar sus papeles para inscribirla en el llamado que hubo para
obtener la jubilación de los ex presos y presas políticos.
La tragedia llegó antes. El 4 de enero nos enteramos por la prensa que Santiago,
su único hijo, la mató y se suicidó. Hugo Olivera fue internado.
Termina la información periodística. No sé en qué situación está Hugo, lo que sí
sé es que necesita ayuda. Los tres fueron ex presos políticos, también Santiago
por haber nacido en prisión. Mientras se sigue discutiendo la ley jubilatoria
las compañeras y compañeros siguen muriendo. Ella tenía poco más de cincuenta
años y su hijo apenas treinta y dos.