Hace más de quince años fui a la ciudad belga de Ypres con una amiga irlandesa.
Ella es de una familia seguidora del partido Fine Gael y tiene un sano
escepticismo sobre la gloria romántica que cuelga del cuello de Padraig Pearse
por la militarmente inútil pero políticamente explosiva rebelión de Pascua de
1916 en Dublín. Mi amiga tiene el mismo escepticismo sobre las intenciones
inglesas hacia Irlanda, norte o sur. Su madre una vez me contó su recuerdo
infantil sobre un allanamiento de militares ingleses en su casa de Carlow. "Yo
era una nena y uno de los soldados me acarició la cabeza. Yo le dije: ‘A mí no
me toque’."
Una noche en Ypres, ante la inmensa Puerta de Menin, en la que están grabados
los nombres de 54.896 soldados británicos de la Primera Guerra Mundial cuyos
cuerpos jamás fueron encontrados, mi amiga se enfrentó con un verdadero desafío
político. Entre esos miles, vio cientos de nombres irlandeses que murieron
vistiendo el uniforme inglés mientras sus compatriotas combatían en Dublín
contra el mismo uniforme inglés. Leyendo un nombre en particular, dijo: "¿Por
qué, en nombre de Dios, este chico de Tralee murió en las trincheras de
Flandes?". Fue entonces que un anciano se nos acercó y nos invitó a firmar el
libro de visitas.
Mi amiga miró el libro y vio, con disgusto, la insignia militar británica. Ahí
estaba, brillando dorada, la corona británica. Mi amiga pensó en ese chico de
Tralee muerto en Bélgica. Pensó en su pequeño país católico y sus siglos de
opresión, y se dio cuenta de que ese chico de Tralee había ido a pelear –o creía
haber ido a pelear– por la pequeña y católica Bélgica. Entonces, mi amiga
decidió escribir algo en el libro, pero en irlandés. "Do thiortha beaga", "por
los países pequeños".
Todo esto pasó años antes de que una República Irlandesa próspera y confiada
tuviera que pensar cómo tratar el sacrificio que sus soldados hicieron, antes de
la independencia, bajo bandera británica. Los 35.000 irlandeses que murieron en
la guerra de 1914-1918 abruman a los pocos cientos de muertos en la rebelión de
Pascua. Mi propio padre terminó luchando junto a los irlandeses en el Somme en
1918 aunque, y esto es algo que me callaba muy bien cuando era el corresponsal
de The Times en Belfast en los años duros de la década del 70, había llegado a
Irlanda como parte de las tropas que ocuparon el país después de la rebelión.
Sólo lo confesé cuando me invitaron a hablar en Derry, Irlanda del Norte, en la
conmemoración del Domingo Sangriento –fui el primer inglés en ser invitado a
hablar en memoria de los católicos baleados en 1972 por los Paracaidistas–. Si
Padraig Pearse no hubiera izado la tricolor en el Correo Central de Dublín en
abril de 1916, le dije a mi audiencia, mi padre hubiera muerto en la primera
batalla del Somme tres meses después, y yo no existiría. ¿Le debo mi existencia
al Sinn Fein?
Todavía no sé cómo hay que ver a los hombres de 1916. Los mejores libros sobre
el alzamiento prueban que "los rebeldes", como siempre los llamaba mi padre,
eran muy valientes y no les importaba sus vidas ni las de sus hombres. Nunca
sabrían la manera tortuosa en que su "sacrificio de sangre" –que no era ni
remotamente el primero en la historia irlandesa– sería reivindicado luego por
otros grupos armados que encontraban un mandato en la sangre derramada por los
escuadrones de fusilamiento ingleses de 1916.
Si no hubieran sido fusilados cruelmente por su desafío armado al poder
británico, ¿hubieran sido honrados tanto en la Irlanda pobre, oscura y estancada
de los años veinte y treinta? ¿O mucho después en el interminable conflicto del
Norte? ¿Hay que ser un mártir para ser honrado?
Hace cinco años pensaba mucho en esto mientras buscaba en los Archivos
Nacionales británicos en Kew los detalles de la ejecución de un joven soldado
australiano. A mi padre le habían ordenado fusilarlo hacia el fin de la Primera
Guerra, pero Bill Fisk se negó y otro oficial se hizo cargo de esa tarea sucia.
Entre los documentos de ejecuciones militares correspondientes a 1916, encontré
los nombres de Pearse, Connolly y McBride. El castigo extremo que recibieron
junto a sus colegas rebeldes de Dublín transformó el rechazo de los irlandeses a
la rebelión en simpatía y admiración. Pero para los ingleses había sido
simplemente otra aplicación rutinaria de la ley marcial, un grupo de traidores a
la Corona fusilado del mismo modo que los desertores, asesinos y cobardes que
eran baleados al amanecer en la retaguardia de las trincheras de Francia.
El ministro irlandés de Defensa dice ahora que las ceremonias militares de este
fin de semana son un símbolo del fin del conflicto en el Ulster. Puede ser.
Pero, ¿quién va a homenajear a ese pibe de Tralee?