Europa |
Sobre nosotros una Francia postcolonial, de ghettos
Naima Bouteldja
Znet
En 1991, después de que violentos disturbios entre jóvenes y la policía marcaran
los suburbios de Lyon, el sociólogo francés Alain Tourraine predijo que "en sólo
unos pocos años nos enfrentaremos a una explosión urbana masiva del estilo de lo
que pasó en EE.UU.". Las 11 noches de violencia consecutivas que siguieron a la
muerte de dos jóvenes musulmanes de ascendencia africana en un suburbio de París
indican que la oscura predicción de Tourraine de una Francia postcolonial, de
ghettos, se halla ahora sobre nosotros.
Clichy-sous-Bois, el suburbio empobrecido y segregado del noroeste de París,
hogar de los dos chicos muertos y de la violenta reacción inicial a sus muertes,
siempre fue una bomba de relojería para el tipo de dramática agitación social
que ahora presenciamos. Uno de cada dos habitantes son menores de 20 años, el
desempleo está al 40 por ciento, y los controles de identidad y los acosos
policiales son parte del día a día. En palabras de Thomas Hobbes, la vida en
Clichy, como en cualquier otro lugar de "les banlieues" de Francia, es "pobre,
desagradable, embrutecida y corta".
En este sentido, los disturbios son simplemente una bocanada de aire fresco para
la violencia, que se ha convertido en algo frecuente en la Francia suburbana
desde hace dos décadas. Dirigidos fundamentalmente por jóvenes ciudadanos
franceses nacidos de la primera y segunda generación de comunidades de
inmigrantes de las antiguas colonias francesas en el Norte de África (aquéllas a
las que la comunidad blanca francesa continúa llamando despectivamente "immigrants"
o "les arabes"), estos ciclos están salpicados casi siempre por las muertes de
jóvenes negros a manos de la policía (con una implicación directa o indirecta),
e hinchados luego con la respuesta desdeñosa del gobierno.
Este conocido esquema se repite ahora. Contrariamente a las primeras
declaraciones públicas del Ministro de Interior francés, Nicolas Sarkozy, los
dos adolescentes franceses de origen malí y tunecino que murieron el 27 de
octubre no habían huido de la escena de un crimen. Eran parte de un grupo más
amplio de jóvenes que acababan de jugar al fútbol e intentaban evitar el ahora
constante control de identidad que se ensaña con los adolescentes negros cuando
se apresuran en volver a casa para romper el ayuno del Ramadán. "No queríamos
pasar una hora en la comisaría", explicó un chico de 16 años que estaba con los
adolescentes muertos. "Si no llevas tus documentos de identidad se te llevarán y
no escucharán ninguna excusa". Trágicamente, la subestación eléctrica en la que
los jóvenes se refugiaron de la policía acabó con sus vidas, electrocutándolos.
Cuatro días después de las muertes, y justo cuando los líderes de la comunidad
comenzaban a calmar la situación, las fuerzas de seguridad volvieron a prender
la mecha al vaciar botes de gas lacrimógeno dentro de una mezquita local donde
cientos de devotos estaban reunidos en la "noche del destino" (una noche
particularmente sagrada del Ramadán).
La causa oficial de la acción policial: un coche mal aparcado en frente de la
mezquita. El gobierno, que primero había negado que el incidente tuviera lugar,
admitió luego implícitamente que ocurrió, pero se negó a admitir ninguna
responsabilidad y aún se niega a ofrecer cualquier tipo de disculpa a la
comunidad musulmana. Da pie a la escalada de disturbios que ahora tenemos
delante de nuestras narices.
Pero la creciente proliferación de tensión social en otros suburbios pobres en
toda Francia (Lyon, Marsella, Toulouse, Rennes, Nantes y otras ciudades) no
tiene precedentes. Para Laurent Levy, un miembro fundador del Movimiento de los
Indígenas de la República, una red que hace campaña en contra de "la opresión y
la discriminación producidas por la República (Francesa) postcolonial", la
explosión ya se había retrasado mucho. "Cuando a muchos segmentos de la
población se les niega cualquier tipo de respeto, el derecho a trabajar, el
derecho a un alojamiento decente, e incluso a veces el derecho a acceder a clubs
y cafés, entonces lo sorprendente no es que los coches ardan, sino que haya tan
pocos levantamientos de este tipo", argumenta.
El racismo y la impunidad de la policía son factores importantes. Un informe de
2004 de la Comisión Nacional de Deontología de la Seguridad reveló un cuantioso
incremento del 38 por ciento en la violencia policial en Francia, una tercera
parte del cual tiene motivos racistas. En abril de 2005, un informe de Amnistía
Internacional criticaba la "impunidad generalizada" con la que la policía
francesa operaba, específicamente en respuesta al trato violento de jóvenes de
origen africano durante los controles de identidad.
Pero el nivel y la intensidad de los disturbios proviene en última instancia del
comportamiento público abiertamente provocador del Ministro de Interior francés,
Nicholas Sarkozy.
Famoso por su ácido discurso contra los habitantes de los suburbios, en el que
rutinariamente los tacha de "gamberros", "fundamentalistas" y "gentuza", en vez
de adoptar un tono más conciliatorio tras los altercados que se saldaron con la
muerte de dos jóvenes, simplemente intensifica ese tono, llama a los
alborotadores "chusma" (racailles) y culpa a los "agents provocateurs" por
manipular a la "escoria" de los suburbios. Sus declaraciones de que los
suburbios necesitan "limpiarse con Karsher" (una marca de limpiador industrial
que se utiliza para limpiar el fango de los tractores) fue la gota que colmó el
vaso.
La política personal de Sarkozy sobre la ley y el orden es una estrategia
deliberada elaborada para halagar al electorado de extrema derecha en el
contexto de su creciente rivalidad destructiva con el Primer Ministro francés,
Dominique De Villepin, de cara a las elecciones presidenciales de 2007, que ha
sumido al gobierno en una crisis.
En realidad poco separa a los dos hombres políticamente, pero la lucha por los
Campos Elíseos parece estar de nuevo fuera de control: miles de coches y
edificios públicos destruidos, el transporte público interrumpido en muchas
ciudades y cientos de arrestos.
Parece difícil adivinar cómo puede Francia escapar de esta carrera política
hasta el final. Las acciones inmediatas deberían encaminarse a que el gobierno
cese de hablar de los suburbios como guaridas de "escoria" que necesitan
"limpiarse"; y el pellejo político de Sarkozy, cuyas mentiras sobre las
circunstancias que rodearon a la muerte de los dos chicos y el provocador
despliegue de una desproporcionada presencia policial en los primeros días de
las revueltas, han mostrado de nuevo su inaptitud para ejercer un cargo
político. Pero los disturbios no ocurren en última instancia a causa de dos
muertes o la arrogancia del gobierno; se trata de décadas de segregación
racista, empobrecimiento, brutalidad policial y falta de respeto, mezclados
todos en un veneno mortal.
Por increíble que parezca, un simple gesto de arrepentimiento podría servir para
recorrer un largo camino hacia la distensión de las tensiones. En una
conferencia de prensa organizada la mañana posterior al gaseo de la mezquita,
una joven musulmana resumió un sentimiento ampliamente compartido:
"Sólo queremos que dejen de mentir, que admitan que lo han hecho y se disculpen.
Es lo único que les estamos pidiendo". Puede que parezca poca cosa, pero en la
Francia de hoy esto requeriría una profunda transformación política e ideológica
no menor al reconocimiento total de estos eternos "inmigrantes" como ciudadanos
plenos e iguales de la República.
Esto no va a ocurrir pronto.