Europa |
Cómo Gran Bretaña niega sus Holocaustos
George Monbiot
The Guardian
Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Al leer las informaciones sobre el juicio del novelista turco Orhan Pamuk,
llaman la atención dos aspectos:
El primero, desde luego, es la brutalidad anacrónica de las leyes de ese país.
El señor Pamuk, como numerosos otros escritores y periodistas, es procesado por
"ultraje a la nación turca", con lo que se quiere decir que se atrevió a
mencionar el genocidio armenio en la primera guerra mundial y el asesinato de
kurdos en la última década.
El segundo, es su asombrosa, incoherente, estupidez. El camino más adecuado para
que esas masacres se conviertan en temas de actualidad, es precisamente procesar
al novelista más importante del país por haberlas mencionado.
Mientras se prepara para acceder a la Unión Europea, el gobierno turco
descubrirá que los otros miembros han encontrado un medio más efectivo para
suprimir informaciones. Sin coerción legal, sin utilizar turbas aullantes para
expulsar a escritores de sus hogares, hemos desarrollado una capacidad casi
infinita para olvidar nuestras propias atrocidades.
¿Atrocidades? ¿Qué atrocidades? Cuando un escritor turco utiliza esa palabra,
todos en Turquía saben de qué habla, aunque lo nieguen vehementemente. Pero la
mayoría de la gente en Gran Bretaña te mirará sin comprender. Quisiera mencionar
dos ejemplos, ambos tan bien documentados como el genocidio armenio.
En su libro "Late Victorian Holocausts" [Holocaustos de fines de fines del
período victoriano], publicado en 2001, Mike Davis cuenta la historia de las
hambrunas que mataron entre 12 y 29 millones de indios (1). Fueron, demuestra,
asesinados por la política estatal británica.
Cuando una sequía de El Niño llevó a la indigencia a los campesinos de la meseta
de Decca en 1876 había un excedente neto de arroz y trigo en India. Pero el
virrey, Lord Lytton, insistió en que nada debía impedir su exportación a
Inglaterra. En 1877 y 1878, en el punto álgido de la hambruna, los mercaderes de
granos exportaron un récord de 6,4 millones de quintales de trigo. Mientras los
campesinos comenzaban a morir de inanición, se ordenó a los funcionarios del
gobierno que "desalentaran las labores de ayuda de todas las maneras posibles"
(2). La Ley contra contribuciones caritativas de 1877 prohibió "bajo pena de
encarcelamiento donaciones privadas de ayuda que interfirieran potencialmente
con la fijación de precios del grano por el mercado." La única ayuda permitida
en la mayoría de los distritos eran los trabajos forzados, de los que se excluía
a todo el que estuviera en un estado avanzado de inanición. Dentro de los campos
de trabajo, los trabajadores recibían menos comida que los reclusos en
Buchenwald. En 1877, la mortandad mensual en los campos equivalía a una tasa
anual de mortalidad de un 94%.
Mientras morían millones, el gobierno imperial lanzó "una campaña militarizada
para cobrar deudas por impuestos acumuladas durante la sequía." El dinero, que
arruinó a los que de otra manera podrían haber sobrevivido a la hambruna, fue
utilizado por Lytton para financiar su guerra en Afganistán. Incluso en sitios
que habían producido un excedente de alimentos, la política de exportación del
gobierno, como la de Stalin en Ucrania, produjo hambre. En las provincias del
noroeste, Oud y el Punjab, que habían producido cosechas récord en los tres años
precedentes, murieron por lo menos 1,25 millones.
Tres libros recientes – "Britain’s Gulag" [El Gulag británico] de Caroline
Elkins,
"Histories of the Hanged" [Historias de los ahorcados] de David Anderson y "Web
of Deceit" [Red de engaños] de Mark Curtis – muestran cómo colonos blancos y
soldados británicos reprimieron la revuelta maumau en Kenia en los años
cincuenta. Expulsados de sus mejores tierras y privados de derechos políticos,
los kikuius comenzaron a movilizarse – algunos de ellos violentamente – contra
el régimen colonial. Los británicos reaccionaron encerrando a hasta 320.000 de
ellos en campos de concentración (3). La mayoría de los restantes – más de un
millón – fueron mantenidos en "aldeas cercadas". Los prisioneros fueron
interrogados con ayuda de "cortado de orejas, perforación de tímpanos, azotes
hasta la muerte, vaciado de parafina sobre sospechosos que después eran
incendiados, y la quema de tímpanos con cigarrillos encendidos." (4) Soldados
británicos utilizaban un "instrumento castrador metálico" para cortar testículos
y dedos. "Cuando terminé de cortarle las bolas", alardeó un colono, "no le
quedaban orejas, y su globo ocular, el derecho, creo, colgaba fuera de su
órbita" (5). A los soldados se les dijo que podían dispararle a cualquiera que
quisieran "siempre que fuera negro" (6). La evidencia de Elkins sugiere que más
de 100.000 kikuius fueron asesinados por los británicos o murieron de
enfermedades y hambre en los campos. David Anderson documenta el ahorcamiento de
1090 presuntos rebeldes: muchos más que los ejecutados por los franceses en
Argelia (7). Miles más fueron sumariamente ejecutados por soldados que afirmaron
que "no se detuvieron" cuando se les ordenó hacerlo.
Son sólo dos ejemplos de por lo menos veinte atrocidades semejantes supervisadas
y organizadas por el gobierno británico o colonos británicos: incluyen, por
ejemplo, el genocidio tasmaniano, el uso de castigos colectivos en Malaya, el
bombardeo de aldeas en Omán, la guerra sucia en el Norte de Yemen, la evacuación
de Diego García. Algunas de ellas podrían provocar una marea, en la memoria de
algunos miles de lectores, pero la mayoría de la gente no tendrá la menor idea
de qué estoy hablando. Max Hastings, en el Guardian de hoy, lamenta
nuestra "relativa falta de interés por los crímenes de Stalin y Mao." (8). Pero
por lo menos sabemos que ocurrieron.
En el Express podemos leer al historiador Andrew Roberts que argumenta
que para "en la mayor parte de su historia de medio milenio, el Imperio
Británico fue una fuerza ejemplar por el bien… los británicos renunciaron a su
Imperio en gran parte sin derramamiento de sangre, después de haber tratado de
educar a sus gobiernos sucesores en la forma de la democracia y de las
instituciones representativas" (9) (presumiblemente encarcelando a sus futuros
dirigentes). En el Sunday Telegraph, insiste en que "el imperio británico
aseguró sorprendentes tasas de crecimiento, por lo menos en los sitios
suficientemente afortunados, para ser coloreados en rosa en el globo." (10).
(Compárese con el dato central de Mike Davis, de que "no hubo aumento en el
ingreso per capita de India desde 1757 a 1947", o la demostración de Prasannan
Parthasarathi de que "los labradores del sur de la India tuvieron mayores
ingresos que sus homólogos británicos en el siglo XVIII y vivieron vidas de
mayor seguridad financiera." (11). (En el Daily Telegraph, John Keegan
afirma que "el imperio, en sus últimos años, se hizo altamente benévolo y
moralista." Los victorianos "querían llevar la civilización y el buen gobierno a
sus colonias y abandonarlas cuando ya no fueran bienvenidos. En casi cada país,
otrora coloreado de rojo en el mapa, cumplieron con esta resolución." (12)
Existe un Holocausto, sagrado justamente, en la historia europea. Todos los
demás pueden ser ignorados, negados o menospreciados. Como señala Mark Curtis,
el sistema dominante de pensamiento en Gran Bretaña "promueve un concepto
crucial que subyace a todo lo demás – la idea de la benevolencia básica de Gran
Bretaña… La crítica de políticas exteriores es ciertamente posible, y normal,
pero dentro de límites estrechos que muestran "excepciones" en, o "errores" en,
la promoción de la regla de la benevolencia básica." (13). Temo que esta idea,
es el genuino "sentido de la identidad cultural británica" por cuya presunta
pérdida se queja Max en la actualidad. No se requiere a ningún juez o censor
para imponerla. Los dueños de los periódicos simplemente contratan las historias
que desean leer.
El acceso de Turquía a la Unión Europea, puesto ahora en peligro por el juicio
de Orhan Pamuk, requiere no que acepte sus atrocidades; sólo que permita que sus
escritores expresen impotentemente su furia en su contra. Si el gobierno quiere
que se olvide el genocidio de los armenios, debería abandonar sus leyes de
censura y dejar que la gente diga lo que quiera. Sólo tiene que permitir que
Richard Desmond y los hermanos Barclay compren sus periódicos, y el pasado no
volverá a molestarlo.
www.monbiot.com
Referencias:
1. Mike Davis, 2001. Late Victorian Holocausts: El Nino Famines and the Making
of the Third World. Verso, Londres.
2. Una orden del lugar teniente-gobernador Sir George Couper a sus oficiales de
distrito. Citado en Mike Davis, Ibíd.
3. Caroline Elkins, 2005. Britain’s Gulag: The Brutal End of Empire in Kenya.
Jonathan Cape, Londres.
4. Mark Curtis, 2003. Web of Deceit: Britain’s Real Role in the World. Vintage,
Londres.
5. Caroline Elkins, Ibíd.
6. Mark Curtis, Ibíd.
7. David Anderson, 2005. Histories of the Hanged: Britain’s Dirty War in Kenya
and the End of Empire. Weidenfeld, Londres.
8. Max Hastings, 27th December 2005. This is the country of Drake and Pepys, not
Shaka Zulu. The Guardian
9. Andrew Roberts, 13th July 2004. We Should Take Pride in Britain’s Empire Past.
The Express.
10. Andrew Roberts, 16th January 2005. Why we need empires. The Sunday
Telegraph.
11. Prasannan Parthasarathi, 1998. Rethinking wages and competitiveness in
Eighteenth-Century Britain and South India. Past and Present 158. Citado por
Mike Davis, Ibíd.
12. John Keegan, 14th July 2004. The Empire is Worthy of Honour. The Daily
Telegraph.
13. Mark Curtis, Ibíd.
http://www.monbiot.com/archives/2005/12/27/how-britain-denies-its-holocausts/#more-969