Argentina: La lucha continúa
|
Diez años del comienzo del movimiento piquetero
Sebastian Hacher
Apaga la radio, pero tarda unos segundos en acostumbrar el oído y descifrar
el significado del sonido rítmico que sube por la escalera. Cuando lo entiende,
ya no hay dudas: son decenas de borceguíes que golpean los escalones al mismo
tiempo. "Vienen a buscarme", se dice a sí mismo César, "pero no voy a moverme
del sillón. Me voy a sentar frente a la puerta, y cuando entren se van a
encontrar con un valiente". Hacer una escena de histeria, ilusionarse con una
salvación que no existe, sería un acto de cobardía. Él no va a caer tan bajo:
los va mirar a los ojos y va a decir algo memorable, aunque todavía no sabe bien
qué.
Los pasos se terminan. César tiene mucho miedo: le gustaría abrazarse con
alguien, pero está solo en una casa vacía. Aprieta la mandíbula y se aferra con
las manos al apoyabrazos. Alguien patea una puerta que no es la suya. Una voz
marcial grita "todos quietos" y los pasos avanzan sobre el terreno llano del
pasillo. El sonido de los borceguíes ahora le parece sobreactuado, como si fuera
una tropa de caricatura. César calcula que son veinte personas: cuarenta suelas
de goma que golpean el piso, pero que ahora bajan por la misma escalera por la
que subieron, y que suenan más relajados que al principio.
Cuando se asegura de que en verdad se alejan, de que ya no vendrán por él, se
recuesta y larga una carcajada de alivio: la policía tenía mal la dirección.
Esto sucede durante el mediodía del 26 de junio de 1997. Luego llegará a Cutral
Có un micro fletado por distintas organizaciones sociales y políticas para
rescatar a César y a otros que, como él, están escondidos por todo el pueblo. En
teoría, hay varias órdenes de captura contra los jóvenes que participaron de los
enfrentamientos con la gendarmería. En la práctica, el poder busca evitar el
nuevo corte de ruta que todos temen: hoy es el aniversario del primer
levantamiento popular de la zona, y apenas pasaron dos meses desde el último.
2
Miedo, lo que se dice miedo, nunca tuvo. Es hijo de petrolero y pronto él
también va a trabajar en una planta. Y para eso, le enseñó su padre, hay que ser
valiente.
Todavía recuerda la primera vez que se lo dijo. Fue durante una huelga, cuando
YPF aún era estatal. En la radio amenazaban con movilizar militarmente a los
trabajadores. César le preguntó a su maestra qué significaba eso. La respuesta
le causó terror: se imaginaba a su padre capturado por soldados gigantes,
parecidos a los monstruos de sus sueños infantiles.
Aquella tarde, César volvió del jardín y se quedó en el umbral del living
observando a su padre. Trató de disimular las lágrimas, pero la cara colorada y
los mocos que colgaban de su nariz lo delataron. El padre estaba en el sillón,
con los pies sobre la mesa ratona y tomando vino tinto con hielo. Miraba una
película que daban en el televisor blanco y negro que por aquel entonces era el
centro de la vida familiar. Primero ignoró la presencia de Cesar, pero como no
cambiaba de actitud, apoyó con fuerza el vaso contra la mesa y apagó el
televisor. Lacónico como siempre, le dijo tres palabras que se grabaron en su
memoria:
-No llores, maricón.
Y luego balbuceó algo sobre los petroleros que, según él, no conocían ni el
miedo ni el dolor.
En esa época, recuerda César, el viejo todavía estaba sano. La locura empezó
mucho más tarde, y no por culpa del desierto o la soledad, sino de la
privatización. Cuando Menem decidió vender la empresa estatal, tenía 50 años y
sabía que las verdulerías y los quioscos que ponían sus vecinos al cobrar las
indemnizaciones no iban a durar mucho: en ningún pueblo sirve tener diez
negocios por manzana. Creyó encontrar esperanza en la cooperativa que encabezaba
uno de los gerentes. La idea era seguir en el rubro petrolero mediante la venta
de servicios a los nuevos dueños de la empresa. Cobró la indemnización e
invirtió todo para volver a trabajar. Apenas le sobró para comprar un auto viejo
y terminar el quincho del fondo.
Pronto comprendió que era una estafa: mientras a él le decían que iban a
pérdida, sus antiguos jefes se llenaban de plata. Después de treinta años en la
empresa, se había quedado si nada. Como venganza se robó un tractor enorme, y
tras un insólito viaje de 200 kilómetros, lo estacionó en la puerta de la casa.
Quedó allí abandonado, y se convirtió en el juguete más grande que los chicos
del barrio tuvieron en sus vidas.
3
La primer pueblada comenzó el 20 de junio de 1996, cuando mil personas cortaron
la ruta para protestar contra la desocupación. Toda la familia de César, sin
contar al padre, se unió a la protesta. La madre se presentó como voluntaria
para preparar guisos camperos en una olla que prestaron los del hospital. Las
tres hermanas menores salían todas las mañanas a recolectar verduras y leña que
ofrecían los vecinos. Por las tardes, entre todas amasaban y cortaban tortas
fritas cuadradas que freían en tachos enormes y repartían entre los
manifestantes.
En esos días, los jóvenes de Cutral Có aprendieron a levantar barricadas y a
taparse las caras para no ser identificados por la policía. En las afueras del
pueblo, un centenar de ellos montó lo que pasaría a la historia como "el piquete
uno", los voluntarios para pelear cuerpo a cuerpo si llegaba la represión. César
se sumó a ese grupo. Todas las tardes viajaba en alguno de los taxis que
ofrecían servicios gratuitos, y una vez en el piquete se arrimaba en el fogón de
los grandes, donde siempre se conseguía algún trago de ginebra para entrar en
calor. Ahí le enseñaron a usar la honda de revoleo y a aprovechar el viento para
que sus piedras vuelen mejor. En las noches de guardia, compartió tragos y
anécdotas con malandras, prófugos y soñadores que mataban el tiempo especulando
sobre la llegada de la gendarmería. Y si la mayoría de las veces eran rumores
lanzados para gastar los nervios, en cambio servían para mantener la tensión y
la unidad entre la gente.
César se las arreglaba para estar al tanto de todo, y los líderes del piquete
pronto lo aceptaron como uno más. Cuando se discutía por qué flanco atacarían,
él siempre estaba ahí con su imaginación volátil, tratando de memorizar cada uno
de los detalles que luego le servían para inventar historias con las que
asustaba a las mujeres.
El 26 de junio de 1996 todo se volvió real: llegaron 400 gendarmes con órdenes
de despejar la ruta. Mientras avanzaban por el desierto, parecían extras de una
película de marcianos de la década del 70, rodeados de niebla y con las máscaras
antigas que les cubrían el rostro. En el pueblo sonaron sirenas para dar la
alarma, y todo el mundo salió a la calle: en los alrededores del corte se
autoconvocó una movilización de 20 mil personas, casi la mitad de los habitantes
de Cutral Có y Plaza Huincul. Los cinco kilómetros que separaban al primer
piquete de la masa de manifestantes fueron tapizados con piedras, troncos,
chatarra y todo lo que parecía útil para entorpecer el paso. César pensó en
tratar de hacer arrancar el viejo auto de su padre para sacrificarlo en pos de
la defensa del pueblo, pero sus hermanas escondieron la llave.
En los enfrentamientos del piquete uno, el viento jugó del lado de los
piqueteros: el agua de los hidrantes y los gases lacrimógenos se volvió contra
los gendarmes, que no encontraban cómo avanzar. Entonces arremetieron con
tanquetas, y el piquete retrocedió sin dejar de disputar cada metro. Hubo
pequeños incendios, actos de heroísmo y de locura colectiva, pero los gendarmes
avanzaron. Empujaron a los piqueteros hasta la orilla del pueblo y allí los
dejaron mientras la jueza decidía qué hacer.
Cada madre reconoció enseguida a su hijo entre los encapuchados. César estaba
tiznado de pies a cabeza, agitado y con las manos moradas por el frío. Tenía
olor a hollín, a sudor y a restos de gas lacrimógeno congelado, pero la madre lo
abrazó como si ese hombre con mirada de liebre asustada estuviese preparado para
tomar la primera comunión.
La jueza federal Margarita de Argüelles venía detrás de la tropa. Se subió al
techo de una tanqueta y desde allí comprobó lo que la mitad del pueblo estaba en
la calle. Trató de encontrarle una explicación en términos judiciales, pero no
había. Sólo pudo declararse incompetente y ordenar el retiro de las tropas. Era
una victoria popular, que luego el poder intentaría borrar con subsidios para
desempleados y promesas vanas que no se tardarían en olvidar.
4
El segundo cutralcazo comenzó a gestarse el 10 marzo de 1997, con el paro por
tiempo indeterminado de los docentes. El 24 de marzo, los maestros se
enfrentaron a la policía en el puente de que une las ciudades de Cipolletti y
Neuquén. El movimiento recobró impulso, y el 10 de abril se realizaron cortes de
rutas en todas las ciudades. En Cutral Có se sumaron los desocupados para exigir
que se cumpliesen las promesas del año anterior. Los "planes Trabajar" –que se
crearon como respuesta al reclamo de los cutralquenses- estaban por terminarse,
y de las obras para generar trabajo genuino no había noticias.
Los dirigentes surgidos durante el primer cutralcazo no estaban: había sido
comprados por el gobierno provincial. El protagonismo lo tenían jóvenes menores
de 20 años –muchos de ellos compañeros de escuela de César- que se negaban a ser
llamados piqueteros. Ellos nos vendieron, decían; nosotros somos nuevos. Somos
los fogoneros. Eran jóvenes que impulsaron un método de decisión que en el 2002
se generalizaría en otras partes del país: la asamblea popular.
La gendarmería no se hizo esperar. Desde Neuquén enviaron unos 400, esta vez
bajo los órdenes del juez federal Oscar Temis, reemplazante de la jueza del año
anterior, y de Eduardo "El Turco" Jorge, jefe de un campo de concentración de la
dictadura.
No hubo negociaciones previas. La represión comenzó a las 5:50 AM del 12 de
abril con una topadora, 33 vehículos y un camión hidrante. A las 8 ya no quedaba
nadie en la ruta, pero la gendarmería decidió seguir tirando gases en del
pueblo.
Varios de los fogoneros que aguantaron las barricadas hasta el final, fueron
detenidos y trasladados a destinos desconocidos. Muchos manifestantes se
dispersaron. El grupo de César, uno de los más grandes, corrió hasta las 500
Viviendas, el complejo de monoblocks más populoso de Cutral Có. Pensaron que era
un lugar seguro: el barrio es un laberinto en el que apenas sus propios
habitantes se saben mover. Pero la gendarmería no sabía eso: cuando vieron que
los manifestantes se refugiaban allí atacaron con gases lacrimógenos. En los
monoblocks estalló la furia: desde las ventanas cayeron macetas, sillas y lo que
hubiese a mano. Cesar y su grupo aparecían en los pasillos y largaban piedras,
desaparecían y al rato volvían a aparecer en otro flanco. Pero el desequilibrio
llegó cuando un grupo de gendarmes quiso adentrarse en el barrio para detener a
los fogoneros: uno del escuadrón se perdió, y cuando volvió junto a sus
compañeros estaba desarmado y desnudo.
Otros grupos se replegaron a los barrios, donde la gente salía a la calle a
solidarizarse o a mirar qué pasaba. Entre ellos estaba Teresa Rodriguez, una
empleada doméstica de 24 años que no había participado de las movilizaciones.
Cuando sus vecinos decidieron cortar el puente de entrada a Plaza Huincul, a
pocas cuadras de su casa, Teresa decidió ir. Llegó al lugar y se encontró con 20
policías que intentaban despejar a un centenar de manifestantes. Los agentes
avanzaban con una línea de escudos y con una retaguardia que marchaba pistola en
mano. Gracias a un video casero, más tarde se comprobó que los policias hicieron
al menos once disparos. Una de esas balas le quitó la vida a Teresa.
En Cutral Có, a partir de la represión los cortes se multiplicaron. El lunes 15
hubo movilizaciones en todo el país. En Cutral Có, se incendiaron las comisarias,
y un cortejo de 15 mil personas acompañó los restos de Teresa Rodríguez. Cutral
Có ya era noticia en todo el país. En las negociaciones, los desocupados
obtuvieron el 70% de sus reivindicaciones. El pueblo entero festejó en las
calles y los fogoneros fueron ovacionados como héroes.
5
Había, sin embargo, un sector que quería seguir, que pensaba que se podía
conseguir más de lo prometido. César esperaba que todo volviese a estallar en
cualquier momento. A finales de abril, él y su grupo fueron invitados a Buenos
Aires por las Madres de Plaza de Mayo, y luego de obtener solidaridad de todas
partes, comenzaron a recibir visitas en su pueblo. Yo los conocí en esa época.
Estuve una semana en Cutral Có, y volví a finales de ese mes, porque me habían
adelantado que el 26 de junio de 1997, en el aniversario de la primer pueblada,
algo pasaría.
Pero lo que pasó después fue diferente a lo esperábamos. Para el 26 de junio, la
mayoría de nuestros amigos y el propio César estaban escondidos. No había
órdenes de captura formales, pero en el ambiente se notaba que el gobierno
provincial había desatado una caza de brujas para conjurar los rumores de un
nuevo corte. Entonces sucedió lo que se narra en la primera parte de este
artículo.
Tiempo después, César comenzó a trabajar de petrolero, yo volví a Buenos Aires y
perdimos contacto.
Este último 26 de junio, mientras iba a la movilización por el aniversario de la
Masacre del Puente Pueyrredón, alguien me recordó que también se cumplían 10
años del primer cutralcazo. Caí en la cuenta de que pasaron 9 años de aquel día
en el que Cesar salvó el pellejo por un error policial. Casi ningún medio de
comunicación reparó en esos aniverarios. Yo mismo nunca había pensado en ese
lazo invisible que une las historias de Darío Santillán y Maxi Kosteki con la de
cientos de jóvenes anónimos con historias parecidas a la César.