Argentina: La lucha continúa
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A 30 años del golpe: Las herencias malditas y el espacio público
Mempo Giardinelli
En estos días de cuestionable feriado, pero cuando la sociedad toda trajina
la ardua memoria del horror padecido, las reflexiones surgen en malón. Una de
ellas refiere a la ocupación del espacio público.
Otrora cercó y lo escamoteó a su dueño natural, o sea el pueblo, la sociedad, la
gente o como se ponga de moda llamar a la ciudadanía. La censura, la represión y
el terror impusieron silencio y ocuparon los espacios públicos: calles, plazas,
parques, monumentos, edificios. Salvo la Plaza de Mayo, donde giraron siempre
Madres y Abuelas, empecinadas e irreprimibles, el espacio público argentino
estuvo condicionado. Y cuando no lo estuvo fue bastardeado, como durante la
fantochada de Galtieri.
Luego, con la Democracia, se produjo lo que hace veinte años llamábamos, muy a
la española, ³destape². Los grafittis llenaron las paredes y los espacios
abiertos fueron reocupados. Primero las manifestaciones, marchas e incluso
puebladas (la Semana Santa de 1987 y Catamarca alzada por María Soledad Morales
fueron emblemáticas); y después los sucesivos piquetes basados en variopintas
razones, los cacerolazos de 2001 y el estado de asamblea con la consigna ³que se
vayan todos² inauguraron, paulatina pero profundamente, nuevas y complejas
concepciones de lo público.
En todos los casos se evidenció la fuerte desconfianza en las instituciones y en
las autoridades. La sospecha de que toda palabra oficial es mentirosa arraigó en
los movilizados y parió una tara lamentable: la creencia de que la ocupación del
espacio público autoriza su destrucción. De ahí que, por más justificables que
sean sus reclamos, los movilizados suelen avasallar la propiedad pública
creyendo O del Estado, pero un Estado visto como enemigo.
Esta es otra herencia perversa de la Dictadura. Tara cívica si las hay, no se
comprende que es exactamente al revés: que lo público es de todos. Lo nuestro,
el patrimonio colectivo. Lo que más deberíamos cuidar.
Y es que la Dictadura fue la causante de que el Estado desprotegiera a la
sociedad. Y más: fue la maestra de las peores conductas que padecemos en
Democracia: corrupción, privilegio, frivolidad, procedimientos mafiosos,
incumplimiento de promesas, impunidad y doble discurso, por lo menos.
Así se explicaría, acaso, la extraña conducta de los argentinos frente a los
piquetes. Esa metodología que en general disgusta porque fastidia más a los
pares de los manifestantes que al poder, pero que es tolerada con más
resignación que razón, y en cierto modo compartida mayoritariamente como si
todos supiéramos que en la calle protestando.
Por eso fue de una gran inteligencia política la decisión del kirchnerismo, en
2003, de no reprimir. Espantado por la brutalidad de un sistema policial a
contramano de la Democracia, y luego de los asesinatos de Kostecky y Santillán,
la orden fue astuta. Pero ha pasado el tiempo, el gobierno no imaginó otra
alternativa, los piquetes (muchas veces desinflados) irritan cada vez más y
nadie sabe qué hacer con ellos.
El problema remite a la sensación de estafa que gana cada tanto a nuestro pueblo
(tantas veces traicionado) y que empezó por lo menos a mediados de los 60,
cuando la dictadura de Onganía clausuró las puertas de la participación y la
protesta democrática.
Fue ese oscuro e ignorante general quien inició el acceso del neoliberalismo al
poder (entonces no se llamaba así, pero eso era) con Adalbert Krieger Vasena
como primer progenitor de la destrucción de la industria nacional, con el
beneplácito de Alvaro Alsogaray y la derecha vernácula, y ante la mirada atenta
y severa de unas fuerzas armadas que se autodefinían ³custodias de la Patria²
pero no sabían eran estúpidos guardianes del saqueo, la corrupción y la
profundización de todos los contrastes sociales.
El inicio de las guerrillas hizo pie, hoy queda claro, no tanto en las
injusticias sociales (en aquel entonces los argentinos por debajo de la línea de
pobreza eran apenas el 9% de la población) sino en la falta de espacios para las
demandas políticas. O mejor dicho, en la respuesta autoritaria de un poder
universidades, censuraba y anulaba el disenso y corrompía a la Justicia.
Los que éramos jóvenes, los muchachos de entonces, no teníamos ninguna
posibilidad de participación. No había canales de petición, de reclamo, de
acción comunitaria. La solidaridad estaba prohibida, era peligrosa. La acción
conjunta para reclamar derechos empezó a ser vista como subversiva.
Fue esa falta de canales lo que abrió el boquete para el desborde de la
violencia.
Una parte de aquella juventud vio a las guerrillas latinoamericanas, y a las
locales, como perspectivas posibles e hizo política desde la boca del caño de
los fusiles. Era un modo de resistencia a la violencia represiva de un sistema
que degeneraba en el brutal, cínico atropello a los Derechos Humanos.
Pero no fueron el único modo. Aquellas puertas cerradas, y el obtuso
autoritarismo militar, desoyeron otros justos y pacíficos reclamos populares, y
reprimieron, torturaron, censuraron y ensangrentaron a toda la nación.
Por eso hoy conviene recordar que, con todas sus contradicciones, insuficiencias
e insatisfacciones, la Democracia que supimos construir hasta acá es
infinitamente superior a aquel país que entre 1966 y 1983 fue breves períodos
excepcionalesuna carnicería.
Y también es necesario recordar que la protesta popular salida de cauce es,
siempre, hija de la clausura de la política. De ahí que ahora, en Democracia, la
falta de respuestas racionales, concretas y superadoras puede estar dando pie a
generaciones que hacen política desde los piquetes, pero también pariendo
jóvenes encapuchados que con petardos y destrozos creen ser adalides del
resentimiento y la bronca generalizadas.
Sobre esas desobediencias peligrosas se monta el fascismo criollo, siempre
atento y vigilante y capaz de los discursos más atractivos para las erráticas y
manipulables clases medias urbanas. Por eso conviene subrayar que el espacio
público es propiedad de todos, y una construcción colectiva siempre inconclusa.
De ahí que la peor política del gobierno de Néstor Kirchner sería no dar las
adecuadas respuestas a los reclamos sociales, empezando por la demorada
redistribución de la riqueza. Porque podrá tener un discurso por los Derechos
Humanos y la Memoria como nadie tuvo antes; podrá alinearse en algunas buenas
causas latinoamericanas; podrá acertar en la gestión de la Educación y la
Cultura, y podrá propagandizar una bonanza económica fenomenal e inesperada.
Pero si no produce cambios y no atiende debidamente las urgencias sociales, los
piquetes continuarán con rumbo incierto y peligroso.
¿Por qué protesta la gente? Porque no le dan lo que quiere. Y si una
característica tiene este mundo imposible gobernar en contra de las voluntades
populares. No es posible seguir contrariando a las multitudes, que no soportan
en silencio, como antes, que los ricos sean tan ricos y sigan acumulando a la
vista de todos.
Eso: no lo soportan porque es insoportable. Así de sencillo, y decirlo no es
revolucionario ni ideológico ni subversivo. Es una cuestión moral, y pura
expresión de sentido común. ?