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Argentina: La lucha continúa

"Capucha y Capuchita" 

Mariano Abrevaya Dios

Son las 10.45 de la mañana del sábado. Está fresco y por suerte me traje abrigo. El sol se deja ver solo por momentos; unas cuantas pálidas nubes rompen la armonía del cielo azul. Traspaso una de las puertas de la ESMA, sobre la avenida Libertador, a metros de la General Paz, y me reciben. Estoy muy nervioso. No se con que me voy a encontrar en un rato. Explico las razones de mi visita y me hacen pasar a una pequeña sala en la que hay un par de personas más; intuyo que están ahí por la misma razón que yo. Paso, me siento y me prendo un cigarrillo. Deseo que llegue algún conocido.

Con el correr de los minutos llegan unas 30 personas más. La edad promedio es de 25 años. Creo darme cuenta de que todos combaten con las mismas sensaciones que yo. Con algunos comparto palabras; con otros, sensaciones. Militantes, amigos, conocidos, hermanos, hijos, padres. Solo algunos tienen familiares que pasaron por la ESMA. No todos venimos del mismo lugar y posiblemente no todos tengamos el mismo norte. Sin embargo, cada uno de los presentes viene a buscar lo mismo: acercarse a lo incompresible.

La visita a la ESMA la organiza la agrupación H.I.J.O.S., con quienes milité durante tres años. Cuando abrieron la cancha e invitaron a sumarse, no lo dudé. Si alguna vez visitaba la ESMA quería que sea con ellos.

Unas chicas que trabajan para el Gobierno de la Ciudad, y que nos hacen de guías, nos cuentan que ellas nos acompañarán a lo largo del recorrido. También nos cuentan que entre los presentes hay algunos ex detenidos-desaparecidos del centro. Nos dicen que ellos van a aportar datos; que nos van a relatar su experiencia.

Salimos de la sala y encaramos por una de las calles del predio. Nos topamos con un cartel que nos ofrece información, fechas, lugares, nombres. Las guías complementan con palabras. Caminamos lentamente en grupo. El viento refresca y hace que más de uno se frote los brazos. Las hojas secas que caen de los árboles revolotean por todos lados. Los autos pasan por Libertador como siempre. El mundo exterior está del otro lado de la reja, ajeno.

Encaramos para el casino de Oficiales. Damos la vuelta por atrás y nos paramos en una puerta trasera. Nos cuentan que por la escalera que está frente a nosotros, se baja a un sótano; que desde esa gran habitación que está bajo tierra sacaban a los detenidos para trasladarlos hacia los vuelos de la muerte. Que les inyectaban pentonaval hasta dejarlos tontos. "Acá estacionaba el camión del ejercito, de cola, para subir a los secuestrados. Lo llenaban de gente y se dirigían al aeroparque de la ciudad", contó uno de los ex detenidos. Bajamos las escaleras, de a uno, despacio, respirando hondo. Nos enfrentamos cara a cara con el sótano: un gran ambiente de unos 30 metros por 10, frío, hueco. Me invade un tremendo vacío. Caminamos, observamos, olemos. Nuevos paneles de información nos cuentan acerca de la penosa historia del sótano: sus diversos usos, sus idas y venidas, sus constantes modificaciones edilicias, su estructura. Que ahí se torturaba a los detenidos. Que ahí falsificaban documentos, pasaportes, credenciales, como parte de las actividades delictivas de la patota de la Armada.

"Acá teníamos escondidas las fotos que nos obligaban a sacar a los nuevos y que íbamos guardando para el día de mañana.", dice uno de los ex detenidos, señalando un mueblecito imaginario que todos intentamos construir en nuestra cabeza. "En ese rincón estaba una de las guardias. Allá había un escritorio, pero después levantaron una pared. No había otra luz que la de unas cuantas lamparitas de 60. La luz natural que entra del exterior en este momento era inimaginable", dice otro compañero. "Allá estaban las habitaciones que tenían las parrillas. La radio estaba en ese rincón. Ahí estaba la habitación a la que llamaban 'La huevera'.

Un par de chicos preguntan cosas. Cuestionan. Quieren saber. Los ex detenidos contestan. Nadie como ellos conoce ese lugar. Están marcados a fuego hasta el final de sus días. Pienso en como será calzar esos zapatos, ese pasado. Todos preguntan. Todos cuentan lo que oyeron alguna vez. Me prendo un cigarrillo y fumo. Observo, siento, registro; muto. Una presión que sube desde el pecho me hace respirar con dificultad. Pasan los minutos y sin darnos cuenta se instala en el sótano un silencio arrollador, intenso. Nadie quiere romper la naturalidad de la situación. Una carga infinita de bronca y angustia acumulada por años, se pasea por el sótano. A más de uno se le cae una lágrima, densa y pesada como una bomba atómica. No falta un abrazo que ofrece calidez entre tanta angustia. Yo observo. No me sale llorar. No puedo. Me conecto con el terror, con la locura, con la enfermedad. Miro las ventanas, el piso, el techo, los hierros, el oxido. Intento imaginar.

Salimos del sótano, damos unas pequeñas vueltas que me marean y aparecemos en el frente del casino de Oficiales de la Marina. Es enorme, pulcro, luminoso, militar. Pierdo la noción de su distribución. "El edificio tiene dos pisos", nos dicen. El hall central que da a Libertador lo divide en dos. Para ambos lados salen disparadas dos grandes alas de habitaciones de unos 50 metros cada una. No se escucha ningún ruido salvo el encendido de algún fósforo o alguna palabra en voz baja. Caminamos, levantamos la vista, buscamos respuestas, marcas. Me separo levemente del grupo y voy hasta una de las ventanas. Corro una cortina y miro para afuera. Está todo gris y el tráfico está más denso que antes. Me siento solo. ¿Cómo se hace para soportar situaciones extremas como la que les tocó vivir a los que pasaron por acá?

"!Por acá chicos!", dice una de las guías. Nos hacen subir por la escalera principal del edificio; dos pisos de anchos escalones de mármol. Nos muestran las marcas que dejaron los grilletes de los detenidos cuando eran trasladados desde y hacia el sótano para interrogarlos. Nos cuentan como estaban distribuidos los cuartos, que allí dormían los estudiantes de la escuela. Baños, cocinas, habitaciones para diversos usos. Necesito hablar con alguien. Le digo al chico que tengo al lado que me parece terrible la idea de dormir en esas habitaciones mientras debajo y encima de tuyo se escribe la historia más siniestra de nuestro país. ¿Cómo podía ser?

Subimos unas últimas y delgadas escaleras y llegamos a un piso de enormes dimensiones. Nos dicen que estamos en 'Capucha'. El peso del término, el ruido de su significado - tantas veces escuchado, leído, sufrido - me pega, me desanima. La foto que tengo frente a mis ojos no me deja dudas: me atraganto con la terrible certeza de que Capucha es lo más siniestro que vi en mi vida. Un enorme altillo con forma de L, oscuro, frío, estremecedor y con piso de cemento, desde el cual nacen unos largos y anchos fierros que están apuntalados contra el techo, ofrecen una imagen aterradora. Caigo en la cuenta de que estoy tremendamente angustiado, desesperado. Dimensiono, a través todos mis sentidos, lo horrendo del lugar. Me impresiona tanto encierro entre el acero, la mugre y el cemento. Me imagino a nuestros viejos, pendejos, jugados, convencidos, en manos de la perversidad. Me desespera pensar en la locura que por allí se paseaba, e instalaba a diario, durante tanto tiempo, en la clandestinidad, y bajo una impunidad absoluta. Que todo estaba diagramado, estipulado; que no había nada librado a la suerte. Que ahí pasaban el día los secuestrados, tabicados, encapuchados, tirados, hechos mierda, solos, sin poder hablar, sin poder comer, torturados y despojados de toda humanidad. ¿En que cabeza entra semejante locura?

Los sobrevivientes nos cuentan su experiencia, su dolencia. Algunas son extremadamente crudas, otras de tono anecdótico. Uno de ellos comparte el recuerdo de una compañera:

- Acá estaba Norma Arrostito - dice orgulloso, señalando uno de los compartimientos convertido en celda.

- La ventana que ven ahí era mucho más chica que ahora. Sino la 'Gaby' se les escapaba -, agregó.

Me aparto nuevamente, prendo un cigarrillo y pienso en la militancia, en su valor, en su peso. Pienso en Ricardo, mi papá. Pienso en sus compañeros y compañeras, en sus estudios, sus trabajos, sus familias, sus historias. Pienso en el proyecto por el cual se la jugaron. Pienso en los milicos. Me atraganto nuevamente. Hago esfuerzos por no quebrar, gritar, pegarle una trompada a la pared.

Salimos de Capucha y nos trasladamos hasta otro sector conocido como 'El Pañol', un espacio tan grande como el anterior, cuya función era la de almacenar el botín robado a los secuestrados. Muebles, ropa, vasija, literatura; todo lo que le interesase a la patota de turno. A este botín lo llamaban 'chiquitaje' ya que los milicos también generaban importantes negocios inmobiliarios con las propiedades, autos y terrenos, que le apropiaban a sus victimas después de desaparecerlas del mapa. Nos cuentan que después de vaciar el Pañol por la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979, el espacio pasó a ser una oficina de inteligencia de los grupos de tareas. Los secuestrados hacían trabajo 'esclavo', como ellos mismos se ocupan de aclarar. Realizaban trabajos de propaganda para el Proceso de Reorganización Nacional, cuyo estandarte fue 'Los Argentinos somos derechos y humanos'. "El piso estaba fraccionado en pequeñas oficinas delimitadas por vidrios, donde trabajábamos los ex detenidos, y de ahí el termino 'Pecera' ", contaron.

Continuamos con el recorrido. Subimos unas pequeñas escaleras que nos llevan hasta 'Capuchita', un espacio de dimensiones mas reducidas que Capucha - de ahí su diminutivo - tan horrendo y nefasto como el primero. Allí se alojaban secuestrados cuando Capucha rebasaba de chupados. Busco alguna marca, una señal, algunas palabras de alguno que estuvo ahí. No encuentro nada. Me siento y me prendo otro cigarrillo.

Más silencio. Más espanto. Nueva información para el visitante de parte de los paneles y de las guías. No termino de abarcar tanto espanto.

Bajamos las escaleras, en silencio, cansados y muy golpeados. Dejamos atrás el macabro Casino de Oficiales de la Marina, y salimos a la calle que está al frente del edificio. Algunos van abrazados; otros, en soledad, pateando alguna piedrita, mirando al horizonte, perdidos. Los últimos del grupo no pueden salir del edificio. Están aferrados a alguien; no se pueden desprender. Hay que ir a buscarlos para que puedan romper la pesadilla.

Nos llevan a unas salas alfombradas que funcionan como oficinas para el personal del Gobierno de la Ciudad que trabaja en la ESMA durante la semana. Unos pequeños radiadores calientan tenuemente el ambiente. Tomamos algo de café. Otros ceban mate. No hay mucho para decir. Solo nos dejamos caer por unos instantes. Miro la cara de los demás, sus gestos, sus ojos; sus arrugas que evidencian una lucha perpetua.

Miro para la puerta de la oficina. Es la que da sobre Libertador, esa que es enorme, tremenda; la más conocida de todas, la que todos vimos alguna vez, la más emblemática. Me abstraigo y me abrazo al recuerdo del 24 de marzo del 2004, cuando la ESMA pasó a manos de la gente. Ese día entramos a la ESMA y llenamos de flores, cantos y lágrimas ese mismo portón. Pienso en la cantidad de veces que miré esa puerta gigante con vergüenza, y odio. 'Escuela de Mecánica de la Armada'dice arriba de la madera. En otros lugares del mundo significa solo eso. Una escuela. Un lugar de estudios.

Vuelvo del más allá y percibo que la visita está llegando a su fin, que algunos se van. Yo me decido y también salgo. En la salida me freno y me pongo a agradecer de corazón a los ex detenidos-desaparecidos que se ocuparon de relatar, con un nivel de detalle escalofriante, como funcionaba la maquinaria enferma y asesina del aparato represor de la dictadura. Me emociono. Gracias a sus palabras, cada uno de nosotros pudo ahondar, analizar, desmembrar y mamar, todo el paquete de información que nuestros sentidos captaron durante las dos horas que duro este viaje a la locura. Estos tipos se desnudaron ante nosotros y nos ofrecieron su terrible experiencia con una valentía inédita. "Muchas gracias", les digo. Me despido y uno por uno les doy un abrazo.

Salgo y cruzo Libertador. Los autos siguen pasando como siempre; indiferentes, ajenos al sub mundo de la ESMA. Miro para la esquina y veo a algunos hinchas de Defensores de Belgrano que se están juntando para ver el partido que jugará Defe en un rato. Entro al auto, cierro la puerta y me quedo sentado, sin prender el motor ni bajar la ventanilla; estoy bien por haber dejado atrás el viento y el frío. Con la vista clavada en la puerta de la ESMA me pongo a pensar que es muy importante que se esté discutiendo, que se esté peleando, que se esté construyendo, que se esté intentando sacar lo mejor de todos para que la ESMA, y su nefasta experiencia de exterminio de una generación entera, se abra en pos de aprender, aclarar y contar, la historia de quienes fueron los responsables de comandar este centro clandestino de detención; a quienes robaron, violaron, torturaron, asesinaron y desaparecieron y principalmente por qué. Ahí está la cuestión más importante a indagar, ya que dentro de este interrogante tan grande, tan fuerte, tan grueso, está el norte de toda aquella generación desaparecida.

Pienso en los más chicos, los que siguen. Me gustaría que cuando visiten la ESMA con la escuela, reciban información responsable y coherente con la historia. Que la experiencia les sirva para despertar, o agigantar, su capacidad para sensibilizarse. Que se sientan más cerca de aquella generación. Que la entiendan; y que de alguna manera - la que más les guste - la imiten.


Fuente: lafogata.org