Desde la Ciudad Autónoma y Rebelde de Ludueña, Rosario, Argentina, últimos
días de febrero del año 2006.
I
El tiempo, hoy y aquí, en la plaza, da la impresión de haber caído en el favor
de la tregua. Historia y existencia en suspenso, el aliento interrumpido; voces
que asoman, licenciosas, con la cadencia de lo ineluctable. Vida absorta en la
contemplación de la memoria, pero a todas luces novedosa y explosiva. Fuera,
lejos, los habituales golpes rastreros y ominosos de un sistema del demonio que
aniquila y expulsa y despanzurra sin rodeos. Como suele hacerlo aquí, allá y en
todas partes.
Sin embargo, mucho ha cambiado en Ludueña desde aquella tarde de abril del año
2003, cuando la buena fortuna, acaso el feliz antojo de la providencia, me
condujo por primera vez a este barrio, a La Vagancia, al padre Edgardo Montaldo,
al continuo alumbramiento de Claudio Lepratti, el Pocho. A esta comarca, en fin,
habitada de hormigas afanosas.
Emilio es licenciado en Ciencias de la Educación y la Flaca, su compañera,
terminó la secundaria; viven juntos y tienen una hija, Daniela, a poco de
cumplir ocho meses. Varón acaba de editar su primer CD, "Andemos", y en los
próximos días rendirá examen de ingreso en la Escuela de Música de la
Universidad Nacional de Rosario. Milton corta telas en una empresa textil, en el
tablado de la plaza oficia de maestro de ceremonias con raro garbo y también
recibió el diploma de bachiller. Manuel no abandonó su ácido sentido del humor,
pero se ha convertido en un hombre aplomado que ya no vagabundea por las noches.
Celeste ha hecho a un lado su proverbial timidez, y conversa y ríe y comparte
vida y departamento con Gustavo. Tiro Federal ha llegado a la primera división,
razón por la cual Lucas presume que Ludueña alcanzó la gloria. Salvador buscó
mejor fortuna en Corral de Bustos y ahora es un diseñador todo terreno.
La casa del Pocho ha sido restaurada; está repleta de libros, de afiches,
mensajes y fotografías; al cabo de largas deliberaciones, los muchachos de La
Vagancia han resuelto denominarla Bodegón Cultural. La plaza ya no lleva el
nombre "José Mármol", romántico escritor y feroz enemigo de Rosas (no menos
feroz y para nada romántico): hoy es la plaza/reducto/bastión/espacio libre de
las hormigas, y se llama "Pocho Lepratti". El escenario/tablado, donde Varón ha
comenzado a acomodar su trasero, su guitarra, tiene dimensiones colosales. Las
hormigas se desplazan por todas partes. En tanto, el Mono pinta con
extraordinario talento y porfía. Todo. Murales, remeras, diseña hormigas,
imprime frases: "Voy a cubrir tu lucha más que con flores"; "La alegría es
nuestra mejor arma". Marcelo Nocetti, locutor de oficio, percusionista de a
ratos, y, por sobre todas las cosas, camionero frustrado, anuncia al "Potro de
Ludueña". Varón ha logrado sobreponerse al terror escénico y canta: "Yo nazco
como el sol de cada día/Ando con tu madre bajo el brazo/Mi tristeza descansa en
tu pecho/Y nace como el hambre/Desparramada/Desparramada ..." Antes de
abandonarse a la interpretación de "Cañete", canción que ha compuesto para
vindicar la historia de un amigo que la policía suicidó en la cárcel de
Coronda, trae a la memoria ese marzo indeleble, el de hace treinta años, el que
de inmediato mueve a pensar en treinta mil personas sumergidas en las catacumbas
que tramaron los militares. Y todos, cientos de personas, aplauden y maldicen a
los milicos de morondanga y celebran la evocación.
II
La escena, ahora, transcurre a pocas cuadras de la plaza, en el comedor infantil
Betania, en la vicaría del Sagrado Corazón de Jesús. Un galpón inabarcable donde
cada mediodía almuerzan cuatrocientos chicos. En el alto paredón central,
escritas con pintura de diferentes colores, reverberan frases y preguntas:
"¿Qué buscamos? Vivir en dignidad. No desde la mendicidad, sí con el fruto de
nuestras manos", y el diseño de un hombre aferrando una maza. "¿Quiénes
somos? ¿Cómo estamos? ¿Qué hacemos? ¿Qué queremos?". Las hormigas que se han
acomodado en torno a la larga mesa han venido de Gualeguaychú, de Concepción del
Uruguay, de Santa Fe, de Buenos Aires, de aquí nomás, de otros rincones de
Rosario. Estudiantes, desocupados, educadores populares, intrépidos, curiosos.
Es un taller, una conversación abierta y despojada; historias de vida, relatos y
cavilaciones. Lenta y gradualmente comienzan a aflorar palabras, y de la palabra
se trata, de su búsqueda y empleo certero, entonces la vacilación y la
incertidumbre y, de pronto, a partir del Pocho, de su vida, surgen a carretadas:
opción, compromiso, nosotros, búsqueda, ser, agradecimiento, hacer, construir,
seguir, diversidad, identidad, contradicción, libertad. Y alguien habla de los
fantasmitas, de esa inefable amalgama de voces que llevamos a cuestas en lo más
profundo del alma, de las que estamos hechos y nos llevan a ser lo que somos. El
encuentro, final presuroso a causa del seductor redoblar de los tambores que
llegan desde la plaza, termina con un abrazo grupal, acaracolado, que propone el
Flaco Claret, de Gualeguaychú, fundador del Ejército Alpargatista de Liberación
Nacional y partidario de la "lucha almada".
III
Cada 27 de febrero ocurre lo mismo. A lo largo del día de la celebración del
cumpleaños del Pocho, el cielo se opaca, cobra una tonalidad plomiza; intimida,
lleva a presagiar un aguacero, el festejo abatido.
Recuerdo la primera vez que puse los piés en esta plaza de fiesta y carnaval: el
cielo no era más que una masa compacta y negra dispuesta a precipitarse con toda
su furia sobre nuestras cabezas; Varón, aquella vez, en la mañana, dejó escapar
un vaticinio fundado más en el deseo que en un estudio metereológico: "No va
a llover. Nunca llueve cuando el Pocho cumple años". Y, en aquella ocasión,
de improviso la cerrazón huyó. Y descubrió un manto azul fuerte, puro,
pinceladas blancas.
Cosa parecida acaba de ocurrir. El cielo no es azul, tampoco amable. Simplemente
acompaña, se comporta con caballerosidad. Ahora León Gieco está en el tablado.
Gieco y sus canciones. El gentío, por un momento, guarda silencio. Es Gieco, son
sus canciones. Hay brazos estirados hacia el cielo, y también pogo, y poguitos,
como el que tengo delante: cinco, seis jóvenes extraviados y aturdidos que
saltan de uno a otro lado hasta que, de pronto, Gieco se pone a cantar: "Yo soy
Juan el último aparecido/Soy el hijo de la sangre..." Y entonces uno de los
pibes del poguito le dice al resto de la barra: "Ché, escuchen esto, es mi
música". Y continúa Gieco: "Porque dios no estuvo allí donde nací..." Del pogo
saltan a una rara quietud de manos alzadas, como velas en los dedos. Sí, porque
dios no estuvo allí donde ellos y millones de ellos, han nacido.
IV
El día 19 de diciembre del año 2001, víctima de la tremenda ferocidad de la
policía, de la obscenidad del sistema, Pocho cayó desplomado sobre las chapas de
zinc del techo de la escuela número 756, "José Serrano", del barrio Las Flores,
uno de los asentamientos más miserables del Gran Rosario. Había sido
seminarista, era profesor de filosofía, quizá un cristiano revolucionario.
Graciela Cappelano, compañera de trabajo de Pocho Lepratti en la cocina de la
escuela, declaró: "Yo no sé por dónde venía la policía. Se metieron en
contramano por el callejón. Se ve que Claudio los vio venir y subió a la
terraza. No habrá pasado más de un minuto que él les grita: "¡Dejen de tirar,
manga de hijos de puta! ¡Acá hay chicos, nosotros estamos trabajando!".
Entonces siento la frenada del Comando. Me asomo. Y me doy cuenta que era un
patrullero. Entonces baja el que iba en la parte trasera del vehículo, todo
vestido de negro: remera negra, pantalón negro, gorra negra y saca un arma larga
que me dijeron luego que es una Itaka. Y le grita a Claudio: "¿A vos qué te
pasa, la concha de tu madre?". Inmediatamente le tiró un disparo
directamente a Claudio. Yo me tiré de cabeza con mi hermana al suelo. Claudio
gritaba: "¡Me dieron y no es con una bala de goma!". Entonces mi hermana
se va agachadita hasta donde estaba Claudio, gritando que no tiren más y
diciendo: "Graciela, lo hirieron. Trae trapos, cualquier cosa, llamá la
ambulancia". El policía seguía con el arma apuntando. Yo bajé desesperada.
Inmediatamente, cuando estaba en el patio de la escuela, escuché nuevos tiros y
no me imaginé que podían ser de ahí. Y, más tarde, mi hermana me dijo que esos
dos o tres tiros eran del mismo policía contra Claudio, pero según dijo mi
hermana, no le pegaron de nuevo. El que disparó tenía tez trigueña, ni muy negro
ni muy blanco. El arma para mí la tenía preparada. Lo miró y disparó sin otro
preparativo. Apenas abrió la puerta tiró, sin ningún tipo de advertencia de
nada".
V
Poco después de las dos de la mañana del martes 28 parto hacia la terminal de
ómnibus. En el bolso llevo el CD de Varón, también el del Duende Garnica,
formidable cantautor santiagueño que anduvo, como hormiga insondable y sencilla,
en el tablado, en cada rincón de Ludueña; los dijes de alpaca, la hormiguita y
el ángel en la bicicleta, que me ha regalado Celeste; remeras que pintó el Mono;
un par de señaladores de libro, "La Casa de Pocho. Bodegón Cultural", con la
frase: "El uso total de la palabra para todos, no para que todos sean
artistas, sino para que nadie sea esclavo".
Fuera de la casa no siento frío ni calor. Me siento a mis anchas. Es una
atmósfera peculiar. La de Ludueña y su tiempo cargado de novedad y memoria. No
debo volver la cabeza para caer en la cuenta de que él, como siempre, se ha
quedado. Seguirá despertándose temprano para atravesar Rosario en su bicicleta,
rumbo a la escuela número 756, "José Serrano", del barrio Las Flores; con su
timbre blando y apacible, por momentos desmañado, con palabras que brotarán de
su boca como soplos, suaves, acaso melindrosas, continuará explicando que La
Vagancia empezó con un encuentro de adolescentes que de la vida necesitaban
matear, reunirse los domingos, compartir tortas fritas, música y palabras,
palabras como las que florecieron en el taller: opción, compromiso, nosotros,
búsqueda, ser, agradecimiento, hacer, construir, seguir, diversidad, identidad,
contradicción, libertad.
Es su permanencia, en el tiempo, en el espacio, ese estado abstracto de la
presencia terca y firme, lo que nos ha reunido en Ludueña a lo largo de largos
días.