Argentina: La lucha continúa
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La capital del mal olor
Lucas Livchits.
Desde Capitán Bermúdez, Santa Fe
Un monte de eucaliptos detrás de un alambrado señala la llegada a Capitán
Bermúdez, un pueblo ubicado unos 15 kilómetros al norte de Rosario. Acompaña el
recibimiento un penetrante y desagradable olor a huevo podrido. Tanto los
árboles como el hedor son responsabilidad de Celulosa Argentina SA, que tiene su
principal planta en ese lugar desde 1929, donde produce pasta de celulosa que
exporta en su mayoría. Sólo algunos de los vecinos levantan sus voces para
protestar por la contaminación que, según denuncian, genera la empresa y la
falta de controles sobre los modos en que produce. Es que además de tener sus
olfatos anestesiados por tanta exposición a los olores, la vida económica de
Capitán Bermúdez siempre fue dependiente de Celulosa.
"Que la empresa contamina no hay dudas -afirma Claudio Armento, vecino de
Capitán Bermúdez e integrante de la asociación Taller Ecologista-. Pero es un
gran enigma en cuanto a controles. No sabemos lo que pasa adentro y con qué
procedimientos trabajan. Ni si tienen planes de contingencia para casos de
accidentes. Muchas veces les pedimos a la empresa y a la Secretaría de Medio
Ambiente de la provincia informes, pero nunca nos responden.
Página/12 se comunicó con la empresa para que respondiera las acusaciones.
La respuesta fue escueta: "No tenemos nada que ocultar, está todo en orden.
Pero no queremos hablar para no interferir en el conflicto internacional con
Uruguay. Todo lo que digamos tiene repercusión en ese ámbito".
Las quejas apuntan a las "sustancias no intencionales" que surgen de la
producción de la pasta de celulosa. Entre ellas, la organización ambientalista
menciona dioxinas y furanos, causantes de cáncer, que son eliminados -de acuerdo
con la entidad- en los vapores que se ven ascender desde las chimeneas de
Celulosa. También señalan que esas nubes contienen dióxido de cloro y cloro
elemental. Las consecuencias: casos de alergia, enfermedades del sistema
respiratorio e irritación en los ojos. "Son muchos los que tienen problemas
respiratorios y todos seguro conocen algún caso de cáncer, aunque nunca se hizo
un estudio epidemiológico", comenta Cecilia Bianco, del Taller Ecologista.
Los problemas de salud van junto al desagradable hedor que se esparce por las
calles de Capitán Bermúdez y que cuando sopla viento desde el norte llega hasta
Granadero Baigorria, unos 5 kilómetros al sur. "Incluso en ocasiones se siente
en los barrios del norte de Rosario", comenta Bianco.
"El olor es espantoso, pero la gente se acostumbra", dice con un dejo de
resignación Armento, quien reconoce que sólo se da cuenta del olor cuando vuelve
a su casa después de pasar algunas horas en Rosario. La intensidad de la
pestilencia aumenta con la cercanía a la planta, por lo que los más afectados
son quienes viven a su alrededor.
Los desechos de la producción también van a parar al Paraná. Desde los caños que
salen de la fábrica se vierten "líquidos rosados y negros, a veces hay espuma, y
en esa zona no hay peces", describe Bianco.
Uno de los inconvenientes fue solucionado un año atrás. Sobre todo Capitán
Bermúdez caía un polvillo blanco. "Parecía nevado", dicen. Pero no era nieve,
sino sulfato de sodio, que pudría chapas, rejas y la pintura de los autos.
Con siestas calurosas y silenciosas como las de cualquier otro pueblo del
interior, aunque con calles demasiado angostas, Capitán Bermúdez se sabe sin
ningún atributo que la destaque. Unicamente, que está recostada sobre la orilla
del Paraná y que por ese motivo funciona allí Celulosa Argentina, que a pesar de
su nombre pertenece a capitales uruguayos. El mismo silencio de las tardes se
extiende sobre las consecuencias negativas de la fábrica.
Por lo bajo son muchos quienes se quejan. Sin embargo, no llegan a conformar un
movimiento para enfrentar a la empresa. Es que el pueblo depende económicamente
de Celulosa. De sus 27 mil habitantes, unos 350 trabajan en la planta. "Pero el
que no trabaja en la fábrica, o trabajó o tiene un familiar trabajando, y el que
no, le dio un crédito a alguien de la fábrica", explica Armento. Así, todo
Capitán Bermúdez vive de Celulosa, desde los negocios de electrodomésticos hasta
el puestito que en la puerta de la fábrica les vende comida a los operarios y a
los choferes de los camiones que transportan los eucaliptos.
Incluso la historia del pueblo tiene en la empresa a un protagonista destacado.
Oscar -su nombre real es otro y prefiere mantenerlo en reserva- da testimonio de
ello. Su historia y la de su familia fueron construidas con Celulosa como
esqueleto. Ingresó a la fábrica como aprendiz a los 15 años y trabajo 38, hasta
fines de la década del noventa. Su padre también había tenido un puesto, igual
que su hijo hasta hace poco tiempo.
"Gracias a la empresa tenemos el sanatorio. En su momento hicieron el club y
donaron el terreno donde está la iglesia", indica. "Trabajar en Celulosa era una
garantía. Me acuerdo que mi papá no tenía plata y quería comprar una cocina. En
el negocio le preguntaron en dónde trabajaba, y como dijo que en Celulosa al
otro día le trajeron la cocina a casa. Era así, en el '58 llegaron a trabajar
más de 3000 personas y siempre estaba la idea de que 'gracias a la empresa yo
pude vivir'", dice, orgulloso y molesto a la vez.
Oscar es técnico químico y conoce muy bien los procesos de producción de la
pasta de celulosa. Según cuenta, ya no se usa cloro para el blanqueo de las
fibras sino hipoclorito de sodio, que en el proceso de producción de todas
formas elimina dióxido de cloro y cloro elemental. "Igual siguen largando
efluentes tóxicos al río y dioxinas al aire, ¿por qué no hacen un análisis de
gases que diga qué está saliendo?", se pregunta. A pesar de no revelar cómo
prepara la pasta de celulosa, la compañía firmó un convenio con la provincia
para reconvertir sus procesos a fin de este año y dejar de usar cloro. Oscar
desconfía. "Lo tendrían que reemplazar por ozono o agua oxigenada, pero el ozono
es muy caro y el agua oxigenada es muy peligrosa", asegura.
Para ilustrar la peligrosidad del cloro recuerda lo que sucedió en el '78,
cuando uno de los edificios fue demolido y reconstruido porque el cloro había
penetrado las paredes y destruido las estructuras metálicas.
Todo Capitán Bermúdez recuerda el "accidente" del 29 de julio de 2005. Muy
temprano en la mañana hubo un escape de gas. El olor habitual se volvió mucho
más intenso. Las cinco ambulancias del pueblo estaban repartidas atendiendo a
los 600 alumnos de dos escuelas que debieron ser evacuadas.
Vómitos, irritación y ahogos eran los síntomas comunes. Recién tres días más
tarde la empresa negó que se tratara de cloro. Nunca dijo qué había sucedido.
Uno de los colegios está dentro del predio de Celulosa. Los juegos infantiles
del jardín están a unos pocos metros del alambrado limítrofe. Más allá se ven
las pilas de troncos de eucaliptos extendidos a lo largo de varias hectáreas.
Repartidos en montañas esperan a ser reducidos a pequeños trozos llamados chips,
igual que los que aguardan sobre unos sesenta camiones en una de las calles
aledañas a la planta.
Ana Rossi tiene grabado aquel día. "Salí y me quedé sin respiración", rememora.
Tuvo que ser atendida en el hospital y le quedaron secuelas que recién ahora
empiezan a desaparecer. Por eso inició un juicio contra la empresa. Ella cuenta
por cada médico que pasó y muestra cada una de las recetas y las fotocopias que
hizo con la esperanza de que el juez la llamara. Mientras tanto, su perro Chiqui
se pasea por la cocina tosiendo constantemente, por los gases de la fábrica,
dice Ana. Quienes desde 1998 empezaron a reclamar por la contaminación tienen la
esperanza de que a partir de la resistencia contra la instalación de las
papeleras uruguayas alguien pose su vista en lo que están viviendo ellos desde
hace demasiado tiempo. "No queremos que se vayan, sabemos que es imposible.
Queremos que nos digan qué estamos respirando, que al menos las controlen.
Informe: Lucas Livchits.