Argentina: La lucha continúa
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Granizo y reconquistas
Carlos del Frade
Las piedras de hielo blanco con un ojo oscuro en el centro que durante diez
minutos se desplomaron sobre Rosario el miércoles 15 de noviembre de 2006,
produjeron cinco muertes, centenares de evacuados y heridos y desnudaron la
continuidad de las otras tormentas que vienen desde los años noventa.
Aunque los humores de las minorías alentaron la máscara de una ciudad del primer
mundo y los ecos repetían alabanzas a ciertos boom de construcción y turismo, la
geografía fue desarticulada, tapizada por el verde de los árboles y hasta las
paredes del vanidoso centro del municipio se vinieron abajo como si fueran
naipes apilados por manos precarias e inexpertas.
El temporal fue feroz, pero demostró la escasa y nula inversión en
infraestructura que se arrastra desde los años treinta del siglo pasado.
El pueblo encontró, sin embargo, dos refugios conocidos y poco frecuentados en
los últimos tiempos de la historia.
Las escuelas, una vez más, como sucedió en Santa Fe cuando se desbordó el
Salado, fueron el lugar elegido para decenas de familias que se sintieron
seguras entre las paredes, los patios y las palabras que maestras y maestros de
escuelas públicas solamente con capaces de dar.
Las escuelas volvieron a abrazar al pueblo castigado.
Casi una confirmación del rol primero y último como institución creíble y
compañera de la pelea cotidiana.
Y el segundo lugar de encuentro fue la vereda.
En todos los barrios, los vecinos volvieron a salir a la calle.
Como sucedía hace más de treinta años, antes de los proveedores de la muerte del
terrorismo de estado, cuando la pibada jugaba y era cuidada por las familias de
la cuadra. Cuando se tomaba mate en las puertas y se compartía el crepúsculo de
estos días que van dejando de lado la primavera y ensayan los primeros calores
del verano que vendrá.
Hacía décadas que los vecinos no recuperaban aquella tradición rosarina.
Compartir la vereda.
En este caso para ayudarse a limpiar los vidrios, las ramas, la suciedad,
protegerse de los cables caídos y preguntarse por las consecuencias de los
cascotes blancos.
Ojalá que quede esta recuperación de la vereda en la memoria colectiva.
Que se repita esto de encontrarse con los vecinos de la cuadra para intentar una
limpieza más profunda y que vaya más allá de lo superficial.
Porque en medio del dolor, de la ostensible destrucción de la hipócrita ilusión
de formar parte de un mundo digital, quedó esta reconquista popular como base
para otros logros colectivos.
Todos los vecinos trabajando juntos para limpiar la vereda, para ayudarse.
Construyendo solidaridad, reconociéndose, haciéndose protagonistas después de la
tormenta.
Volvieron las veredas a ser el territorio de las distintas generaciones que
pueblan las cuadras de la ex ciudad obrera.
Que se mantenga la tradición porque será indispensable hacer frente a las otras
tormentas, a las que todos los días se abaten sobre casi 390 mil personas que,
según dicen las cifras oficiales, son empobrecidos en esta ciudad que suele
mostrar firmas que facturan miles de pesos cada sesenta segundos.