Fotografías y texto de Sebastián Hacher
Prensa de Frente
Hacía mucho que no fracasaba de forma tan rotunda en un
cobertura fotográfica. Sucedió el martes 17 de Octubre. Mi objetivo, a pedido de
un editor, era hacer fotos de la 'liturgía peronista'. Registrar los detalles
característicos del peronismo que se expresarían a lo largo de la jornada,
además de cubrir el evento como cualquier reportero.
Por la mañana llegué hasta la CGT, que estaba rodeada por un corralito de
vallas. Adentro del corral estaba lo que sería el cortejo fúnebre, y afuera
muchos obreros de la UOCRA que luego de saludar el paso del cajón volverían a
las obras. Algunos tenían claveles blancos y otros compraban vinchas con las
caras de Perón y Evita a veinte centavos cada una. Caminaba por el corral, y
cada tanto los de seguridad me sacaban afuera, de forma un poco atolondrada pero
con buenos modales. Algunos tenían chalecos antibalas. "Por las dudas", me dijo
uno de ellos, "nunca sabés que puede pasar".
Pasadas las doce salió el cortejo, y me subí a una casa de hamburguesas para
fotografiarlo desde arriba. Cuando pasaban por delante de mi posición entendí
que me tapaban los árboles y que desde esa vista no iba a hacer ninguna foto.
Bajé, corrí, me zambullí en la multitud que intentaba tocar el cajón y luego
seguí de largo. Me encontré con un amigo y me dijo de ir hasta el autopista.
Caminamos hasta allá y cuando empezamos a subir nos pareció que el cajón se nos
venía encima, asi que corrimos unos 200 metros. Falsa alarma: quince minutos
después hicimos fotos del cortejo que avanzaba por Paseo Colón: los granaderos,
Moyano, Viviani y los milicos en el auto verde, y el cajón que quedaba sepultado
debajo de la maraña de gente que lo quería tocar. Cuando terminaron de pasar,
corrí otra vez unos 300 metros para engancharlos en la subida al autopista.
Llegué frente al tumulto, me di cuenta de que tenía que cambiar el lente, pero
mientras lo hacía la gente me pasó y quedé atrapado en el amontonamiento. Debo
haber aparecido en las imágenes como uno más, transpirado y a los empujones,
pero sin sacar ninguna foto.
Recién logré zafar cuando la caravana estaba en marcha, asi que no me quedó otra
que correr a la par del cajón, entre las motos de la policía, junto a un grupo
de fanáticos suicidas que corrían para tocarlo. Eso duró unos 600 metros. En
medio de esa corrida sentí un tirón fuerte en el talón: la rueda de una moto me
había mordido el zapato. Mi pierna se dobló para adelante, y sentí el olor a
caucho quemando mi ropa, y después un dolor pesado arriba del tobillo. Mi pie,
dije, cagó mi pié. Me imaginé en cama, con la pata para arriba, un mes sin poder
laburar. Pero calculé que todavía tenía un rato de movilidad hasta que se me
enfriara el pié, y seguí corriendo. Todavía no entiendo por qué lo hice: creo
que me dejé arrastrar por ese grupo de locos que insistía con seguir el cajón de
cerca, pero también por el miedo de perderme algo histórico, aunque ese pedazo
de historia sea un cajón arriba del autopista.
Cuando llegamos a la 9 de Julio, bajé a la calle. Estaba agitado, con olor a
autopista y con un pie que no me dejaba de latir. Me sentía como después de una
pelea de la que había salido herido pero bien parado. Fui hasta una computadora,
bajé las fotos que tenía, compré un pebete de jamón y queso, una gaseosa y me
subí al remis rumbo a San Vicente.
Pasando Ezeiza nos encontramos con la caravana. El remiserio hizo una maniobra
extraña y quedamos a doscientos metros del cajón. El tipo se emocionó. "¡Mirá,
boludo!", gritó, "¡no lo puedo creer, estamos cerca de Perón!", y empezó a tocar
bocina como si Argentina hubiese ganado el mundial. Más tarde confesó que había
peleado con sus compañeros para hacer ese viaje.
Delante nuestro venían micros escolares y combies. Cada tanto nos pasaba alguna
moto o coches de dirigentes políticos –los más caros- o remises y motos con
periodistas y fotógrafos. Al costado de la ruta, coches y camionetas cargadas de
familias saludaban el paso de la caravana. En un rastrojero, un señor tomaba
mate sentado en la parte de atrás. Estaba en cuero y con las patas en el aire.
Me vino a la mente la figura del gordo Oscar, que cuando yo era muy chico nos
llevaba a la costanera a pescar en una camioneta igual a esa. Lo recuerdo con
sus gorritos hechos con pañuelos con cuatro nudos, o pintando la V y la P en la
puerta de la casa de algún radical del barrio. Entonces pensé que el peronismo
capaz sería eso: un panzón tomando mate en la caja de su rastrojero. Después
dije no, por dios, que imagen más trillada. Igual, ya me había perdido la foto.
No sé en que momento nos enteramos de los enfrentamientos en la quinta de San
Vicente. Sé que pusimos la radio y que hablaban del tiroteo. El ambiente a
nuestro alrededor se volvió espeso. Uno de los pocos movileros que trasmitía
desde adentro era el de Radio 10. El remisero lo puteaba y daba golpes en el
volante. "¡es un facho de mierda, es un facho de mierda!", gritaba, y por un
rato ponía música para tranquilizarse.
Cuando estábamos a menos de quince kilómetros de la quinta, la caravana se
detuvo. El aire estaba tenso. En los medios hablaban de armas de fuego: Marcela
Tinayre aseguraba en radio 10 que un hombre había efectuado "veinte disparos
seguidos con una 3.80". Mi remisero peronista se desmoralizó: hablaba con cuanto
vecino de espera podía, para decirle que se había suspendido todo. Entendí su
mensajes, y le insinué que no íbamos a retroceder: pase lo que pase, yo tenía
que llegar. Pero claro, al avanzar escuchando Radio 10 uno tiene la sensación de
estar arrojándose al infierno.
Al rato, la caravana empezó a moverse a paso de hombre y el remisero reaccionó:
en su última maniobra quedamos a veinte metros del jeep que arrastraba el cajón.
En la radio confundían todo. Anunciaban que Kirchner, había decidido no ir, que
el acto se suspendía pero que nadie lo había confirmado. Al rato se desmintieron
en parte: dijeron que después del ingreso de la policía al predio se había
conseguido una 'tensa calma' y que el acto continuaría sin la presencia de
funcionarios del gobierno.
Yo no sabía que hacer. Por un lado, estaba seguro de que el enfrentamiento era
entre militantes del sindicato camionero y de la construcción. Cualquiera que
haya cubierto alguna de sus movilizaciones saben como funcionan sus patotas: lo
que generan no es la situación más cómoda para trabajar, porque se mueven de una
forma donde no existe ningún tipo de código, y uno nunca sabe a que atenerse.
Por otro lado, quería y tenía que llegar, pero al paso que iba temía encontrarme
con la resaca de los acontecimientos del día. Me sentía una versión patética del
reportero Zamora, el personaje de Tomas Eloy Martinez que en "La Novela de
Perón" viajaba hacía Ezeiza para recibir al General, pero se quedaba atrapado en
un embotellamiento en el camino mientras escuchaba por radio como la realidad
explotaba lejos de sus ojos. La comparación –similar al que las radios hacían
con la masacre de Ezeiza- me dio risa.
No era el único que veía como la historia, una vez tragedia, se repetía como
farsa.
En algún momento doblamos por una calle de tierra. La caravana se detuvo, y
algunos vecinos del barrio se asomaron para saludar. Otra vez tumulto para tocar
la bandera que envolvía el cajón de Perón. Cuando volvimos a salir, se levantó
una nube de polvo enorme, tan grande que tardamos en ver la pared de la quinta y
las caras de alegría de la gente que entraba a la par del feretro. Estacionamos
el coche y el remisero se bajó. Voy con vos, dijo, yo no me pierdo esto por
nada.
En la quinta había aroma a gas lacrimógeno y unos pocos miles de personas que se
habían quedado después de los incidentes. El palco parecía la foto de tapa de un
Yellow Submarine peronista. Al frente, apretujados arriba de un andamio, un
grupo de fotógrafos y cámaras cubría la llegada del cajón. Cuando miraba eso,
sentí los gritos y empezaron las corridas. Traté de acomodarme para sacar fotos,
pero no encontraba un lugar. Me trepé al palco de prensa, y cuando subí parecía
que todo se había calmado y empezaba el acto. Habló un presentador y cuando tomó
la palabra Moyano pareció que se pudría todo. Llovieron algunos palos y
botellas, y la policía se acordonó para proteger el cajón del lider peronista.
Después, tomó la palabra Cafiero. Y ahí me acordé: se me había perdido el
remisero.
Bajé del palco y encaré para la salida. Llegué hasta la puerta y traté de
recordar donde habíamos dejado el coche. Me pareció que tenía que seguir hacía
la derecha, y caminé 300 metros sin suerte, hasta que lo vi: el remisero estaba
en el asiento del conductor, con las manos arriba del volante y el motor en
marcha. Me acerqué y me dijo que le había salido "el peronista que todos
llevamos dentro", pero cuando vió que se armaba lio se volvió corriendo para el
auto. El tipo estaba triste, abatido.
Entonces, entendí mi fracaso: la cobertura había sido un viaje a la nada, un
correr detrás de un fantasma que se nos había escapado durante todo la jornada.
Y había llegado tarde a todas partes, incluso a los enfrentamientos.
Nos fuimos. Todavía no terminaba el último discurso cuando llegamos hasta la
ruta, que estaba desierta. Anduvimos algunos kilómetros y encontramos un altar
del Gauchito Gil. Frenamos y nos quedamos un rato ahí, en silencio, mientras en
la radio empezaban a dar detalles de quienes habían sido los patoteros. El pie
no me dejaba de latir.