Argentina: La lucha continúa
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Champán en Recoleta
Eduardo Pérsico
En la redacción González le dio al muchacho un grabador diminuto más "saludos
para don Antonio y que nos hable del velorio de Perón". Debía encontrarlo a las
cinco en una confitería de avenida Libertador y al llegar un mozo lo desaprobó
de un vistazo. Alguien de espaldas a la ventana le hizo una seña.
- Sentate. Hablé con González y me avisó que recién empezaste a trabajar. Ah, al
que atiende no le des pelota, es un rufián.
Sonrieron por la suerte del mozo y acomodaron la mesa. Desde su lugar el
reportero apreciaría el lugar y don Antonio lo invitó a una copa de champán,
"francés, muy bueno". El "rufián" mejoró al acercarse, recibió el pedido y sin
expresión observó el grabador. Antes de empezar don Antonio comentó que por esos
días cumpliría ochenta años, que llevaba bien la edad y desde ser elegido
diputado en 1952 "me doy todos los gustos". Y del primer sorbo de "champán
frances, pibe", a charlar de Perón a quien visitara varias veces en Puerta de
Hierro y al margen de cualquier negocio fueron momentos agradables. "El general
era un campechano divertido sin grandes misterios y conversando solos nos
entendíamos fenómeno".
Al rato don Antonio reiteraba sus paseos a España y el muchacho se distrajo
mirando a una pareja en el fondo, sin hablarse. Al volver el entrevistado
llegaba al lunes primero de julio del ’74 al Ministerio del Interior, "era
asesor de nada con una secretaria de veinticinco, minifalda y botas a media
pierna". Advirtió el exceso y rebobinaron; una mujer se sentó a dos mesas y
mirando la calle acomodó una bolsa de tienda famosa sobre una silla. El hombre
de la pareja más alejada parecía hablar en secreto con el mozo, inclinado para
escucharlo, y don Antonio pidió con los ojos controlar el aparato. Quitaron lo
dicho de su secretaria y sin detalles dijo que esa tarde irían un rato a su
departamento "pero al mediodía murió el Teniente General Juan Domingo Perón,
Presidente Constitucional de la República Argentina". Se detuvieron a un trago y
volvieron "aquella muerte llenaría cada palabra y cada silencio" y agregó un
renglón del tumulto en los pasillos hasta irse del ministerio, acompañado. Como
al descuido ponderó el champán, "excelente", y rodeados de un gentío sin
sonrisas arribaron al Congreso. El muchacho pensó haber nacido tres años después
de esa historia, no le interesaba "para un peronista otro peronista, los
soldados de Perón o ni yankis ni marxistas"; pero debía disimular porque don
Antonio le calaba el aburrimiento...
- Como cualquier velatorio, pibe, terminó siendo improvisado -removió la botella
en el balde-. Todo el barrio de San Nicolás olía a flores, parvas de coronas
desechas en la vereda y la gente sin moverse de ahí. "Eso, la gente humilde, la
única verdad"...
En doble escena, al ver llegar su pedido la mujer cercana abrió más el envase de
papel, y acaso por su fervor último don Antonio se acomodó los anteojos. Afuera
era la hora azul de la ciudad, el momento previo al anochecer cuando sombras y
contraluces disponían el final del día. Un auto ensayó sus focos sobre la
avenida y al servirle el té a la mujer sola, el mozo dejó caer algo en la bolsa
tan ágil que ni exigió disimulo. Y don Antonio, sin rendirse, ajustaba su voz
aguda y casi carnavalesca al grabador del amigo González.
- Al otro día, el 2 de julio de 1974, sin moverse demasiado la policía
controlaba el entusiasmo peronista: "queremos ver a Perón", "vinimos a saludar
al General", - y tras un respiro recitó que dentro de aquello a ratos trivial,
él descubrió a cuatro mujeres verdaderas, desgastadas, que sin ninguna pose se
protegían del agua contra la Confitería del Molino mascando cachos de tortilla y
milanesa. "La gente humilde, la mejor"... – y volvió a mover la botella en el
hielo. Al muchacho lo distrajo un patrullero policial detenido afuera y se
olvidó de escuchar "aquella liturgia de reclamar a Perón era un engendro de
emoción y desorden de la multitud, eso que siempre fue el aglutinante del
peronismo".
El viejo mismo acusó tanto la frase que casi la repite pero volvió a recordar
que la tarde de morir Perón su colaboradora le mojara el pecho con una lágrima.
La vida es así, le había dicho y ella lloriqueó que estaba triste por su madre.
- Bueno, luego vemos y borramos - y el muchacho asintió. Cerca del mostrador un
tipo de civil que bajara del patrullero charlaba con alguien que seguía
atendiendo la caja. Queriendo simpatizar, el muchacho le murmuró al viejo "murió
Perón y el duelo nacional entró en la habitación", y al sacudirlo una mirada
terminal desconectó por un rato. Don Antonio derivó un momento a ensalzar su
amistad con González, se sonrió al avisarle "muchos políticos populares vivimos
en este barrio" y al reiniciar se animó "al general Perón, por no traicionar los
códigos de la corporación militar, le dieron los sueldos atrasados y sus honores
de Teniente General de la Nación".
Al muchacho esa apreciación lo atraía menos que el entorno y simuló para dejarlo
culminar "se dijo que el Poder nunca tuvo un Líder de los Trabajadores más
obediente". Y hasta tomó aire para que el cajón con su líder llegara al Congreso
y "ahí el gentío recargó su pena honda porque siempre los humildes sintieron que
Perón no los traicionó. Y en la historia quedará esa verdad, ninguna otra; él
convenció de su amor a los eternos inocentes, a las mejores personas que se
empaparon en la calle mientras alrededor del cajón disputaban una foto los
rostros entrenados para apresar el consagratorio enfoque: señores televidentes,
aquí el dirigente del movimiento político más grande de América Latina, fulano
de tal".
Al reacomodarse en la silla el viejo sentiría cierta inutilidad ante ese
muchacho que al morir Perón no existía y se propuso castigar a los subidos al
movimiento en octubre del ’45, que a pura asistencia y reunión lograron fama;
profesionales en aplaudir al Jefe, mascarones de numerar asambleas vivando y
aullando la marcha partidaria sin representar a nadie; "compañeros secuaces de
grotescos doctores de narices y ojeras recauchutadas que pelearon cada
centímetro cercano al muerto ganar prestigio como siempre, gratis. Los
herederos, vecinos de este barrio que nos congraciaron con esclavistas y chorros
comunes que se robaron hasta el subsuelo atribuyendo a Perón un enigma en cada
palabra".
Los de la pareja sin palabras ni siquiera habían probado el té, el mozo
reapareció para cobrarles, el tipo de bigotes se despidió riendo y el patrullero
acabó su escena. El viejo repitió "humildes" como si bromeara y sonriendo se dio
un trago: "pibe, aflojá con tanta intriga que el negocio cocainero es oficial en
todo el mundo. Dejate de joder". Suficiente. Aunque al ver vacía la botella
repitió algo que González conocería de memoria: cuando sin gritar la vida por
Perón atropelló al mismo Ministro de la Brujería, ese López Rega que le sirviera
café en Madrid, para entrar a a despedirse de Perón. "Sin sonrisa grandota ni
voz grave de puro muerto bien muerto el tipo, lo miré tres segundos, chau jefe,
y salí entre esos rastreros y monigotes que dos semanas más tarde, no más,
revolcaron las banderas en la mierda y la sangre humilde de quienes bajo la
lluvia, lejos del sarcófago, lloraban de verdad; tantos infelices masacrados ni
bien al General le endosaron ideas que no pronunciaba ni de entrecasa"...
De reojo don Antonio dispuso el final. Además, como cumpliría ochenta "acompañame
a tomar otra botella, pibe" y al rato calculaban el valor de cada trago de
champán, al brindar por los humildes en Recoleta.
* Eduardo Pérsico es narrador y ensayista, publicó libros de cuentos, seis
novelas, poemarios y la tesis 'Lunfardo en el Tango y la Poética Popular'. Nació
en Banfield y vive en Lanús, conurbanos de Buenos Aires, Argentina.