Argentina: La lucha continúa
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La guerra del papel
¿El paisaje futuro de la costa del Río Uruguay?
Sergio Federovisky
Página 12
La modernidad, dicen los teóricos, impone nuevos conflictos. O conflictos viejos por temas nuevos. La ecología aparece como un tema novedoso, aunque esconde –o subraya, según se vea– la esencia de los conflictos habituales de la humanidad. El catalán Joan Martinez Allier, sin reduccionismos, sostuvo académicamente que todo problema ambiental en verdad es el emergente de un problema económico (la aplicación de tecnología no contaminante o, mejor dicho, la resistencia de la industria a aplicarla es la confirmación de esa hipótesis). Parafraseándolo, quizás, a partir de Gualeguaychú comprobemos que toda batalla cuyo eje temático sea el medio ambiente es en el fondo una batalla económica.
Tomás Maldonado decía en su libro Ambiente Humano e Ideología que seguramente la ecología era una moda. Pero que como toda moda, su costado útil es que, una vez que es reemplazada por otra moda, algo deja al menos en el inconsciente colectivo. Aun siendo éstos los retazos de la moda, bien vale la pena analizar un conflicto por motivos un tanto más humanos, un tanto menos inmediatistas o grotescos que aquellos a los que estamos habituados.
El escándalo de las papeleras que Uruguay aceptó construir en Fray Bentos, a orillas del río homónimo del cariñosamente llamado "paisito", y la consecuente batalla desatada entre vecinos desconfiados, ambientalistas en su salsa, políticos recién llegados a la ecología, diplomáticos molestos con el exceso de desprolijidad que propone la lucha popular y empresarios que actúan como si nunca hubieran siquiera lanzado un papel fuera del cesto representa una puesta en escena inédita por estos barrios: el arribo de los conflictos nacidos y sostenidos en la defensa del medio ambiente.
Los activistas globalifóbicos y muchos militantes ecologistas del Primer Mundo pueden presentar credenciales de peleas similares. Sin embargo, casi nadie puede arrogarse haber ubicado una consigna ambiental en el centro de una lucha popular. Y efectivamente, aunque suene demodé y setentista, la épica de 40.000 personas –sobre 70.000 habitantes totales– cortando un puente internacional allá por abril y decenas de cortes posteriores sin más organización que la espontánea de una ciudad pequeña no pueden sino definirse como lucha popular.
Pero antes de llegar a la descripción de cada uno de los protagonistas y las tácticas o estrategias que los convocan, enfrentan o equiparan, conviene describir la verdadera esencia, el telón sobre el que se desenvuelve la crisis.
Desiertos verdes
Hace aproximadamente 25 años, la industria internacional consumidora de papel descubrió que su stock de árboles decrecía, que la demanda se acentuaba y que las crecientes regulaciones ambientales en el Primer Mundo iban en detrimento de dicha actividad. En consecuencia, el abastecimiento de pasta de celulosa –materia prima inevitable para hacer papel– empezaba a entrar en riesgo futuro.
Como estamos en el capitalismo, no hay que olvidarlo, los carteles de la pasta de celulosa –comandados por los nórdicos, por aquello de que en los albores de la industria era de los pinos escandinavos de donde se sacaba mejor celulosa– comenzaron a planificar el siglo XXI. Y descubrieron que vastos territorios quizás alguna vez boscosos y postreramente ganaderos podían cobijar nuevos bosques, pero esta vez plantados pensando en su futuro papel (o en el papel futuro). Así nacieron lo que muchos prestigiosos ecólogos y biólogos denominaron "desiertos verdes": miles de hectáreas de bellos bosques conformados por una sola especie.
"¿Por qué cree que Uruguay no es un país forestal?", le preguntaron al actual ministro de Ganadería, Pesca y Agricultura de ese país, el pintoresco José "Pepe" Mugica, quien, dicho sea de paso, se manifestó a favor de la inversión que significarán las papeleras, siempre que no hipotequen ambientalmente al río Uruguay. "Porque nunca vi que la naturaleza haga el mamarracho de hacer un bosque con una sola especie", explicó como el mejor de los expertos en ecología vegetal.
Los productores mundiales de pasta de celulosa concretaron lo que, también en lenguaje setentista, se conocía como "división internacional del trabajo" y hoy se describe como un subproducto nocivo pero inescindible de la globalización. Determinaron que la pasta de celulosa que seguirán consumiendo los países centrales (ya sea para consumo directo o para fabricar papel que luego importaremos los países no centrales) se obtendrá en estas naciones periféricas de tierras fértiles, mano de obra barata, escenarios contaminables y leyes ambientales persistentemente laxas.
De ese modo idearon el proceso, sabiendo de antemano que al final del desarrollo del bosque de una sola especie (en general, eucalipto) debía haber una "pastera" (planta de obtención de pasta base de celulosa) esperando.
De aquellas forestaciones masivas a estas papeleras
Por eso los empresarios representativos de la empresa finlandesa Botnia –una de las dos en conflicto frente a Gualeguaychú– dicen y escriben que están completando la cadena de un polo de desarrollo forestal. Por eso, dicen que habrá "pasteras" en toda la cuenca del río Uruguay, para poder procesar al pie de las forestaciones los miles de árboles allí ya crecidos. Y por eso, groseramente, dicen que en caso de persistir en su oposición a las papeleras, el gobierno de Entre Ríos –territorio con mayor cantidad de bosques implantados que la República Oriental del Uruguay– deberá importar toneladas de vaselina para ubicar en algún lado tantos eucaliptos.
Tan brutal es el proceso de otorgamiento de roles por parte del capital internacional, que ya se sabe que del total de la producción anual de pasta base de celulosa de las dos papeleras de Fray Bentos, el 90 por ciento ya está previamente colocado en mercados de los Estados Unidos y Europa.
Aquí queda la contaminación y algunas divisas.
Los actores
"Si hoy uno sigue una llamada directa a actuar, esa acción no se realizará en un espacio vacío, sino dentro de las coordenadas ideológicas hegemónicas: aquellos que ‘realmente quieren hacer algo para ayudar a la gente’ se involucran en hazañas (indudablemente honorables) como los Médicos sin Frontera, Greenpeace, campañas feministas y antirracistas que, no sólo son toleradas, sino incluso apoyadas por los medios de comunicación, aun cuando se entrometan aparentemente en el territorio económico (digamos, denunciando y boicoteando compañías que no respetan las condiciones ecológicas o que utilizan mano de obra infantil). Son toleradas y apoyadas con tal de que no se acerquen demasiado a un cierto límite. Este tipo de actividad proporciona el ejemplo perfecto de interpasividad: de hacer cosas no para lograr algo, sino para evitar que algo pase realmente, que algo realmente cambie."
El párrafo anterior no fue escrito ahora ni tampoco por ningún participante de la trifulca de las papeleras. Lo escribió el filósofo esloveno Slavoj Zizek en un libro de título de la Guerra Fría (A propósito de Lenin) pero subtítulo contemporáneo (Política y subjetividad en el capitalismo tardío). Convendrá releerlo dentro de un tiempo cuando el resultado de la batalla por las papeleras sea el que ya vislumbran los actores con sentido común: un presidente uruguayo cortando la cinta del supuesto progreso para sus conciudadanos.
1. Uruguay
El paisito está atado no a la decisión de éste o el anterior gobierno sino a lo que muchos economistas amantes del mercado sacralizan como "políticas de Estado". La política de Estado de Uruguay en este tema, insistimos, fue decidida hace un cuarto de siglo cuando se inició la forestación masiva, sin considerar ni el impacto ecológico negativo del monocultivo forestal ni el posterior de las pasteras que irremediablemente deben instalar al final del proceso.
Es por eso que en el horizonte inmediato aparece el condicionamiento establecido por las empresas papeleras que, conocedoras e impulsoras de ese proceso, impusieron cláusulas monumentalmente leoninas al Estado uruguayo en caso de incumplir los contratos. Y, una vez sorteado el actual escollo del conflicto con Argentina –más bien, con la gente de Gualeguaychú–, hay una ristra de proyectos de pasteras a ser instalados en ese sitio.
2. Gualeguaychu
Conocedora de los antecedentes poco felices de la industria celulósica en materia de contaminación en el mundo, los ciudadanos de Gualeguaychú son claros ejecutores de la política de NIMBY ("Not In My Back Yard", algo así como "no en mi jardín"). Tanto es así, que cuando surgió de la Cancillería argentina la propuesta negociadora de trasladar las papeleras cien kilómetros al sur de Gualeguaychú, muchos respiraron aliviados por aquello de que "no lo voy a sufrir yo". Sólo Greenpeace puso un poco la pelota contra el piso en este último tramo de esta historia, al señalar que ésa era una manera de administrar el conflicto sin resolver la cuestión de fondo.
Pero aun cuando el NIMBY parezca una mirada egoísta sobre el conflicto, no es menos cierto que nadie le consultó a la población de Gualeguaychú si quería pagar con impacto ambiental el presunto beneficio económico y laboral de terceros (los uruguayos).
3. Argentina
Es la de peor situación en el conflicto. El país tiene escasa autoridad moral para reclamar a Uruguay que detenga una industria presuntamente contaminante. La Argentina queda, a los ojos de cualquiera que observe con desapasionamiento el asunto, presa del doble estándar. Por un lado, aparece amenazando con ir a los foros internacionales a defender su derecho al ambiente sano y, por otro, el país tiene fronteras adentro un desbarajuste ambiental imposible de disimular.
Citemos un ejemplo pertinente. Argentina fundamenta su protesta diplomática por el tema de las papeleras en el recurso compartido –el río Uruguay– que aparece amenazado por este proyecto. Hace apenas dos meses, se dio a conocer un estudio realizado por Freplata –organismo ambiental binacional rioplatense– donde quedaba en evidencia la contaminación record del Río de la Plata. El informe contenía tres conclusiones categóricas respecto de ese "recurso compartido" entre Buenos Aires y Montevideo: a) que Uruguay había revertido la contaminación de origen cloacal que se había expresado en sus costas hace una década; b) que la costa de Buenos Aires había alcanzado en ese mismo tiempo y hasta la actualidad niveles de contaminación similares al Riachuelo y el Río de la Plata; c) que la casi totalidad de la contaminación del Río de la Plata como cuerpo de agua se explica por la actividad incontrolada de las industrias radicadas del lado argentino y por la ausencia de tratamiento de los residuos cloacales de las ciudades emplazadas desde Santa Fe hasta Magdalena.
¿Contaminan las papeleras?
Un antiguo y nunca desmentido ranking elaborado por Naciones Unidas ubica la obtención de pasta de celulosa entre las cinco actividades industriales más contaminantes. Es decir, aquellas que liberan subproductos de alta persistencia en el ambiente (los organoclorados, principalmente) y potencialmente cancerígenos.
Tanto Ence (de origen español) como Botnia (de origen finlandés) tienen –de forma directa o por la tecnología que utilizan– precarios antecedentes en esta materia. Ence, en especial, administra desde hace 50 años una planta de obtención de pasta de celulosa en Pontevedra, en las rías gallegas. Cuenta la leyenda que Ence, originalmente del Estado franquista, fue instalada a bayoneta limpia de la mano de aquel latiguillo del generalísimo que proponía que lo estatal y fabril eran sinónimos de progreso, dejaren el tendal (social, ambiental) que dejaren. Marchas, protestas y hasta una condena firme por daño ambiental consuetudinario no consiguieron que Ence abandonara las rías baixas y, con ella, el olor a huevo podrido (ácido sulfhídrico) característico del proceso de separación de la lignina de la madera. El alcalde de Pontevedra ha recomendado a su par de Gualeguaychú que haga lo imposible por impedir la planta de Ence en Fray Bentos. Y se presume que sabe de qué habla.
A Botnia –o a su tecnología– le atribuyen tanto la supuesta limpieza de la producción de celulosa en los alrededores de Helsinki como dos episodios tan confusos como lesivos para el ambiente. Uno, el de una planta instalada en Valdivia, Chile, donde organismos oficiales de los Estados Unidos reclamaron el cese de su funcionamiento por haber destruido el santuario natural de río Cruces, donde de 6000 cisnes apenas quedaron 300 agobiados por la contaminación liberada aguas arriba. La otra es la planta de Espíritu Santo, en Brasil, donde comparten la crítica por la contaminación fabril con las acusaciones de haber favorecido la pérdida de bosques nativos a favor de megaplantaciones de pinos y eucaliptos con horizonte de papel.
Los expertos dicen que no sólo la liberación de ingentes cantidades de sustancias nocivas es motivo de contaminación. Una playa como la que utilizan los turistas que van a Gualeguaychú, frente a la cual se erija una chimenea ajena a cualquier paisaje natural, bien puede considerarse que ha sido contaminada.
También vendrán quienes pregunten por qué tanta alharaca si nuestra convivencia con esta amenaza ambiental es anterior al conflicto de Fray Bentos: sólo en Brasil la industria de la celulosa contiene a 220 plantas fabriles y en la Argentina hay una docena de industrias, todas ellas a la vera del Paraná y algunas de ellas con denuncias y clausuras por contaminación.
Otros sostendrán que se trata de un nuevo episodio de la saga que confronta a medio ambiente con progreso y que sólo se trata de controlar que no se contamine por encima de los valores permitidos (de contaminación). Pero será más difícil explicar, sin recurrir a los clásicos y a cierto setentismo, por qué la Unión Europea resolvió erradicar de su territorio para la próxima década tecnología de producción de pasta de celulosa que persiste y se inaugura día a día por estos arrabales.
Habrá que preguntarse, en el mar de la globalización, cuánta ecología le toca
a la parte más desigual del mundo.