Argentina: La lucha continúa
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Del Pacto de la Moncloa a la seriedad chilena
Fernando Riesco
Estudiante de Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires
Desde los distintos ámbitos académicos, políticos, empresarios y
comunicacionales argentinos, sean éstos de centro izquierda o centro derecha, se
ha propuesto insistentemente la importación de procesos institucionales
"exitosos" del extranjero, a fin de apaciguar la grave crisis argentina y
garantizar el desarrollo sostenido de nuestra nación.
Esto demuestra, en el mejor de los casos, una marcada ignorancia respecto a
dichos sucesos, o bien, motivaciones ajenas al interés general que dicen
fomentar.
No hace falta ir muy lejos para recordar aquella unánime propuesta del "Pacto de
la Moncloa argentino", como remedio absoluto a todos los males del país. La
misma ignoraba que precisamente la condición principal para que ello pudiera
hacerse realidad, era que los distintos dirigentes sociales, políticos y
empresariales gozaran de una representatividad incuestionable ante sus
respectivas bases. Justamente ese era el elemento más dañado por la crisis
argentina, la representación. Basta simplemente con rememorar el célebre "que se
vayan todos", el cual aún hoy ocupa un lugar importante dentro del pensamiento
de la ciudadanía.
Entonces, ¿Qué institución estaba en condiciones de aportar representantes con
la legitimidad necesaria para enfrentar un proceso de tal magnitud? ¿Cuál de
ellas se encuentra capacitada para hacerlo en la actualidad? ¿Es posible que
ello ocurra en tiempos de individualismo, racionalidad instrumental y
reivindicación de demandas locales, puntuales y coyunturales? El profundo
deterioro de los lazos sociales de confianza y solidaridad entre los ciudadanos,
y la ostensible crisis de las identidades colectivas y de los proyectos
políticos con capacidad de encarnarlas, ¿no constituye un obstáculo a tener en
cuenta al siquiera insinuar esta propuesta? Obviamente, en ciencias sociales no
existe una respuesta concluyente ni en éste ni en ningún otro caso, pero
convengamos que el sentido común nos indica que dicha posibilidad es, cuanto
menos, bastante remota. De todos modos, debemos darle la razón al reconocido
escritor argentino Jorge Luis Borges, cuando afirmaba que el sentido común es
más común en algunos lugares que en otros.
Pero bien, como toda moda superficial, el "Pacto de la Moncloa argentino", pese
al intento por injertarlo en nuestro país bajo el nombre de "Diálogo Argentino",
pasó a mejor vida sin pena ni gloria, reafirmando lo dicho alguna vez por Karl
Marx en el 18 Brumario, respecto a que los sucesos históricos se producen en dos
oportunidades, una vez como tragedia y luego a modo de farsa. La Argentina de
principios del siglo XXI no fue la excepción a dicha regla marxista.
Sin embargo, ni lentos ni perezosos, los crédulos sectores gobernantes de la
Argentina han encontrado otro ejemplo a seguir, el Chile de la Concertación.
Más aún después del triunfo de la primera presidente mujer y socialista de la
historia de aquel país trasandino. Tanto el ex vicepresidente aliancista Carlos
"Chacho" Álvarez, la primera dama Cristina Fernández de Kirchner, como el
bulldog neoliberal Ricardo López Murphy y el presidente de Boca Juniors en uso
de licencia, Mauricio Macri, entre tantos otros, coinciden en las bondades del
modelo chileno.
Debemos indicar que resulta comprensible la adhesión del conservadurismo
argentino a los 16 años de gobierno de la Concertación Democrática. El problema,
a mi cada vez más humilde entender, es asimilar su aceptación por parte de
aquellos sectores ideológicos que promueven, por lo menos desde el discurso, un
desarrollo económico con cierta equidad social.
La vía chilena al desarrollo (no ya al socialismo, claro está) que provoca
tamaño consenso multisectorial en nuestro país, consiste en una serie de
indicadores macroeconómicos que impresionarían a cualquier latinoamericano que
pose sus ojos sobre ellos. Basta con recitar su importantísimo crecimiento
sostenido, expresado en sus u$s 40.000 millones de exportaciones, un Producto
Bruto Interno duplicado en la última década de u$s 110 mil millones, un PBI per
cápita de u$s 10 mil, y un sistema de jubilación que acumula la suma de u$s
68.931 millones. Contando además con estabilidad y solvencia fiscal, la
cual le permite gozar de un superávit equivalente al 4,5% de su PBI.
Sin embargo, en Chile, la mayor parte de su población consume gas en garrafa;
aún existe un 20,6% de chilenos bajo la línea de pobreza, un 5% de indigentes y
un 8,5% de desocupados; más de 1 de los 6 millones de puestos de trabajo están
subcontratados o tercerizados, no teniendo estos trabajadores posibilidad alguna
de recibir los beneficios sociales correspondientes; solamente 17 grupos
económicos controlan el 80% del PBI, dato reconocido por el senador nacional
oficialista Juan Pablo Letelier; la quinta parte más rica de sus ciudadanos
tiene ingresos 15 veces mayores que la quinta parte más pobre, concentrando los
primeros el 56% del ingreso nacional mientras el sector menos pudiente recibe
sólo el 4%; existe un sistema previsional privado que no puede asegurar una
pensión mínima a todos sus trabajadores, que tiene dinero solamente para la
mitad de sus siete millones de afiliados, y cobra comisiones por un valor del 10
al 30% de los aportes de sus miembros.
¿Cuál es el verdadero Chile? o mejor dicho, ¿a cuál de ellos nos lleva el modelo
trasandino? Si de fríos e impersonales números se trata, nosotros, los
argentinos, debemos recordar el abultado PBI y PBI per cápita que exhibíamos
ante el mundo durante la década del noventa, los cuales nos hicieron merecedores
de innumerables elogios por parte de los diferentes organismos internacionales
de crédito y los países desarrollados. También nuestro crecimiento sostenido, la
inexistente inflación y el pujante desarrollo del mercado de capitales privados
se habían convertido en verdaderos objetos de culto para los adoradores del
mercado.
Lamentablemente, el tiempo nos mostró, una vez más, que los indicadores
económicos muchas veces no expresan fielmente la realidad de una sociedad y una
economía, y que, mientras el gobierno argentino de aquel entonces y el mundo
entero, nos decían que estábamos mal pero íbamos bien, nos dirigíamos
irremediablemente a la quiebra política, social y económica más grande de
nuestra historia.
De todas formas, el presente artículo no pretende impugnar el modelo vigente en
el país vecino, ni tampoco desconocer los importantes avances sucedidos en
aquella nación, sino simplemente indicar que el Chile actual no es un ejemplo a
seguir para las fuerzas políticas que promueven la justicia y la igualdad en sus
territorios. Esto queda evidenciado si tenemos en cuenta que los principales
temas de las campañas electorales de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera fueron
precisamente la concentración del ingreso y la desigualdad social, aún después
de 16 años de gobierno de la Concertación.
Sin embargo, reconozco las serias limitaciones que tuvo la alianza oficialista
en esos años, producto de los enclaves autoritarios y conservadores que Pinochet
instaló en la propia Constitución Nacional, así como también de la correlación
de fuerzas adversa que tuvieron en la Cámara de Senadores principalmente. Por
eso, la flamante presidenta socialista tiene un gran desafío por delante, el
cual no es otro que darle una alta dosis de equidad social a un país que hace
mucho tiempo que no la tiene. Una vez transitado ese sinuoso camino, veremos si
Chile puede convertirse o no en un modelo a imitar por el centro izquierda
latinoamericano, pero, mientras tanto, dicha nación sigue padeciendo el problema
histórico que aqueja a nuestro continente: la desigualdad.
"El mayor milagro chileno es la extraordinaria difusión de sus supuestos éxitos,
una publicidad propalada por banqueros y las trasnacionales beneficiadas por el
modelo vigente", Tomás Hirsch (candidato presidencial de la alianza izquierdista
Juntos Podemos).