Medio Oriente - Asia - Africa
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Un continente en proceso de mutación
Ignacio Ramonet
Le Monde Diplomatique
Traducido para Rebelión por Rocío Anguiano Pérez
Es como si África se hundiera bajo el peso de los problemas: guerras,
masacres, golpes de Estado, crisis políticas y sociales, dictaduras,
enfermedades, éxodos... Y sin embargo, aquí y allá, las mujeres y los hombres
luchan por sus derechos y su dignidad, las asociaciones de carácter cívico se
multiplican, las experiencias democráticas son más duraderas, los creadores, los
artistas y los artesanos dan muestra de una formidable vitalidad, la sociedad
cada vez más urbanizada se mueve, se transforma y se proyecta con confianza
hacia el futuro.
No obstante, en Occidente, son muchos los especialistas que le vaticinan aún más
desgracias. Algunos culpan a los propios africanos. Como si no le bastara con
morirse, África, aquejada del "síndrome de victimización", estaría
suicidándose, apoyada por las lagrimas de sus enterradores, los "negrólogos"
que le mienten. Demasiado sencillo para ser cierto. Porque las sociedades
africanas que se baten y se debaten merecen nuestra atención tanto como el "África
de pesadilla" venerada por algunos intelectuales occidentales que están de
vuelta de todo.
Muchos países, tras alcanzar la independencia, optaron por políticas de
desarrollo voluntaristas, que no lograron el despegue económico debido al peso
aplastante de la deuda externa y a una división internacional del trabajo falta
de equilibrio. Desde entonces, las instituciones financieras del Norte imponen,
con la complicidad de las elites locales, políticas liberales que agravan la
crisis. Con los acuerdos de Lomé, la Comunidad Europea intentó suavizar la
dureza de la competencia mundial concediendo a los países de África, el Caribe y
del Pacífico ventajas unilaterales, tales como el acceso preferencial al mercado
europeo. Se intentaba también compensar la variación de los precios mundiales de
las materias primas y de los productos agrícolas. En el año 2000, con la
aprobación del acuerdo de Cotonou, los europeos abandonaron estas aspiraciones y
adoptaron el libre cambio clásico.
Pero la globalización no beneficia al continente. El premio Nobel de economía y
antiguo vicepresidente del Banco Mundial Joseph Stiglitz demostró, a partir del
caso de Etiopía, lo estériles que resultan las directivas que el Fondo Monetario
Internacional impone a los Estados africanos. "Lo que dicen las estadísticas,
escribe Stiglitz, lo ven con sus propios ojos en los pueblos de África los
que salen de las ciudades: el abismo entre ricos y pobres se ha acentuado, el
número de personas que viven en la pobreza absoluta –menos de 1 euro al día- ha
aumentado. Si un país no responde a ciertos criterios mínimos, el FMI suspende
su ayuda y, al hacerlo, lo normal es que otros donantes le imiten. Esta forma de
actuar del FMI plantea un problema evidente: implica que, si un país africano
obtiene la ayuda para un proyecto cualquiera, nunca podrá gastar ese dinero. Si,
por ejemplo, Suecia concede una ayuda financiera a Etiopía para que construya
escuelas, la lógica del FMI obliga a Addis Abeba a reservar esos fondos, con el
pretexto de que la construcción de esas escuelas entrañará gastos de
funcionamiento (los sueldos del personal, el mantenimiento de los equipos) que
no estaban previstos en el presupuesto y producirá desequilibrios perjudiciales
para el país".
Estas políticas neoliberales debilitan especialmente a los productores de
algodón africanos, de forma que toda la economía de los grandes países del Sahel
estaría amenazada. En el Chad, el algodón constituye el principal producto de
exportación; en Benín, representa el 75% de los ingresos de las exportaciones;
en Malí, el 50% de los recursos en divisas y en Burkina Faso, el 60% de los
ingresos por exportaciones y más de un tercio del producto interior bruto (PIB).
El aceite que se obtiene de la semilla del algodón representa la mayor parte del
consumo de aceite alimenticio en Malí, en el Chad, en Burkina Faso, en Togo, y
una proporción importante en Costa de Marfil y Camerún. Esto sin mencionar la
alimentación para el ganado derivada del algodón.
La devaluación del franco CFA, impuesta en 1994 no ha mejorado las cosas, sino
que ha aumentado los desequilibrios estructurales de los catorce Estados
afectados, once de los cuales figuran entre los países menos avanzados del
mundo. El fracaso económico de gran parte del África subsahariana obliga a
redefinir el propio concepto de desarrollo.
En cuanto a la política extranjera, desde la abolición del apartheid en
Sudáfrica y el final del conflicto Este-Oeste, en el conjunto del continente se
han redistribuido los papeles. Varios países desarrollan una diplomacia
autónoma, especialmente la República Sudafricana, que se ha convertido en
protagonista, incluso cuando, al margen de iniciativas puntuales, la política de
Pretoria parece ir a tientas.
Las potencias occidentales ejercen una nueva guerra de influencias a golpe de
acuerdos económicos y ayudas militares. Con el pretexto de luchar contra el
terrorismo, en los últimos años Estados Unidos ha multiplicado los acuerdos
militares con los países africanos, incluyendo a los Estados francófonos
vinculados a París. Washington toma de este modo posiciones sobre el vedado
territorio francés. Hay que decir, que cuarenta años después de las
declaraciones de independencia, París ya no tiene ningún proyecto firme. Francia
era antes "hacedora de reyes" en su "reserva" africana. Y sus embajadores,
respaldados en el Chad, en África Central o en Gabón por influyentes agentes más
o menos secretos, dirigían abiertamente la política interior. Así fue como
París, incapaz de romper con esta tradición "francafricana", se encontró metida
en la trampa de Costa de Marfil.
Al bombardear la zona rebelde del Norte, el 4 de noviembre de 2004, el
presidente Laurent Gbagbo empeoró gravemente la situación política del país. Los
militares franceses de la operación "Licorne" desplegados en el país tras la
rebelión de parte del ejercito, con el mandato de la ONU de controlar una "zona
de seguridad" que dividiera Costa de Marfil en dos partes, tuvieron que
intervenir en el centro de la ciudad para proteger a los extranjeros –africanos
y europeos- que eran perseguidos en Abidján por manifestantes, con el riesgo de
parecer un "ejercito de ocupación".
Las crisis que golpean África son también de tipo sanitario. Como el paludismo
que afecta a entre 1 y 2 millones de personas al año o el Sida cuya repercusión
es mucho mayor. El principal aliado del Sida es la pobreza. En los países
africanos, los ciudadanos y los Estados no pueden hacer nada para intentar parar
la enfermedad por falta de medios. No hacer nada significa resignarse a ver
desaparecer poblaciones enteras. Solo el África subsahariana tiene un 71% de
personas afectadas, es decir 24,5 millones de personas adultas y niños. Entre
las jóvenes africanas las tasa media de infección es cinco veces más elevada que
entre los hombres.
Sin embargo, las razones para conservar la esperanza son abundantes. Por poco
curioso que uno sea, puede ver el pulular de experiencias que revelan una
excepcional vitalidad. Por ejemplo, en diciembre de 2004, en Lusaka (Zambia),
tuvo lugar el 3er Foro Social Africano. A pesar de la falta de medios, esta
reunión -precedida por varios foros locales- mostró la diversidad y la riqueza
del movimiento social. Pese a la crisis y a la inestabilidad política, las
experiencias democráticas se han multiplicado desde 1990. Y a partir de ellas
han ido surgiendo prácticas cívicas originales. La llegada del multipartidismo
ha hecho posible, en casi todo el continente, la eclosión de nuevos espacios de
libertad, incluso aunque rara vez haya llevado a transformaciones cualitativas
irreversibles, tanto desde el punto de vista cívico como del bienestar material
de las poblaciones. Además, por todas partes, la falta de alternativas creíbles
al modelo neoliberal ha provocado el repliegue en un discurso moral o religioso,
o bien crisis de identidad, o incluso el agravamiento de las luchas por
conquistar o conservar el poder. Es el caso de Senegal en donde, en marzo de
2000, la derrota electoral del presidente Abdou Diouf y el acceso al poder de
Abdoulaye Wade suscitó una gran esperanza de cambio político y social. Pero,
hasta ahora, el nuevo equipo no ha sabido implantar las grandes reformas
indispensables.
A escala continental, el fracaso de la Organización de la Unidad Africana (OUA),
que nació en 1963 en Addis Abeba (Etiopía), se ha confirmado. Globalmente, el
balance resulta negativo respecto a los objetivos marcados en su acta de
fundación, especialmente el artículo 2, que preveía el refuerzo de la
solidaridad entre los Estados y la coordinación de sus políticas. En lo que se
refiere a otro punto esencial, la defensa de la soberanía, de la integridad
territorial y la independencia de los Estados miembros, la OUA se mostró incapaz
de resolver los conflictos de Liberia, Somalia, Sierra Leona, Ruanda, Burundi y
la República Democrática del Congo. Por lo tanto, no resulta sorprendente que,
ante tantos fracasos, la OUA fuera reemplazada en julio de 2000 por la Unión
Africana que deberá hacer frente a los graves desafíos del continente. Una nueva
etapa se abre así en la historia del panafricanismo.