Medio Oriente - Asia - Africa
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Al Jazeera, en la mira de EEUU
Robert Fisk*
La Jornada
El 4 de abril de 2003 estaba yo en la azotea de la corresponsalía de Al
Jazeera en Bagdad. El horizonte era una gigantesca epopeya de incendios
petroleros y edificios en llamas. Las baterías aéreas ubicadas en un parque
público cercano lanzaban proyectiles al cielo y el aullido de los jets resonaba
en toda la ciudad. Me disponía a empezar una entrevista de dos vías con la
oficina de la televisora en Qatar cuando un cohete estadunidense llegó rugiendo
desde el Tigris, a mis espaldas. Su zumbido arrancó un grito al técnico qatarí,
que lo pescó en sus audífonos.
"¿Fue lo que me pareció que era?", me preguntó. Me temo que sí, repuse, mientras
el misil crucero pintado de blanco volaba bajo uno de los puentes del río y
desaparecía corriente arriba. Después de terminar mi "toma desde lo alto"
-todavía hoy la televisión exige escenas de azotea desde Bagdad, pese a que la
mayoría de los reporteros están confinados a sus oficinas y hoteles por equipos
de mercenarios- descendí a la sala de prensa de Al Jazeera, donde el jefe de la
oficina en Jordania-Palestina, Tareq Ayoub, trataba de preparar su siguiente
informe. Tú, le dije, tienes la corresponsalía de televisión más peligrosa en la
historia del mundo.
Le hice ver que su oficina en Bagdad sería blanco fácil si los estadunidenses
quisieran destruir su cobertura de víctimas civiles en el bombardeo anglo-estadunidense
de Bagdad, que se veía en todo el mundo árabe. "No te preocupes, Robert",
contestó. "Hemos dado a los estadunidenses la ubicación exacta de nuestra sede
para que no nos vayan a dar". Tres días después, Tareq estaba muerto.
Cierto, Al Jazeera había proporcionado el mapa de coordenadas de su
corresponsalía al Pentágono. De hecho, el representante de relaciones públicas
del Departamento de Estado en Qatar -un hombre de ascendencia libanesa llamado
Nabil Khoury- había ido el 6 de abril a la dirección del canal para asegurar que
su sede no corría peligro. Luego, el día 7, cuando Ayoub transmitía a las 7:45
desde el mismo lugar de la azotea donde yo había estado, un jet estadunidense
cruzó el Tigris y disparó un solo misil a Al Jazeera. La explosión mató a Tareq
al instante. No fue un disparo al azar: "El avión volaba tan bajo que creímos
que iba a aterrizar en el techo", me dijo después Taiseer Alouni, colega de
Tareq.
Y Taisser sabía de lo que hablaba. En 2001 era corresponsal de la televisora en
Kabul cuando un misil dio contra su oficina, por fortuna vacía. Al Jazeera había
estado transmitiendo las amenazas y sermones de Osama Bin Laden desde Afganistán
y nadie dudaba en ese tiempo que el ataque fue deliberado, aunque los
estadunidenses lo atribuyeron a un error. Después de la muerte de Tareq Ayoub,
en 2003, la escueta carta del Pentágono lamentaba su muerte pero no se molestaba
en ofrecer explicación alguna. ¿Por qué habría de hacerlo? Después de todo, ese
mismo día un tanque Abrams M-1 A-1 disparó un proyectil contra el hotel
Palestina y mató a otros tres periodistas. Desde el edificio se habían disparado
armas ligeras, afirmaron los estadunidenses. Era mentira.
No me sorprendió. Allá en Belgrado, en 1998, había yo observado a los
estadunidenses bombardear la sede de la televisión serbia, acto que, según
escribí la mañana siguiente, permitía a la OTAN (Organización del Tratado del
Atlántico Norte) atacar blancos por las palabras que hombres y mujeres decían,
no por los actos que cometían. ¿Qué precedente sentaba para el futuro? Debí
haber adivinado.
¿Qué de extraño tenía el deseo de George W. Bush de bombardear Al Jazeera en
2004? Que lord Blair de Kut al-Amara -el hombre que supuestamente convenció al
presidente estadunidense de desistir de esa nueva locura- amenace ahora a la
prensa británica conforme con la Ley de Secretos Oficiales para que no divulgue
la verdad completa va muy a tono con la arrogancia del poder que hoy asociamos
con la alianza Bush-Blair. Ministros británicos repetían cobardemente las
mentiras estadunidenses cuando los aviones del Pentágono asesinaban a inocentes
en Bagdad, en 2003, y sin duda cubrirán con gusto el deseo de Bush de continuar
bombardeando a sus supuestos enemigos, por inocentes que sean.
Cuando Al Jazeera comenzó a transmitir a todo el mundo árabe, los estadunidenses
elogiaron su aparición como símbolo de libertad entre las dictaduras de Medio
Oriente. Tom Friedman, mesiánico columnista del New York Times, la encomió como
bastión de libertad -siempre un peligroso precedente, viniendo de Friedman-, en
tanto que funcionarios estadunidenses señalaron las transmisiones de la estación
como prueba de que los árabes deseaban libertad de expresión. Y algo había de
cierto en ello: cuando Al Jazeera emitió una brillante serie de 16 capítulos
sobre la guerra civil libanesa -tema que las televisoras de Beirut evadían
escrupulosamente-, la playa de Corniche, frente a mi casa en Líbano, que por lo
regular estaba atestada, quedó desierta. Los árabes querían ver y oír la verdad
que sus gobernantes les habían negado.
Pero cuando la misma televisora empezó a difundir las palabras de Bin Laden,
todo el entusiasmo de Friedman y el Departamento de Estado se secó. Ya en 2003
el subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz -ese campeón de la democracia que
preguntó por qué los generales turcos no tenían "algo que decir" cuando el
Parlamento democráticamente electo de su país prohibió a las tropas
estadunidenses utilizar su territorio para invadir a Irak- afirmaba en forma
fraudulenta que Al Jazeera "amenazaba la vida de los soldados estadunidenses".
Su jefe, Donald Rumsfeld, dijo una mentira todavía más grande: que la televisora
cooperaba con los insurgentes.
Me pasé días investigando esas acusaciones, y todas resultaron falsas. Las
cintas de ataques guerrilleros a fuerzas estadunidenses eran entregadas en forma
anónima a las oficinas de la estación, no filmadas por equipos de ésta. Pero la
suerte estaba echada: el gobierno iraquí recién electo demostró sus credenciales
democráticas expulsando a Al Jazeera del país, cumpliendo la amenaza que Saddam
Hussein hizo a principios de 2003.
Desde luego, Al Jazeera no es el niño bueno del periodismo. Sus programas de
análisis están a menudo sobrecargados de acérrimos islamitas, y su fiel
presentación de los extenuantes sermones de Bin Laden se equilibra con
entrevistas a líderes occidentales bastante más duras que cualquier pregunta
hecha al barbado liderazgo de la red Al Qaeda. Pero es una voz libre en Medio
Oriente, por eso fue atacada por los estadunidenses en Kabul y Bagdad, y por
poco en Qatar. Y por eso ahora los periodistas británicos deben ser suprimidos
por lord Blair de Kut al-Amara si se atreven a hacer la más reciente revelación
desde el pozo oscuro y sangriento al que Blair y Bush nos han empujado.
*© The Independent
Traducción: Jorge Anaya