Medio Oriente - Asia - Africa
|
Líbano: Algunos huesos están mejor enterrados
Robert Fisk
La Jornada
Mi difunto amigo Juan Carlos Gumucio solía decir que éramos "corresponsales de
las fosas comunes". Con tanta frecuencia nos trasladábamos al sur de Líbano, a
presenciar la exhumación de más libaneses asesinados, que su frase parecía una
descripción muy precisa de nuestras vidas. Drusos arrojados dentro de pozos,
maronitas degollados. En una ocasión apareció un osario repleto de esqueletos,
después de las acostumbradas acusaciones de atrocidades israelíes. El osario
resultó ser la última morada no de palestinos, sino de filisteos. Juan Carlos
fue quien notó que los muertos no traían relojes de pulsera.
Hoy -muchos meses después de que se suicidó en la lejana Bolivia- recuerdo una
vez más a mi antiguo compañero, pues ahora tenemos más fosas comunes en Líbano.
O para ser específicos, en un pequeño poblado llamado Anjar.
He aquí el problema: Anjar es armenio, y aunque el lugar tiene el honor de
albergar los restos de héroes de Musa Dagh (levanten la mano los lectores que
sepan qué pasó en Musa Dagh), fue uno de los pocos lugares de Líbano que se
salvó de la carnicería durante la guerra civil del país, de 1975 a 1990.
"Vamos a ver qué pasa", fueron las reconfortantes palabras de Babih Berri,
vocero chiíta del parlamento libanés y amigo de Siria. Era lo que se podía
esperar de él.
Porque los 29 cadáveres desenterrados en Anjar fueron descubiertos cerca de los
antiguos carteles de la agencia militar de seguridad siria. Incluyen cuatro
niños y un feto. Ahora los cristianos maronitas de Líbano sostienen que los
muertos fueron asesinados por los sirios.
En el palacio del cardenal maronita en Bkirke, los obispos exigen que un
tribunal internacional investiga ese "crimen contra la humanidad".
Todo bien hasta el momento, porque ¿quién fue el oficial que ejerció el más
prolongado dominio sobre el complejo de seguridad de Aangar? Claro, el general
brigadier Ghazi Kenaan, el esbelto, belicoso e implacable policía secreto, quien
se mató -o bien lo "suicidaron"- en su oficina de Damasco a principios de este
año, cuando aún tenía el puesto de ministro del Interior libanés.
De esta forma, son ahora los muertos quienes dividen a los libaneses a lo largo
de las líneas sectarias acostumbradas. Dado que los cristianos sospechan que los
cadáveres pertenecen a soldados que combatieron al ejército sirio en 1990 o que
eran cristianos que fueron torturados por los muchachos del general Kenaan, la
comunidad maronita está indignada, al tiempo que los musulmanes de Líbano están
algo sobresaltados por el descubrimiento de la fosa común.
A medida que cada día trae consigo más huesos provenientes de la suave tierra
rojiza del valle de Bekaa, recuerdo a una vieja amiga mía, serbia; una dama
distinguida que se casó con un coronel del ejército yugoslavo, quien recordaba
cómo los croatas desenterraban a sus muertos en la Segunda Guerra Mundial para
probar la perversidad de los partisanos serbios de Tito.
"Abrieron las fosas comunes para verter en ellas más sangre", decía mi amiga. Y
tenía razón. En cuestión de meses estalló una sucesión de guerras yugoslavas en
todo el territorio, atizadas por todos esos esqueletos sacados de las barrancas
de Croacia y Bosnia. ¿Realmente fue tan buena idea exhumarlos? ¿No debería
haber, quizá, un estatuto de limitaciones para estos casos?
Aun esto no resolvería el problema de Líbano, donde algunos muertos permanecen
sólo 15 años en sus tumbas y donde posiblemente es mejor no cavar en los
sepulcros. En una paradoja macabra, uno de esos sepulcros está a sólo unos
cientos de metros del palacio donde los obispos exigieron esta semana un
tribunal internacional.
El lugar donde esta tumba se localiza es conocido por los asesinos y contiene
los cuerpos de hasta 300 palestinos que originalmente se salvaron de la masacre
de los campos de refugiados de Sabra y Chatila, en Beirut, ocurrida a mediados
de septiembre de 1982.
Los aliados falangistas de Israel fueron enviados a campamentos en Israel para
combatir a "terroristas" -Ariel Sharon fue declarado responsable de esto en una
corte oficial israelí en 1983-, pero es menos conocido el hecho de que muchos
palestinos lograron escapar de la matanza. Fueron interrogados por oficiales
israelíes el 18 de septiembre de 1982 y devueltos a los milicianos asesinos.
Después de varios días de intentos infructuosos de intercambiar a estos
prisioneros por cristianos secuestrados por musulmanes libaneses y palestinos,
se tomó la decisión de matar a todos. Quienes estaban cautivos cerca de Bkirke
fueron ejecutados con ametralladoras al borde de sus tumbas, después de
haber sido transportados en asfixiantes contenedores. Uno de los asesinos
identificó el lugar de esos hechos en 2001, y ahora se encuentra dentro de
barracas del ejército libanés. Pero ¿quién querría desenterrar estos cadáveres?
¿Con qué propósito? ¿Para devolverlos a sus seres queridos (suponiendo que
puedan ser identificados y que sus familiares hayan sobrevivido a la masacre
original)? ¿O para verter más sangre en esas tumbas?
Después de todo, hay 17 mil libaneses desaparecidos como resultado de la guerra
civil. ¿Los vamos a desenterrar a todos? ¿O sólo a aquellos cuyos enemigos o
asesinos se encuentran en nuestra actual lista de odios favoritos -Siria se
encuentra en una posición privilegiada en la lista de Estados Unidos-, cuando
una prueba de la brutalidad siria le venga bien al Departamento de Estado
estadunidense?
¿Quién puede olvidar que el 15 de diciembre el investigador en jefe de la
Organización de Naciones Unidas, Detlev Mehlis, presentará su reporte final
sobre las responsabilidades en el asesinato del ex primer ministro libanés Rafiq
Hariri y otras 21 personas el 14 de febrero de este año? Este documento, por sus
implicaciones de largo alcance para el régimen sirio, probablemente excederá en
importancia las elecciones iraquíes, programadas para el mismo día.
Así que mientras esperamos los hallazgos del señor Mehlis sobre la muerte del
hombre cuyos restos mortales yacen al lado de los de sus guardaespaldas, a sólo
unos cientos de metros del sitio en que fue asesinado, todos en Líbano
percibimos el olor pútrido de un cementerio más grande. Tal vez Juan Carlos
tenía razón. Tal vez todos nosotros somos corresponsales de fosas comunes,
temerosos de olvidar a los muertos, y con más miedo aún de desenterrarlos.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca