Medio Oriente - Asia - Africa
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El emigrante africano: sangre y muerte
Marcos Roitman Rosenmann
Son seres humanos como usted y como yo que viven sometidos a condiciones de
inframundo no por deseo ni por designio de la naturaleza. Tampoco por asignación
divina. La existencia de Dios se les resiste. Llevan siglos buscando
explicaciones a su situación de explotación y neocolonialismo. El misionero
violó su cultura y se escandalizó por la desnudez de sus cuerpos y la sencillez
de sus vidas. Les impuso la moral alambicada de occidente. Los hombres de las
diferentes etnias campesinas fueron vestidos con pantalones y calzoncillos y sus
mujeres obligadas a usar sujetadores y taparse los senos por decencia católica o
protestante. Tras cinco siglos de continuo arrebato de vidas y riqueza a cambio
de sujetadores, bragas y calzoncillos, hoy sus habitantes desean aquello que
gozaban los colonizadores y se les mostraba como parte de un mundo al cual
tendrían derecho una vez fuesen soberanos. Según les dicen son cameruneses,
angoleños, nigerianos o liberianos. Aunque en ocasiones, al ser detenidos en
España no les convenga reconocerse y se declaren apátridas, así no los podrán
expulsar. Una interesante paradoja.
En un orden fundado sobre la economía de mercado, se argumenta, la mano de obra
no tiene fronteras ni nacionalidad, es una mercancía que circula libre para ser
contratada. Desplazarse para trabajar no debería suponer problema, al menos así
reza su enunciado. Pero la emigración de los africanos sin papeles hacia la
Europa de los 25 termina siempre en lo mismo: expulsión. En los hechos, hoy la
dinámica imperialista hacia Africa se camufla bajo la ideología de la
globalización. Los países más pobres y de los cuales más emigrantes mueren en el
intento de pasar a Europa vía España por Gibraltar o Marruecos provienen de
Liberia, Costa de Marfil, Ghana o Sierra Leona, ricos en producción de
diamantes. No son países pobres, son países empobrecidos donde Occidente juega
un papel fundamental, es cómplice de mantener gobiernos corruptos y favorecer
políticas tiránicas a cambio de materias primas para sus nuevas estrategias de
producción. Ni qué decir del uranio, potasio, oro, fosfatos, cobalto, níquel,
bauxita, colombita, cobre, estaño, petroleo, cromo, gas, hulla, hierro, grafito,
mica, plomo o amianto producido por los países del continente africano, sin
contar la flora y fauna y los caladeros marítimos. Requiere mano de obra barata,
en condiciones de semiesclavitud y desde luego con regímenes políticos dóciles y
amigos. Todo ello es necesario para vivir bien en nuestros países del primer
mundo.
La civilización del progreso material cuyos máximos exponentes han sido según
las épocas la era de la radio, el teléfono, el ferrocarril, el coche, el
televisor en color, el ordenador, el teléfono móvil, la que es capaz de
trasportar el hombre a la Luna y de satisfacer los apetitos de millones de
consumidores sobre la faz del planeta se enfrenta consigo misma, los saltos de
emigrantes en la verja de Ceuta y de Melilla vienen a desvelar el mito del
progreso. Este no es para todos. Muchos deben quedar fuera. En eso consiste el
capitalismo. Es para unos pocos, no puede generalizarse. Sólo puede hacerlo en
el mundo de las ideas. No puede cumplir con el sueño de hacer trabajadores y
consumidores a todos los seres humanos del planeta, porque colapsaría. Es un
orden de exclusión. Su respuesta para quienes quieren ver convertirse en
realidad la promesa de trabajo para todos, papeles para todos, es levantar muros
mas altos y militarizar la zonas en conflicto. Pedir más guardias patrullando e
intimidar a los osados africanos que lo intenten por medio de balas de goma,
radares y nuevas tecnologías. Occidente tiene el cupo completo. No hay lugar
para africanos, latinoamericanos y tercermundistas en general.
Sociedades donde el hambre crónica, la muerte por inanición, el paludismo o la
diarrea es rutina se asemeja al infierno de Dante. Pero si además se agrega la
guerra étnica, la sequía pertinaz, el robo de las empresas transnacionales, la
deuda externa, es comprensible que sus jóvenes abandonen pueblos y ciudades en
busca del dorado. No sorprende que los supervivientes huyan de semejante
realidad. Prefieren morir en una /patera/ a la deriva, ahogados en aguas de Cabo
Blanco o el estrecho de Gibraltar. Pero igual de escandaloso resulta ver a los
niños y jóvenes africanos vestir chandales deportivos de equipos de fútbol
europeos con nombres de peloteros conocidos, zapatillas de baloncesto
luminiscentes y cuanta ropa de deshecho se recoge y se exporta desde la Europa
de los 25 por las ONG de ayuda humanitaria para Africa. Lo que se produce en
Africa con mano de obra semiesclava e infantil y compra en Europa a precio de
oro vuelve a los países africanos como donación caritativa sin animo de lucro.
Una farsa posteriormente desmontada. Los africanos visten Lacoste, Adidas o
Armani en su versión deslucida, aunque estoy seguro que desearían poder estrenar
dichas prendas y no vestirlas de tercera mano. Sin embargo, sus vidas se ven
envueltas en este ajetreado mundo de las imágenes proyectadas en la televisión,
aparato que sí esta presente en las ciudades, aunque la electricidad y el agua
potable sean un lujo. El sueño de cambiar de vida para su familia y para sí está
en su mente, realizarlo es cuestión de voluntad, ahorro y un poco de
sufrimiento.
Nos escandalizamos por el sida, el hambre crónica, las ablaciones sexuales y
todo cuando se considera una involución en el desarrollo y respeto a la
condición humana. Sin embargo, pensamos que estos males que afectan a los
pueblos africanos son parte de una historia donde se mezclan factores de
corrupción institucional, guerras tribales, falta de gobernabilidad y, desde
luego, incapacidad para generar mercado y capitalismo. Poco o nada se puede
hacer sin espíritu de empresa y sin trabajadores aptos para ser explotados. No
hay condiciones. Es un continente destinado a fracasar. Sus gobernantes
multimillonarios se pasean en coches de lujo con su séquito y boato. Si los Amín
Dada, Bokassa o Selassie han desaparecido, tenemos monarcas en Marruecos o
tiranos en Guinea Ecuatorial, por ejemplo. Por estas razones, todos los días
cientos de ciudadanos africanos dejan atrás sus casas, sus historias de vida,
sus escasos bienes y emprenden una aventura que está teñida de sangre y muerte.
Lamentablemente el capitalismo sólo les ofrece explotación, una muerte lenta.
Algunos lo prefieren, la mayoría ni siquiera eso. Otra gran paradoja.