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Uruguay: Ante los delitos de lesa humanidad
La impunidad arropada
Sugerir, como lo hizo el juez penal Roberto Timbal, que durante la
dictadura era posible formular denuncias por delitos de lesa humanidad contra
miembros de las Fuerzas Armadas es arropar a la impunidad con los pañales de sus
primeros días. Quizás el magistrado no se haya preguntado nunca por qué ningún
juez penal de la esfera ordinaria llegó a culminar alguna investigación en los
años setenta y por qué no hubo denuncias –ni acciones de oficio– a pesar de que
proliferaban muertos en las cunetas, cadáveres en las playas traídos por las
corrientes, ciudadanos que desaparecían, otros que eran secuestrados de predios
de embajadas, y familiares angustiados por las torturas a que eran sometidos sus
seres queridos.
Samuel Blixen
Brecha
La justicia ordinaria estuvo paralítica durante la dictadura, y si tuvo algún
amague de echar a andar, el poder político se encargó de mantenerla de rodillas
aprobando la ley de caducidad. Si algún juez estaba desorientado en diciembre de
1986, cuando una mayoría de blancos y colorados levantaron los brazos en las
cámaras legislativas, la resolución de la Suprema Corte de Justicia descartando
la inconstitucionalidad de la ley lo sentó sin contemplaciones en la realidad.
Desde entonces hubo magistrados empeñados en ejercer justicia, y otros que se
acostumbraron a detectar las señales de los poderosos antes de tomar una
decisión. De hecho, la administración de justicia, cuando se ventilaban casos
del terrorismo de Estado o alta corrupción, pasó a manos de los presidentes, los
generales y algunos dirigentes políticos entrenados para representar los
intereses que se beneficiaron de la dictadura primero, y de la impunidad
después.
SEÑALES Y SEÑALES
Las inconsistencias y puntos flacos de la resolución del juez Timbal al archivar
la investigación sobre los asesinatos de Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez
Ruiz se analizan en otras crónicas de esta cobertura. Aquí se pondrá el acento
en otro aspecto: las señales contradictorias que el poder político emitió en
este caso. Seguramente, el juez Timbal tuvo que resolver un menudo dilema.
¿Cuáles señales eran más consistentes? ¿Las del presidente Tabaré Vázquez, que
el 1 de marzo declaró que el caso Michelini-Gutiérrez Ruiz no estaba comprendido
en los beneficios de la ley de caducidad? ¿O las del secretario de la
Presidencia, Gonzalo Fernández, quien sugirió su opinión personal de que en éste
y otros casos operaba la prescripción del delito? La opinión personal del
secretario de la Presidencia otorgó una oportuna coartada al juez Timbal, quien
así incorporó su nombre a una lista de antecedentes lastimosos.
El recuento de algunos episodios facilitará la comprensión del proceso de
deterioro de la justicia, estado que no es absoluto pero que todavía,
increíblemente, sigue siendo dominante.
En octubre de 1990 el entonces senador colorado Juan Carlos Blanco fue declarado
inocente por una abrumadora mayoría de senadores blancos y colorados que
impúdicamente dijeron no ver ningún delito en aquel famoso memorando de la
cancillería en el que Blanco, como ministro de Relaciones Exteriores de la
dictadura, analizaba la conveniencia o no de entregar a Elena Quinteros,
secuestrada de los jardines de la embajada de Venezuela en julio de 1976. "No
entregarla" supuso su sentencia de muerte, y por eso la bancada de senadores del
Frente Amplio resolvió formular la correspondiente denuncia ante el juez penal
Catenaccio. El expediente fue archivado unos años después por la sucesora, la
jueza María del Rosario Berro, que se sintió incapaz de ubicar una parte del
expediente, aquella que correspondía a la investigación administrativa de la
cancillería que descubrió el memorando y determinó la responsabilidad de Blanco,
y de los embajadores Julio César Lupinacci y Álvaro Álvarez, en su redacción.
Parte del expediente se había "perdido" y la jueza, desolada, optó por no hacer
nada.
Cuando otra magistrada, Estela Jubette, accedió al recurso de amparo solicitado
por Tota Quinteros, empeñada en descubrir qué pasó con su hija, y a los efectos
solicitó todos los antecedentes, resultó que el expediente de la cancillería,
supuestamente perdido, estaba precisamente en el juzgado de Berro, quien lo
mantenía en su caja fuerte mientras decía no encontrarlo.
Para entonces habían pasado diez años desde la denuncia del Frente Amplio, y
otro juez, Eduardo Cavalli, que suplantó a Berro, terminó procesando a Juan
Carlos Blanco por el delito de secuestro continuado. Comenzó allí una de las más
descaradas intromisiones del poder político. Desde el Partido Colorado y desde
la presidencia de Jorge Batlle se ejercieron continuadas presiones, explícitas e
implícitas, para obtener la liberación de Juan Carlos Blanco, el primer preso
por delitos cometidos durante la dictadura. La defensa de Blanco reclamó el
cambio de carátula: el defendido prefería ser homicida antes que secuestrador.
El juez Cavalli dijo que ello implicaría agravar la situación de Blanco, pero
accedió al cambio de carátula después de un interrogatorio al abogado Carlos
Ramela, delegado presidencial en la Comisión para la Paz. Ramela dijo que
fuentes militares aseguraban que Elena Quinteros había sido asesinada en 1976 y
enterrada en predios del Batallón 13 de Infantería. Aunque Ramela no aportó la
identidad de las fuentes, ni identificó a los responsables del asesinato, ni dio
elementos precisos del enterramiento (con lo que no había ningún indicio
material del asesinato), el juez cambió la carátula y simultáneamente otorgó la
libertad provisional de Blanco.
INTROMISIONES
Para entonces ya había otros antecedentes de la intromisión del poder político
en la acción de la justicia. En 1994, por órdenes de la presidencia de Luis
Alberto Lacalle, la Fiscalía de Corte adoptó una postura insólita en el caso de
tres ciudadanos vascos, Jesús Goitía, Mikel Ibáñez y Luis Lizarralde, procesados
por uso de documento falso, pero que mantenían una huelga de hambre exigiendo su
liberación mientras el gobierno español insistía recurrentemente con un pedido
de extradición acusándolos de pertenecer a la eta. Puesto que la extradición no
podía concretarse mientras hubiera un juicio abierto en Uruguay, el fiscal Juan
José Pumarega pidió la absolución de los encausados, pese a las evidencias que
habían permitido el procesamiento. El juez competente se vio obligado a aceptar
la maniobra del fiscal y ordenó la liberación de los tres vascos, que fueron
trasladados al Hospital Filtro y desde allí conducidos al Aeropuerto de
Carrasco, donde esperaba un avión español, mientras en las inmediaciones del
Edificio Libertad la Policía asesinaba a Fernando Morroni y disparaba a mansalva
sobre la multitud que se congregó en el Filtro para manifestar su solidaridad.
En marzo de 1997 el senador Rafael Michelini obtenía, de boca del general
Alberto Ballestrino, ex jefe de Policía de Montevideo durante la dictadura y
connotado miembro de la logia Tenientes de Artigas, la información sobre una
Operación Zanahoria por la cual los cuerpos de numerosos prisioneros
desaparecidos, que habían sido enterrados en unidades militares, habían sido
exhumados entre 1984 y 1986. Michelini comunicó el hecho al presidente Julio
María Sanguinetti, pero éste declinó tomar la iniciativa de investigar el
paradero de los desaparecidos en aplicación del artículo 4 de la ley de
caducidad. El senador entonces formuló la correspondiente denuncia en el juzgado
penal a cargo de Alberto Reyes, quien la aceptó y la canalizó hacia la fiscal
Ana María Merello. En opinión de Reyes el juzgado debía investigar, pero la
fiscal prefirió consultar al Poder Ejecutivo y Sanguinetti, claro, decidió
incorporar el asunto en la ley de caducidad. El juez Reyes insistió,
argumentando que la presunción de un hallazgo de restos humanos reclamaba
igualmente una investigación, pero Sanguinetti argumentó que "si no se podía
castigar no tenía sentido investigar". El magistrado se mantuvo en sus trece y
el caso derivó a un tribunal de apelaciones, que terminó sosteniendo la tesis
presidencial.
Los díscolos pagan. La impertinencia de Reyes fue castigada con su
desplazamiento de la justicia penal. Y esa sería la conducta que la Corte
Suprema adoptaría con los "jueces díscolos". Quizás el más díscolo (si se
exceptúa al juez Dardo Preza, en cuyo juzgado se radicaron numerosas denuncias y
quien en 1987 sostenía que la ley de caducidad era inconstitucional) fue
Alejandro Recarey, quien en 2001 suplantó a Eduardo Cavalli, obligado a tomar
licencia por enfermedad. Recarey se topó con el trajinado expediente de Elena
Quinteros, y adoptó dos importantes resoluciones basándose en el principio de
que la justicia no admitía la menor demora. Por una parte resolvió investigar si
Elena Quinteros había sido efectivamente enterrada en el predio del 13 de
Infantería, y para ello ordenó "no innovar", es decir, detener los trabajos de
saneamiento que modificaban el terreno donde supuestamente había un cementerio
clandestino, a la vez que designaba a dos técnicos de la Facultad de Ciencias
para que efectuaran un relevamiento de las fotografías aéreas del predio en
busca de indicios de tumbas. Por otro lado, dispuso la comparecencia al juzgado
de varios militares implicados en la desaparición de Elena Quinteros.
El presidente Batlle estaba azorado: el magistrado actuaba con excesiva rapidez.
Hizo todo lo posible por detener las actuaciones, al punto de sugerir que los
oficiales citados se desacataran; finalmente fue posible convencer al juez
Cavalli para que se levantara de su lecho de enfermo y retomara la titularidad
del juzgado. Cavalli suspendió las citaciones a militares –y también revocó la
decisión de Recarey de investigar la muerte de Luis Roberto Luzardo, ocurrida en
un cuartel días antes del golpe de Estado de junio de 1973, y por tanto no
comprendida en la ley de caducidad– y muy poco después volvió a pedir licencia,
pero en esta oportunidad la corte desestimó reponer a Recarey en ese
problemático juzgado.
Batlle, que inició su gestión con la designación de la Comisión para la Paz y el
anuncio de un nuevo "estado del alma", terminó aplicando la ley de caducidad en
su propio beneficio. Las denuncias del poeta argentino Juan Gelman en el juzgado
conducido por Gustavo Mirabal hacían posible la investigación de la desaparición
de María Claudia García de Gelman, en virtud del criterio según el cual la joven
argentina había sido secuestrada en Buenos Aires, trasladada clandestinamente a
Uruguay y finalmente asesinada a los solos efectos de robarle la hija que nació
en cautiverio a fines de 1976. Por lo tanto, no debía aplicarse la ley de
caducidad, aun cuando los delitos fueron cometidos por oficiales del Ejército.
Para entonces el presidente Batlle, en un arranque de furia, había confesado al
senador Michelini que él sabía quién era el asesino de María Claudia. Para el
presidente era una situación delicada: si el asesinato no estaba amparado por la
caducidad, entonces él había ocultado información clave respecto de un crimen.
Era difícil, por otro lado, argumentar que María Claudia había sido asesinada, y
su hija robada, en virtud de órdenes expresas emitidas por los mandos militares.
El fiscal Enrique Moller dio la cara, asegurando que el caso estaba comprendido
en la ley de caducidad, cuando el juez Mirabal reclamó del presidente la
fundamentación de esa inclusión. El caso fue archivado hasta que el presidente
Vázquez lo declaró fuera de la caducidad. El abogado de Gelman solicitó la
reanudación de las actuaciones, pero el fiscal Moller mantuvo el criterio de
Batlle y el caso pasó a un tribunal de apelaciones. Ya anteriormente Moller
había cortado la iniciativa de Mirabal, cuando obstruyó la posibilidad de
investigar las denuncias de las desapariciones de uruguayos en Argentina, que el
presidente Vázquez considera ahora que no están amparadas por la caducidad.
Hay otros episodios que se suman como antecedentes de la conducta del juez
Timbal: el juez departamental Álvaro González, de Pando, fue incapaz de
descubrir el menor indicio sobre los múltiples delitos que rodearon la
desaparición en 1993 del ciudadano chileno y ex agente de la dina Eugenio
Berríos. Archivó el caso, pero impidió que la prensa pudiera mirar el expediente
para comprobar qué fue lo que efectivamente investigó. Y cuando la desaparición
de Berríos se transformó en asesinato, tras la ubicación e identificación de los
restos, el magistrado reiteró su total incapacidad para avanzar un milímetro en
el esclarecimiento del crimen. Claro, González tuvo muy en cuenta en su momento
el pronunciamiento del comandante del Ejército, Juan Modesto Rebollo (el mismo
que ahora está acusado de haber intervenido en el asesinato de tres guerrilleras
en 1974) y de 12 de sus generales, al asumir una defensa corporativa del
teniente coronel Tomás Casella, responsable de la desaparición de Berríos, que
implicaba un desacato y un virtual golpe de Estado. ¿Qué podía hacer un juez
cuando el mismísimo presidente Lacalle se veía "obligado a doblar una vez más el
pescuezo", como le dijo muy gráficamente al embajador chileno el entonces
canciller Sergio Abreu?
Y para no ser menos, ahí está el caso de la jueza Fanny Canessa, que tuvo la
desgracia de que cayera en sus manos la denuncia contra Juan María Bordaberry
por violación de la Constitución. Sólo bastaba con pedir una copia del decreto
de junio de 1973, por el cual Bordaberry disolvió las cámaras, para comprobar el
delito. Pero Canessa tenía miedo, como dijo a diestra y siniestra, y después de
un intento fallido de escurrir el bulto (aduciendo que su hermano era empleado
de Bordaberry), optó por archivar el expediente. Su decisión está siendo
ventilada en tribunales de apelaciones.
Hay otros antecedentes, y la lista es abrumadora. Por ahora prevalece la
voluntad de los magistrados que se doblegan a la de los que se juegan el puesto.
Inevitablemente, la correlación cambiará, pero, ¡cuánto tarda, la justicia,
antes de llegar!