Latinoamérica
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El hambre colombiana en el contexto internacional
Juan C. Morales G.
La sin razón
"(.) empecé a morderme las manos desesperado, y ellos, creyendo que yo lo hacía
obligado por el hambre, se levantaron con presteza y dijeron: «Padre, nuestro
dolor será mucho menor, si nos comes a nosotros: tú nos diste estas miserables
carnes; despójanos, pues, de ellas»".
Cuán angustiosos debieron ser los últimos días de vida del conde Ugolino della
Gherardesca, sus dos hijos y dos nietos, luego de ser condenados a morir
lentamente por hambre en el año 1289. Dolor inenarrable, desesperación
inconcebible.
Ni siquiera la recreación de Dante en su IX círculo infernal nos aproxima
fidedignamente al sufrimiento padecido por quienes fueron sentenciados, de ese
modo, por haber traicionado las banderas gibelinas.
Así, para los verdugos, el castigo justo a los traidores era privarlos de
cualquier alimento.
El hambre entendida como instrumento de exterminio de individuos o de toda una
población, es una práctica muy arraigada en la historia humana. De ahí su
universal uso como arma de intimidación política, de represión de comunidades
díscolas y levantiscas, o de lucro y sometimiento económico.
En el caso colombiano (y del continente entero) el rastro del hambre se remonta
hasta la misma época de la conquista y la colonia cuando las hordas españolas,
armadas de crucifijos y espadas, se empeñaron con vesania en el saqueo y
exterminio de las poblaciones autóctonas. Genocidio al que llamaron
"evangelizar" y "civilizar".
Luego, la esperanza de los sufrientes quiso renacer amparada en el sueño de
Bolívar: anhelo de una América unida, próspera y justa para todos sus hijos
blancos, mestizos, negros e indígenas. Un ideal que murió prontamente a manos de
hombres minúsculos.
Desde entonces (siendo Santander el pionero), Colombia ha sido gobernada sin
excepción por sujetos para quienes sólo hay tres cosas que superan en
importancia y fidelidad al dios que adoran: la defensa de su casta y clase, sus
bolsillos sin fondo, y los intereses extranjeros.
De ahí que el hambre y los sufrimientos del pueblo que rigen les haya tenido,
desde siempre, sin cuidado. El premio que han recibido y reciben los colombianos
por amar a su país, es ser tratados como Ugolinos.
REALIDADES Y CIFRAS
Es incontrovertible aquello de que la violencia ha sido el agente catalizador y
herramienta fundamental, en el desarrollo del Estado Moderno colombiano y la
acumulación capitalista que le acompaña (1).
De ello se han beneficiado tanto los barones económicos internos y externos
patrocinadores de ese estado de cosas, como los agentes inmediatos de la
violencia: fuerzas armadas del Estado o bandas asesinas al servicio de éste.
Vale recordar que durante las guerras civiles del S. XIX y parte del XX era
costumbre ceder a los militares, como botín de guerra, grandes extensiones del
territorio nacional (2).
Ni que decir de las masacres sistemáticas de campesinos llevadas a cabo por las
fuerzas militares de 1946 al 48 (y durante toda la "violencia") con el único fin
de quitarles la tierra (3). Una práctica que, en tiempos más recientes y hasta
ahora, ha sido llevada al perfeccionamiento por los grupos paramilitares con los
que "negocia" la administración Uribe.
Es precisamente el despojo de la tierra y el desplazamiento generado, uno de los
elementos fundamentales (aunque no el único) que explica históricamente la
inseguridad alimentaria de gran parte de los colombianos.
La violencia estatal y paraestatal del último cuarto de siglo se entiende por el
afán de insertar a Colombia en el más reciente proceso de modernización
capitalista: la globalización neoliberal.
El neoliberalismo es quizá la expresión más cruel y refinada del capitalismo en
toda su historia. De los infantes trabajadores de las ciudades inglesas que tan
fielmente retratara Dickens y Marx, hoy hemos pasado a ingentes ejércitos de
niños mendigos en semáforos o escarbando desperdicios de puerta en puerta.
Todos los países atrasados lanzados a la vorágine neoliberal se encuentran en un
verdadero caos social en donde, al tiempo que la riqueza se concentra en
poquísimas manos, la mayoría vive en terribles condiciones de pobreza y hambre.
Colombia, por supuesto, no es la excepción.
Si en 1991 el 10% de los colombianos más ricos se adueñaba del 52% de los
ingresos, en el 2000, y tras una década de ofensiva neoliberal, lo hacían con el
78.4% de los mismos. Simultáneamente, la proporción de pobres pasaba de un 53.8%
a un 59.8% de la población total.
Ese entorno de miseria generalizada es más que palpable en el 10% de los niños
pobres de entre 5 y 11 años de edad que no tienen acceso a la escuela primaria,
y en el 25% de jóvenes que no se benefician de la enseñanza secundaria (4).
También, en el 44% de toda la población colombiana a la que no cobija el Sistema
General de Seguridad Social y que, en consecuencia, carecen de cualquier
atención en salud (5).
Todo eso sin contar con los más de 2.3 millones de familias que no tienen un
techo donde guarecerse y los millones de desplazados fruto del conflicto armado
y la violencia económica.
Frente a ese estado de cosas ¿cabe alguna posibilidad de que el ciudadano
empobrecido sobreviva dignamente? La respuesta es absolutamente negativa. De
hecho, gracias al modelo neoliberal, Colombia perdió un millón de puestos de
trabajo en el periodo 1998-2000 (6) y, a la fecha, el 75% de los colombianos se
hallan desempleados-subempleados (7). Estas cifras desnudan la hipócrita soflama
que el presidente lanza a los colombianos: "hay que trabajar, trabajar y
trabajar".
Tal situación de miserabilización sistemática de nuestro tejido social acarrea,
inevitablemente, una grave penuria alimentaria para los colombianos.
Si tomamos en cuenta las cifras de la FAO sobre la desnutrición en el mundo y
comparamos dichos datos con los que la misma organización da para Colombia,
podremos aproximarnos un poco a la magnitud del desastre.
Si en 1996 el número total de hambrientos en el mundo en desarrollo era
aproximadamente de 797 millones, un lustro después se habían incrementado en un
2.2% alcanzando los 815 millones de personas. En términos regionales y para
igual periodo, la única región en la que hubo un descenso en el hambre (-3.4%)
fue América Latina y el Caribe (en el caso de Suramérica de un -2.3%). Asia y el
Pacífico, África Subsahariana, y África del Norte y Cercano Oriente, vieron
aumentar la subnutrición en un 1.8%, 3% y 12.3%, respectivamente.
Para el caso de Colombia en el 2001 habían 5.7 millones de compatriotas en
estado grave de hambre (600000 más que en 1996), lo cual representa un
incremento en la cifra de subnutridos del 11.7%. Un ritmo de crecimiento del
hambre que supera al de todo el mundo en desarrollo, al de Asia y el Pacífico, y
¡al de la propia África Subsahariana!
Así las cosas, del total de nuevos hambrientos de los países atrasados entre
1996 y el 2001 (17.9 millones de personas), Colombia, aquel "paraíso" con que
tratan de obnubilar nuestra conciencia crítica el establecimiento y sus medios
de propaganda, contribuyó con el 3,9% de ellos o, lo que es lo mismo, ¡20 veces
y media más que el incremento promedio general!
De todos los países latinoamericanos y del Caribe sólo 6 de ellos (Guatemala,
Honduras, Nicaragua, Argentina, Paraguay y Venezuela) exhibieron un crecimiento
del hambre peor al de Colombia; y, del conjunto de África Subsahariana (39
países), en apenas 11 la situación superó en gravedad a la nuestra.
Para el 2005 y conforme proyecciones propias, los colombianos con hambre severa
sobrepasarían los 6.2 millones de personas.
La catastrófica situación colombiana puede apreciarse mejor en la gráfica anexa
(8), donde es más fácilmente aprehensible el ritmo acelerado con que crece el
hambre en el país si la confrontamos con la de nuestro propio continente, África
Subsahariana y la de todo el mundo atrasado (PVD).
Semejante panorama es, en realidad, más desolador de lo que aparenta. Las cifras
de la FAO se caracterizan por estimar "(.) la cantidad de personas de cada país
cuya ingesta calórica promedio es inferior al mínimo necesario para el
funcionamiento del organismo y para realizar un mínimo de actividades físicas"
(9); en otras palabras, _evalúa el extremo más severo del espectro del hambre:
la que imposibilita, casi en su totalidad, a un individuo. Esto significa que
las otras gradaciones del hambre como son, por ejemplo, desnutriciones menos
severas e invalidantes, o las deficiencias de micronutrientes (10), no son
completamente consideradas en sus resultados finales. Lo expresado equivale a
decir que una gran parte de los pobres del país que sufren hambre, son excluidos
de esas cifras.
A sabiendas que con un "ingreso" inferior a 2 USD/día (valor que demarca la
línea de pobreza) es prácticamente imposible que una persona mantenga una
alimentación digna, equilibrada, sana y suficiente, los datos referentes al
crecimiento de la pobreza en Colombia pueden constituirse en un buen indicativo
de la gravedad de la situación alimentaria del país. Así las cosas (ver
gráfica), de 1996 al 2004 aproximadamente 14 millones de colombianos fueron
lanzados, por decirlo menos, a un grave riesgo de deprivación de alimentos.
Esta situación que afecta sobretodo a las mujeres y a los grupos más vulnerables
de ambos sexos (11), es igual de crítica en campos y ciudades. De hecho,
únicamente en Bogotá, el 40% de los niños menores de 7 años sufre de
desnutrición crónica (12).
Frente a la contundencia de lo expuesto no es exagerado decir que gracias a la
violencia económica-social del país y el neoliberalismo, Colombia es una nación
a la que día a día le es conculcado su futuro.
UN LÓBREGO PANORAMA
Sería inútil recabar en algo conocido por todos: el hambre en la gran mayoría de
los países atrasados es un fenómeno estructural que subyace al "desarrollo"
interno del capitalismo.
Colombia no es ajena a esa realidad histórica que tiene su expresión más
reciente en la inserción violenta del país al modelo neoliberal. En ese sentido,
la violencia estatal (económica, militar, política) y del paramilitarismo han
sido instrumentos para llevar a buen puerto aquél proceso.
Valga citar que la gran mayoría de los desplazados internos en Colombia son
población campesina quienes, mediante la expropiación violenta de sus tierras y
demás medios de producción (13), han sido alejados de cualquier posibilidad de
autoabastecerse de alimentos o acceder a ellos vendiendo su fuerza de trabajo.
Esta contrarreforma agraria (14), que sustenta parte de los publicitados
megaproyectos de desarrollo del país (energéticos, viales, de explotación
minera, de cultivos para la exportación, de usurpación de la riqueza biótica
nacional, etc.), influye negativamente en la producción de alimentos para
consumo interno. Por sólo citar un caso, en el año 2003 la relación entre la
cantidad importada/exportada de cereales (el alimento estratégico por
excelencia) en Colombia fue de 64 a 1 destinándose, casi todos, a la
alimentación animal.
Ese accionar en contra de la autosuficiencia alimentaria del país se ve
profundizado por el deliberado abandono al que es sometido el sector
agropecuario por parte de un Estado genuflexo a los dictados neoliberales. Así,
de 1990 al 2000, la participación de dicho sector en el presupuesto nacional se
redujo del 4.8% al 0.8% (15). Los pocos recursos destinados a esa esfera de la
producción son priorizados a cultivos que, como la palma africana, se han
convertido en uno de los objetivos de inversión y de lavado de activos del
narcoparamilitarismo (16).
Huelga resaltar que a corto plazo la debacle de la producción nacional de
alimentos se agudizará una vez se consolide (aún más) el uso masivo de semillas
genéticamente modificadas, y el aparato productivo del campesinado sobreviviente
sea totalmente devastado a consecuencia de la infame adhesión del país al ALCA.
La destrucción de las economías tradicionales rurales y urbanas, lejos de ser
eventos circunstanciales, son pasos necesarios para la subyugación del país al
neoliberalismo. Mal podría esperarse, entonces, que el establecimiento
desarrolle políticas certeras para combatir el hambre (por sólo citar una de las
consecuencias deletéreas) de los colombianos y defender los principios de
seguridad, soberanía y autonomía alimentaria.
En ese sentido, por ejemplo, el programa denominado "Desayunos Infantiles" al
que el gobierno de Uribe hace fungir como un proyecto "bandera", no deja de ser
un burdo plan diversionista que enmascara la desidia gubernamental. Dicho
programa, que cuenta para su ejecución con exiguos recursos, lucra a una
compañía de alimentos (Cooperativa Colanta Ltda.) que, al igual que la directora
del ICBF (institución encargada del programa), el presidente de la república y
la mayoría de sus colaboradores, es del departamento de Antioquia. Debe
señalarse, tal como lo denunciara el representante Gustavo Petro en el Congreso
(1/IX/2004), que en varias zonas del territorio nacional dicho programa es
regentado por los grupos narcoparamilitares quienes controlan la distribución de
esa "ayuda" al tiempo que, como ocurriera durante la campaña presidencial del
2002, hacen proselitismo político a favor de Álvaro Uribe.
Luego de descrita la terrible situación alimentaria del país y a sabiendas del
oscuro futuro que se nos avecina, sólo nos queda concluir que no está en manos
de quienes han famelizado a Colombia, erradicar el hambre que nos acosa. Esos
verdugos serán juzgados, a su debido momento, por la historia y los millones de
compatriotas condenados a la inanición.
Si en el sueño colectivo está que nuestros hijos y su descendencia vivan en un
país de todos y para todos, sin ser tratados como Ugolinos y sin ser despojados
de lo que les corresponde, es nuestra obligación dejar de ser tolerantes con
quienes desde el poder y sirviendo únicamente a sus intereses, arrebatan el pan
a los colombianos.
Entretanto, es imperativo que las comunidades afectadas propicien espacios de
organización (barrial, veredal, municipal, regional, etc.) que impulsen
verdaderos proyectos de autonomía alimentaria y productiva. Ese esfuerzo debe
encaminarse al rescate del aparato productivo campesino; a la producción
ecológicamente equilibrada de alimentos para el autoconsumo; a la protección del
medio ambiente; al rescate de tradiciones culturales y culinarias; a la
conservación de las simientes autóctonas; a una estrecha vigilancia de la
expansión y calidad de los organismos genéticamente modificados; a un
mejoramiento sistemático de nuestra nutrición, etc.
Nuestra mayor urgencia, por el momento, es sobrevivir dignamente. No olvidemos
que un pueblo sin dignidad cava la fosa de su propio destino.
* Médico, historiador y especialista en relaciones internacionales.