Latinoamérica
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Los derechos secuestrados
Por Luis Casado*
La digna viuda de Salvador Allende, nuestra Tencha Bussi nacional, declaró el
11 de septiembre pasado en La Moneda: ""Chile aun no vive en plena
democracia"(1).
Pobre Ricardo Lagos. Pobre. Había intentado subirse al carro de la historia
pretendiendo que él, y no otro,(2) era el hombre de estado que había, ¡por fin!,
abierto las grandes alamedas poniéndole término al "momento gris y oscuro" (sic)
gracias a una "nueva constitución" (resic).
Lagos se hizo culpable ese día de dos pecadillos graves: primero, no conocer las
imborrables palabras pronunciadas por Allende al morir defendiendo la
Constitución legítima, y segundo, intentar vender el texto mamarracho surgido de
la mente fascistoide de Jaime Guzmán (con algún maquillaje en plan "porque yo lo
valgo") como la culminación de un proceso de democratización aun no concluido.
Lamentablemente, algunos días más tarde Michelle Bachelet se hizo eco de esta
estafa al declarar que con esta constitución "la transición ha terminado"(sic).
Puede que esta desafortunada afirmación tenga algo que ver con su asesor Andrés
Velasco, quién ha declarado admirar a Jaime Guzmán y el sistema electoral
binominal que le dio "estabilidad al país".(3) El momento en que Lagos firmó
-muy solemnemente- el texto mamarracho, fue bien elegido. Durante las fiestas
patrias el pueblo de Chile está en otra y la estafa pasó "piola". O al menos eso
creen quienes se felicitan del timo.
Por cierto, el modo en que el texto firmado por Lagos vio la luz del día no
tiene nada de glorioso. Prolongando el mal uso de las tratativas de pasillo que
le han permitido a la derecha conservar lo esencial de la impunidad y lo
fundamental del ordenamiento jurídico legado por Pinochet, el maquillaje de la
constitución del 80 fue negociado, línea por línea, a espaldas de la ciudadanía.
El Parlamento, o lo que en la constitución pinochetera hace las veces de, sirvió
de tapadera.
De ahí que sea legítimo preguntarse: ¿Y el pueblo en todo esto? ¿Qué se hizo la
soberanía popular? ¿Qué se hizo la voluntad general como fuente de legitimidad
del poder? En suma, ¿Qué se hicieron los derechos ciudadanos? Desde luego no
basta con utilizar, a guisa de preámbulo y en modo que recuerda el coitus
interruptus, una frase mal copiada del Contrato Social: "Las personas nacen
libres e iguales en dignidad y derechos".(4) El crimen antidemocrático es de tal
envergadura que conviene recordar un par de cosas.
EL FIN DEL CONTRATO SOCIAL Por Luis Casado El pensamiento que condujo a
establecer el derecho como el resultado de convenios entre hombres libres es muy
anterior a Jean-Jacques Rousseau, aun cuando se le suele atribuir al pensador
ginebrino la paternidad del invento.
Aquellos que empezaban a sentirse estrechos en la monarquía de derecho divino,
asentada en el principio que todo derecho legítimo provenía de Dios, propusieron
una solución muy distinta, basada en el derecho natural.
El hombre es libre dijeron, porque la naturaleza le hizo libre. Si el hombre
accede a someterse a las leyes, es porque él mismo participa a su creación y
aprobación. La ley no es sino la expresión de la voluntad general, y genera
derechos y deberes. Los hombres hacen las leyes para evitar los amos, y
mantenerse libres.
En su obra "El contrato social"(5) Rousseau expuso las ideas que servirían de
zócalo al orden civil instaurado por la revolución francesa, y a las democracias
construidas sobre las cenizas de la monarquía absoluta.
"El hombre ha nacido libre, dice Rousseau, pero por doquier se halla
encadenado..." El derecho nacido de la fuerza no es legítimo, dice, porque no ha
sido libremente aceptado por el hombre libre. Si un pueblo está obligado a
obedecer... hace bien... pero en el momento en que puede sacudirse el yugo...
hace todavía mejor...
Corrigiendo a Aristóteles, quién afirmó que algunos hombres nacen para la
esclavitud y otros para la dominación, Rousseau dice que el filósofo macedonio
tomaba el efecto por la causa. Y agrega, "Los esclavos pierden todo con sus
cadenas, hasta el deseo de liberarse de ellas... Si hay, pues, esclavos por
naturaleza, es porque hubo esclavos contra naturaleza. La fuerza hizo los
primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado".
La tremenda carga revolucionaria de los escritos de Rousseau le granjeó algunas
enemistades, y hay quién le acusó de difundir ideas totalitarias. Pero como bien
dice Enrique López Castellón,(6) no se conoce ninguna dictadura que haya
reclamado una inspiración rousseauniana. Mal podrían hacerlo. Rousseau afirma
que la fuerza es un poder físico y a ese poder no se le puede atribuir ninguna
legitimidad porque "Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad...
La conclusión es demoledora: la fuerza no constituye el derecho, y el hombre
sólo está obligado a obedecer a los poderes legítimos. Las convenciones, el
contrato social, son la base de la autoridad legítima entre los hombres.
Como ejemplo de convenciones libremente aceptadas por los hombres libres se
cuentan la Constitución y las leyes.
Dato que lleva a interrogarse sobre la legitimidad del derecho que emana de la
Constitución impuesta por la dictadura de Pinochet. Dicha Constitución nació del
poder de la fuerza, fuerza ante la cual se cedió como un acto de necesidad, no
de voluntad.
Hoy en día nadie puede afirmar que la Constitución de 1980 responde a la noción
de Contrato Social.
El contrato social, ese convenio fuente de todo derecho legítimo, que responde a
la necesidad de "Hallar una forma de asociación que defienda y proteja de toda
la fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y en virtud de la
cual, al unirse cada uno a todos, no obedezca más que a sí mismo y quede tan
libre como antes".
Nadie, repito, osa afirmar hoy en día que la Constitución impuesta por la
dictadura haya sido el producto de la voluntad general.
¿Qué justifica su pervivencia? ¿Qué razones conducen la sociedad chilena a
continuar sometida a una Constitución ilegítima? "El pueblo sometido a las leyes
debe ser su autor", nos dice Rousseau.
Para luego agregar que la soberanía del pueblo es "inalienable". En otras
palabras, al ser la soberanía del pueblo el ejercicio de su voluntad general,
esta voluntad general sólo puede estar representada por el pueblo, y en ningún
caso por un sátrapa, un príncipe, un dictador, o a fortiori por un parlamento
domesticado cuyo trabajo legislativo se hace a espaldas del pueblo soberano.
Rousseau agrega que la voluntad particular tiende por su naturaleza a las
preferencias, mientras que la voluntad general tiende a la igualdad.
Al constatar la preeminencia de los intereses muy particulares del gran capital,
del mundo de las finanzas y de la inversión extranjera por sobre la voluntad y
los intereses generales del pueblo de Chile no podemos sino preguntar: ¿Qué
puede justificar el aparente contentamiento con el que se acomodan a una
Constitución impuesta por la fuerza las autoridades nacidas de esa ley
ilegítima? Buscando una respuesta uno no puede sino citar a Rousseau: "La fuerza
hizo los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado".
A menos que concluyamos que el gobierno nacido de la Constitución impuesta por
la fuerza no es sino la expresión de una voluntad particular, cuyo fin consiste
en imponer determinadas preferencias en contra de los intereses de los más, en
contra de la voluntad general.
Por otra parte, el convenio, como fuente de todo derecho, afirma no sólo la
libertad de los hombres sino también su igualdad política.
Cada cual cede una parte de su propia libertad para someterse a la autoridad de
la ley común aprobada por todos.
Rousseau lo expone del modo siguiente: "Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la dirección suprema de la voluntad general, y
recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo".
Se crea de este modo un ente social, un yo común, que en otras épocas recibía el
nombre de ciudad,(7) y que ahora es llamada república, o Estado.
Respecto de los asociados, dice Rousseau, toman colectivamente el nombre de
pueblo,(8) y se llaman en particular ciudadanos en cuanto participan de la
autoridad soberana, y súbditos en cuanto están sometidos a leyes del Estado.
Jean-Jacques Rousseau no nos dice como deben ser llamados aquellos asociados tan
especiales, y tan propios de la sociedad chilena, que ejercen todos sus derechos
pero no aceptan ningún deber, y en particular no se someten a la ley común.(9) Y
no es que Rousseau se hiciese muchas ilusiones con relación a la factibilidad de
la democracia construida sobre la base de los principios expuestos en "El
Contrato social", ya que preveía, intuía, que la libertad y la igualdad
políticas proclamadas como derecho natural, no irían muy lejos sin la igualdad
económica. Hecho no banal, si consideramos que para Rousseau la desigualdad es
el mal original, el que engendra todos los demás.(10) La previsión de Rousseau
va siendo confirmada por los hechos: hoy en día la desigualdad económica aleja
progresivamente a los ciudadanos del ejercicio de sus derechos más elementales,
mientras que la imposición de estructuras de reflexión y de decisión
internacionales perfectamente impermeables a la opinión ciudadana como el Fondo
Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio,
el Foro de Davos, para no hablar de los Tratados de Libre Comercio que maniatan
a países ya controlados por las multinacionales, termina por eliminar
definitivamente la posibilidad para la voluntad general de ejercer algún tipo de
influencia en los temas que le conciernen.
En su día, los nacientes Estados inspirados en las ideas de libertad e igualdad
expuestas por Rousseau eliminaron los privilegios monárquicos, o bien los
heredaron, y asumieron los poderes nacidos de la voluntad general, es decir de
la soberanía del pueblo.
Entre otros, el derecho de acuñar moneda (que hoy en día llamaríamos la emisión
monetaria), el derecho de cobrar impuestos (que hoy en día llamaríamos política
tributaria o régimen impositivo), el poder legislativo o en otras palabras el
derecho de establecer las leyes, la capacidad de aplicar la ley, de imponer la
justicia, el derecho exclusivo del ejercicio de la violencia legítima, el
derecho a castigar los infractores de la ley incluyendo la privación de
libertad, la educación (rescatada de manos de la iglesia y de los colegios e
institutos reales), la responsabilidad de la sanidad pública, la edificación y
el mantenimiento de las infraestructuras públicas, las relaciones exteriores, la
administración del patrimonio de la nación, la seguridad pública.
El Estado, y cada poder del Estado, nacieron pues de la voluntad general, de la
soberanía del pueblo. En esta concepción del orden civil, el Estado supone
representar el interés de todos, la voluntad general.
Ahora bien, como decíamos más arriba, la realidad histórica nos ha mostrado que
el interés general suele confundirse con el interés de unos pocos, y que la
igualdad política dista mucho de tener una relación de causa a efecto con la
igualdad económica. La intuición de Rousseau, a mediados del siglo XVIII, era
cierta.
En pleno siglo XIX, testigo de la revolución industrial y del desarrollo del
capitalismo, Karl Marx desarrolló una tesis distinta a la de Rousseau, en la que
el interés general cede la plaza a los intereses contradictorios, opuestos e
irreconciliables, de sectores sociales diferenciados por su riqueza, la posesión
o la carencia de medios de producción y el papel que desempeñan en la vida
económica, en el modo de producción.
Marx constata que la voluntad particular se impone a la voluntad general, y en
la concepción marxista la noción del Estado como representante del interés
general cede su lugar al Estado como instrumento de defensa de los intereses de
la clase dominante.
He ahí donde conducía la desigualdad económica prevista por Rousseau.
Al alba del siglo XXI, el triunfo del capitalismo primitivo y primario que ahora
llaman neoliberalismo, -y que suele disfrazarse bajo la denominación de
"economía de mercado"-, consagra la desigualdad social, política y económica,
destruye los cimientos mismos de la democracia, e impone la derrota de la
voluntad general.
El corolario es simple: si como consecuencia de la desigualdad económica existe
dominación de un sector de la sociedad sobre otros sectores de la sociedad,
tampoco hay igualdad política.
La igualdad política desaparece, aplastada por la desigualdad económica.
Los derechos de los ciudadanos libres, aquellos de los cuales emana el poder
legítimo a través de la voluntad general, comienzan a transformarse cada vez más
en derechos puramente formales.
El ejercicio del poder en favor de la voluntad particular, a favor de la clase
dominante, va alejando a los ciudadanos de sus derechos más elementales.
A pesar de su aguda intuición, Rousseau ni siquiera pudo imaginar hasta que
punto la desigualdad económica llevaría a la negación misma del Estado que nació
inspirado en sus ideas. Y a la negación de la igualdad política, a la negación
del hombre nacido libre por derecho natural.
El desarrollo del capitalismo primitivo y primario, -rebautizado en modo
vergonzante con la expresión economía de mercado y que según John Kenneth
Galbraith (11) debiese ser conocido como el sistema de las sociedades anónimas-,
ha ido transformando al ciudadano, nacido libre e igual, en un socio de segunda
o tercera clase despojado del derecho de inmiscuirse en lo que le concierne.
Después de abandonar los complejos de inferioridad que el capitalismo desarrolló
en razón de sus repetidas crisis económicas -y en particular la crisis de 1929-,
cuyas catastróficas consecuencias le impusieron algo de pudor en la explotación
de la mano de obra asalariada, el capitalismo actual, el neoliberalismo como se
ha dado en llamar lo que no es sino capitalismo primitivo y primario de la peor
especie, impone leyes y reglas que se alejan definitivamente de la voluntad
general, del interés general, para no ser sino la expresión de los intereses de
la clase dominante.
Para utilizar la expresión de Samuel Huntington, los gobiernos son "Residuos del
pasado, cuya única función consiste en facilitar las operaciones de la elite
global".
Dos fenómenos convergentes, la imposición del pensamiento único en la economía,
y la aceleración de la globalización, alejan continuamente al ciudadano de los
derechos cuyo origen Rousseau atribuía a la naturaleza: los derechos de un
hombre nacido libre e igual.
Los fenómenos mencionados van generando un problema mayor, cual es el de
determinar como se estructura la sociedad y el orden civil, el problema de saber
de donde emana la autoridad y la legitimidad del poder y del derecho.
Quienes sostienen la indiscutible racionalidad del mercado, su insuperable
sabiduría, su predominio absoluto en todas las materias que fueron de
incumbencia ciudadana, no hacen sino desplazar la fuente de la autoridad y de
legitimidad del poder y del derecho al mercado, significando con ello el fin del
Contrato Social y consagrando la dictadura del dinero.
EL MERCADO COMO ELEMENTO ESTRUCTURANTE DEL ORDEN CIVIL Por Luis Casado De modo
pues que, según el pensamiento dominante, el elemento regulador de las
relaciones sociales, del orden civil, la fuente de la legitimidad del poder y
del derecho es el mercado... La "racionalidad" del mercado...
No obstante, cada día que pasa nos trae nuevas evidencias de la "pérdida de
confianza" en el mercado.
¿Adónde vamos a parar si ya no se puede creer ni en el mercado? La Crisis, -así,
con mayúscula-, es mayúscula.
Asistimos simultáneamente, por una parte, a un fenómeno de pérdida de
credibilidad de la política y de los políticos, (13) y por la otra, a un
desmadre de falta de confianza en los mercados. En estas condiciones ¿a qué
santo encomendarse? Que la política y los políticos tengan, hoy por hoy, el
mismo peso específico que un paquete de palomitas de maíz se explica: la
dimisión colectiva que constituye la transferencia de buena parte de sus
prerrogativas al mercado, la irresponsabilidad reivindicada al darle autonomía a
los bancos centrales sin razón aparente y la mutilación de las competencias del
Estado por vía Constitucional bastan, por si solas, para comprender que la
política y los políticos se reservan la potestad del vacío.
Lo que explica además que el discurso político conjugue sistemáticamente sus
verbos en tiempo futuro.
Pero que el mercado, sacralizado por esos mismos políticos, al cual le asignaron
poderes cuasi divinos, pierda toda credibilidad... plantea un problema mayor.
Hubo una época no muy lejana en la cual se daba por sentado que cada ciudadano
debía respetar la ley -que nadie debía ignorar- generada en un Parlamento
compuesto por representantes elegidos democráticamente.
O sea la ley que surgía de la manifestación de la soberanía popular.
El triunfo del capitalismo primitivo y primario que llaman neoliberalismo, con
su secuela de responsabilidades transferidas al mercado, pretendido demiurgo de
la estabilidad económica y del progreso social, le dejó al Parlamento un campo
de competencias reducido, limitado a poca cosa más que a escuchar el mensaje
presidencial, cada 21 de mayo, o a aprobar Acuerdos internacionales en la
negociación de los cuales no tiene arte ni parte.
¡Desdichada soberanía popular! El mercado puede más.
A los mercados hay que darles garantías. A los mercados, ¡pobres de ellos! hay
que darles confianza. ¿Y como hacer si la política ya no inspira ninguna o muy
poca? ¿Que puede el ejecutivo, o el Parlamento, para darle confianza a los
mercados? ¿A esos mercados que ya no le inspiran confianza a nadie? La retahíla
de estafas, fraudes, engaños, timos, embelecos, desfalcos, pillajes, rapacerías,
hurtos y raterías cometidos por insospechables multinacionales ligadas
estrechamente al poder político estadounidense, por los auditores encargados
supuestamente de controlarlas, y por los analistas financieros truhanes cuya
sapiencia ha servido para embaucar incautos en vez de esclarecer las decisiones
de los accionistas se está pagando muy cara.(14) Políticos mezclados con
intereses espurios determinados por el mercado. Mercados espurios, comprando
políticos para falsear los datos del mercado.
Ecuación que da como resultado valores bursátiles inferiores a los valores
económicos.
Y decenas de millones de desempleados. ¿Pero a quién le importa? Y millones de
pensionados que ven desaparecer sus pensiones. ¿Pero a quién le importa? Falta
de confianza que reduce las inversiones, que a su vez reduce el empleo, que a su
vez reduce la demanda, que a su vez reduce las inversiones, que a su vez...
La racionalidad del mercado. Al que hay que "restituirle la confianza".
¿Pero cómo devolver la confianza, si lo que se ha dado en llamar "la comunidad
de negocios" no sólo duda sino que sospecha fundadamente de los datos que
provienen de los agentes económicos? ¿Cómo acordarle alguna credibilidad a las
cuentas de las multinacionales cuya opacidad es insondable? Tan insondable que
las demasiado frecuentes malversaciones son indetectables gracias a los cientos
de filiales situadas en paraísos fiscales, a participaciones cruzadas, a
carteras de pedidos ficticias, a facturaciones de favor de casa matriz a filial
y viceversa, a provisiones artificiosas, y a un sinnúmero de triquiñuelas
contables más o menos ilegales.(15) Balances que no convencen ni a los propios
accionistas, que hace ya algún tiempo aprendieron a desconfiar de la pomada
llamada "corporate governance".
¿Cómo pues, repito, devolverle la confianza a los mercados? ¿Privatizando más
para abrirle el apetito a la inversión privada nacional y/o extranjera? Toda
privatización trae consigo una pérdida de patrimonio para la nación. Es decir
empobrece al país.
Cuando el Estado decide vender una empresa se sitúa automáticamente en posición
de debilidad: si quiere vender debe hacerlo de modo que quede en evidencia que
quién compra hace un beneficio. Y, en lo posible, muy rápidamente.
Si no es el caso, ¿para qué comprar? Es decir que el Estado debe vender a un
valor financiero inferior al valor económico. Por ello se sub-evalúa la empresa
que se va a privatizar. No solo en Chile. En cualquier sitio en el que se
privatizan activos públicos.
De ahí que la fiebre privatizadora aumentase rápida y exponencialmente: era el
mejor modo de hacerse rico en poco tiempo. Y hay quienes compran y venden sus
acciones en el mismo día para concretizar rápidamente sus ganancias.
Pero privatizando, ¿se le devuelve la confianza a quién? Desde luego no a los
inversores.
¿Cómo podrían los inversores confiar en un Estado que se hace esquilmar
vendiendo a vil precio el patrimonio nacional? En otras palabras, ¿Cómo confiar
en un cretino? ¿O en un deshonesto? Y tampoco se le devuelve la confianza al
"factor trabajo", ese que suele ser el primer damnificado con las reducciones de
personal, las deslocalizaciones, las reducciones de salarios, la precarización.
Menudo problema al que están enfrentados los vencedores. Los capitalistas
primarios (neoliberales). Aquellos que escribieron "el fin de la historia".
Que la desideologización y la despolitización les importe un bledo, se entiende.
¡Pero la pérdida de confianza en el mercado!... Eso debe importarles.
Esa pérdida de confianza que hace temer a Felix G. Rohatyn que "el capitalismo…
no sobrevivirá".
Menudo problema en verdad. Porque si el elemento estructurante de la vida en
sociedad ya no reposa en el Contrato Social, ni en la racionalidad del mercado
¿la vida en sociedad se sustenta en qué? La sociedad civil -los ciudadanos-, no
logra encontrar una expresión coherente en el Estado político.
¿Cómo se expresan las libertades ciudadanas para millones de pobres e
indigentes? ¿Qué significa el crecimiento para cientos de miles, millones de
desempleados? ¿O la seguridad para los pobladores víctimas de la delincuencia
que engendra la miseria? ¿De qué manera ven el progreso los estudiantes sin
recursos? ¿Qué son los adelantos científicos para las familias sin servicios
médicos? La Constitución legada por la dictadura transformó el Estado en
instrumento de los poderosos, para mantener a raya a los débiles y el maquillaje
operado por Lagos no hace sino perpetuar esa función.
El Estado no representa sino a quienes lo transformaron en la alcahueta de sus
propios intereses. Tal vez ello explique que casi 50% de la ciudadanía no se
inscriba, no vote, o vote blanco o nulo. Al imponer el neoliberalismo en Chile
la dictadura dio un gran salto atrás: un salto atrás de siglos.
Cuando el Estado deja de representar los intereses de la nación, la nación se
desinteresa del Estado...
Por eso es conveniente preguntarse una y otra vez: si el elemento estructurante
de la vida en sociedad ya no reposa en el Contrato Social, ni en la racionalidad
del mercado... ¿La vida en sociedad, el orden civil, se sustenta en qué? NOTAS
DEL AUTOR (1)Durante el homenaje a Salvador Allende en el Palacio Presidencial.