Hace algunos días una influyente revista norteamericana –The Economist-
analizaba el escenario latinoamericano y se preguntaba, no sin sorpresa, por qué
el presidente peruano Alejandro Toledo, era virtualmente un sobreviviente.
Luego del terremoto que sacudiera el altiplano y que diera al traste con el
régimen de Carlos Mesa que sólo a comienzos de este año contaba con más del 50%
de aceptación ciudadana; y de la anterior caída del gobernante ecuatoriano
Lucio Gutiérrez, que bordeó en sus peores momentos el 26% de apoyo, ¿qué
explicaba –se interrogaba el periodista de esa publicación- la sobrevivencia
política de Alejandro Toledo, un mandatario que desde hace más de 14 meses vive
con menos de 15% en las encuestas y que ha caído incluso por debajo del 8%
por largos meses?
La explicación formal la entrega el mismo reportero cuando asegura que la
administración peruana ha logrado cierta estabilidad por ser capaz de asegurar
un escenario macroeconómico estable: no hay inflación, se mantiene el nivel
adquisitivo de los salarios, no ha crecido el desempleo, la inversión foránea es
bienvenida y el país cumple con sus compromisos pactados, incluido el pago de la
deuda externa. En otras palabras, es un dócil paciente del Fondo Monetario y el
Banco Mundial, que se muestran satisfechos con los indicadores del proceso
peruano.
La otra explicación que brinda el periodista del Economist tiene que ver con los
antecedentes: el Perú viene de una dictadura en la que imperó la violencia
y la corrupción, la gente prefiere la estabilidad en lugar de la violencia
y se muestra tolerante incluso con un gobernante que incluso por la mediocridad
de su gestión, no alcanza siquiera los niveles de corrupción del régimen
depuesto.
Estas explicaciones, sin embargo, lucen formales. Hay razones más de fondo que
explican la supervivencia de Alejandro Toledo en un escenario ciertamente
convulso en el que el prestigio personal del mandatario anda por los suelos y
donde el común de la gente se muestra francamente reacia a respaldar al
gobierno. Podríamos citar dos razones adicionales que influyen
decisivamente para que los peruanos no nos hayamos embarcado en una lucha
similar a la que ha afectado a nuestros aguerridos vecinos. Veamos.
Después del derrocamiento del gobierno progresista de Juan Velasco Alvarado,
ocurrido en agosto de 1975, se han sucedido en el Perú una serie de
administraciones de distinto signo, pero que han tenido coincidencias básicas:
más allá de sus diferencias partidistas, han asomado, en efecto, como gestiones
ineficientes, carcomidas severamente por la corrupción, profundamente represivas
y entregadas con obsecuencia y servilismo al capital financiero. Ha sido ese, en
efecto, el común denominador de los gobiernos de Morales Bermúdez, Fernando
Belaunde, Alan García y Alberto Fujimori. En estos cuatro casos, las diferencias
han sido de matices en cada uno de los planos señalados, pero ninguno ha
mostrado un rostro distinto en materia de sus relaciones con el pueblo.
Por eso, el voto de los peruanos en los comicios ocurridos a inicio del nuevo
siglo, tuvo un carácter instintivo, pero al mismo tiempo defensivo. Buscaban no
tanto pertrecharse de un gobierno mejor, sino más bien impedir que los
responsables directos del abismo profundo en el que se debate la vida nacional,
pudieran hacerse del Poder. Optar por Toledo en el 2001 no era entonces
respaldarlo, ni girarle un cheque en blanco. Era simplemente buscar una opción
coyuntural a la que se tendría que enfrentar de todos modos por cuanto no
constituía garantía alguna para los peruanos. Muy pocos pensaban, en efecto, que
"el cholo de Harvard" aseguraría una gestión eficiente y honrada. La mayoría de
los electores prefería suscribir la idea que el nuevo gobierno respetaría por lo
menos las libertades formales y dejaría actuar con cierta libertad incluso al
movimiento popular. Y hay que reconocer -para ser realmente objetivos- que ambos
procesos han ocurrido.
Es verdad que en el agudo proceso vivido en el quinquenio toledista han ocurrido
actos de violencia algunos de los cuales han costado incluso la vida a
pobladores peruanos; pero no se podría afirmar responsablemente que el gobierno
actuó como "cualquier dictadura". Por el contrario, cuando se vio enfrentado por
la presión de las masas, optó por la negociación, y no por la represión, lo que
le valió ser acusado de "débil" y "conciliador" por la derecha más reaccionaria
que aún le reprocha no haber reprimido "con mano firme" al pueblo de Arequipa en
junio del 2002, o al de Puno en abril del 2004, o a los maestros, o a los
obreros de la Construcción. Ahora mismo, en efecto, cuando asoman en el
escenario nuevos conflictos sociales, como el de los cocaleros y otros, los
medios de comunicación al servicio del Gran capital no cesan de exigir al
gobierno "firmeza" y "mano fuerte" para enfrentar a la población.
Este rasgo específico del gobierno –su tendencia a negociar y a discutir- pudo y
debió ser adecuadamente utilizada por la izquierda peruana que pudo haberse
recuperado sin grades problemas de su derrota de fines de los noventa pasados
asegurando un nuevo proceso de acumulación de fuerzas, a partir de una voluntad
concreta: reconstruir el movimiento popular, politizar a las masas, organizar a
los trabajadores promoviendo y alentando sus luchas y educando a la población
con un mensaje de clase.
Lamentablemente eso no ocurrió. Las luchas populares fueron entonces episódicas,
aisladas y dispersas. Pero además el pueblo -las grandes mayorías nacionales- no
percibieron la intención de recuperar un escenario que legítimamente
correspondía a las fuerzas más avanzadas. Sólo ahora asoma esa voluntad, pero ya
es tarde. Como los nuevos comicios están previstos para el próximo año, el común
de la gente piensa que "las movidas" de hoy reflejan más bien apetitos
personales de orden electoral. Ocurre entonces lo que Aníbal Ponce hace muchos
años previera: la burguesía mira esas acciones con desconfianza, pero sin temor;
y los trabajadores, con simpatía, pero sin fe.
Es claro que los problemas del Perú no se resolverán por vía electoral, y
menos en los comicios del 2006. No se trata, entonces, sólo de ponerse de
ponerse de acuerdo para participar en las elecciones. Quizá eso deba también
hacerse Pero hay, sobre todo, que unirse para luchar desde la base misma de la
sociedad afirmando y construyendo un proceso que permita abrir camino a la
transformación real de la sociedad. Y ese, que será un camino más lento y más
difícil, exige de la paciencia revolucionaria y de la firmeza de clase que nos
demandara José Carlos Mariátegui. Ahora que se han cumplido 111 años de su
nacimiento, hagamos entonces honor a su memoria. (fin)