VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Latinoamérica

La muerte de Gaitán


Roberto Campa Cifrián

En las maravillosas memorias de sus años de infancia y juventud, Vivir para contarla, Gabriel García Márquez relata un episodio conocido como El Bogotazo, la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, el candidato de la izquierda, quien se había radicalizado con un programa de restauración moral de la república "que rebasó la división histórica del país entre liberales y conservadores, y la profundizó con un corte horizontal y más realista entre explotadores y explotados". Permítanme recordar algunos pasajes del relato.
La historia comienza con "la Marcha del silencio, la más emocionante de cuantas se han hecho en Colombia. La impresión que quedó de aquella tarde histórica, entre partidarios y enemigos, fue que la elección de Gaitán era imparable."
Avisado, recién sucedió el crimen del 9 de abril de 1948, García Márquez llega a la avenida Jiménez de Quezada casi esquina con la Carrera Séptima cuando acaban de llevarse al herido, con vida pero sin esperanza, a la Clínica Central. La gente comienza a mojar los pañuelos en su sangre para guardarlos como reliquia, es entonces cuando la turba es incitada por un extraño personaje, de quien el autor sospecha, muchos años después, logra que maten a un falso asesino para proteger la identidad del verdadero.
El asesino es golpeado por la turba hasta matarlo. "Gabriel Restrepo, un periodista de La Jornada -el diario de la campaña gaitanista-, hizo el inventario de los documentos de identidad que Roa Sierra llevaba consigo cuando cometió el crimen".
En unas cuantas horas Bogotá enloquece, se convierte en una ciudad en guerra; "un nuevo tropel de pobres en franca actitud de combate surgía de todas las esquinas. Muchos iban armados de machetes acabados de robar en los primeros asaltos a las tiendas y parecían ansiosos por usarlos". Los enfrentamientos con las fuerzas del orden son constantes ya para la madrugada, los muertos en las calles son incontables.
El relato de lo que sucedió entonces es aterrador, la gente comienza quemando autobuses, después comercios y luego edificios. "Poco antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios (...) tres días después, el tufo de muerte en la calle era insoportable. Los camiones del ejército no habían alcanzado a recoger los promontorios de cuerpos en las aceras y los soldados tenían que enfrentarse a los grupos desesperados por identificar a los suyos".
¿Por qué escribir ahora sobre algo que pasó en Colombia hace 60 años? Porque en el México de hoy la constante es la violencia y los criminales actúan con la más absoluta impunidad en cualquier lugar del país, a cualquier hora del día o de la noche.
Porque la autoridad, de cualquier nivel, es incapaz de garantizar la tranquilidad y el crimen organizado mata gente, porque así le conviene, en un restaurante de Monterrey o en la celda de una prisión de la ciudad de México.
En Tamaulipas o Sinaloa las muertes se cuentan por cientos sólo en lo que va de este año. Los intereses vinculados con esta violencia no tienen límite, y su terreno ideal es la inestabilidad, mientras más deterioro de las instituciones más impunidad y para ellos más negocio.
¿Qué pasaría en México ahora, si mataran a un candidato presidencial? ¿Desde dónde se contarían los incendios? ¿De cuántos muertos se hablaría? O a lo mejor la pregunta debiera ser: ¿quién debe ocuparse? y ¿qué tienen que hacer para que eso no suceda?
Garantizar la vida de quienes encabezan los distintos proyectos para el país es hoy una tarea de Estado, de primer orden. Un gobierno que no puede acreditar logros verdaderos debería por lo menos concentrar su esfuerzo en velar por la seguridad, la de todos, pero principalmente la de los actores políticos que estarán involucrados en las campañas. Habrá candidatos oficiales, registrados, entre el primero y el 15 de enero del año próximo, falta mucho y el riesgo para todos es demasiado alto.
Pero cuidar su seguridad es también una responsabilidad de los aspirantes; mientras más cerca de ser candidatos, mayor el compromiso. Hace 11 años, en medio de un ambiente mucho menos deteriorado, los cercanos a Luis Donaldo Colosio decían que al candidato lo protegía la gente; lo mismo dirán ahora los candidatos y sus gentes, esa es una estupidez, la gente sirve para muchas cosas; para proteger a un hombre de un sicario, no.
Y esa irresponsabilidad no le sirve tampoco al pueblo; muerto el líder se muere el proyecto, pero no sólo el personal. El peligro, como en Colombia de mediados del siglo pasado, es que se trunque un proyecto de futuro para la nación; "todo sueño de cambio social de fondo por el que había muerto Gaitán se esfumó entre los escombros humeantes de la ciudad. Los muertos en las calles de Bogotá, y por la represión oficial de los años siguientes, debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos".