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Latinoamérica

Tragados por la nieve
Bitácora de la trágica marcha de los soldados de Antuco

La Segunda reconstruyó con los protagonistas el encierro en Los Barros... Las órdenes de los oficiales... Cómo se salvaron las mujeres... El inicio del viento blanco... Los lamentos de los que iban quedando botados... La peor noche de los sobrevivientes...

El 20 de mayo el cielo sobre el refugio se iluminó. Fue un destello que duró 4 ó 5 minutos. Era una bengala y luego se escuchó el sonido de un helicóptero. Pero la nave pasó de largo.

Cuando los rescataron fueron divididos en secciones y bajados en camiones hasta el regimiento. En el camino comieron chocolate con almendras y no sabían quiénes de sus amigos estaban muertos.

Al frio se sumó pronto el cansancio por la profundidad de la nieve, todavía muy blanda. El peso del fusil que llevaba cada uno también hizo mella en los jóvenes soldados.

Mayor Patricio Cereceda

Vista aérea de la zona donde fueron cayendo los conscriptos, cerca de la laguna del Laja.

Nueve horas tardaron en recorrer la distancia entre Los Barros y el refugio de la U. de Concepción.

Por José A. López y Marcelo Pinto desde Los Angeles

Angustioso aislamiento en Los Barros

El martes 15 de mayo los reclutas de las compañías Cazadores, Morteros, Andina, Plana Mayor y Logística, e Ingenieros, se encontraban reunidos con sus superiores -443 uniformados en total, prácticamente todos voluntarios conscriptos- en el refugio cordillerano Los Barros, bajo el mando del mayor Patricio Cereceda. Ese día y con el volcán Antuco y la Laguna del Laja como escenografía, realizaban el ejercicio final de la que era su primera campaña... y la última para 44 conscriptos y un sargento segundo, de los cuales aún faltan 10 por encontrar.

En medio de la nieve, los soldados, que habían ingresado el 4 de abril pasado al Regimiento 17 de Los Angeles para cumplir con su servicio militar, comenzaron a dar su revista de preparación de combate. Instancia en la que debían poner en práctica ante sus superiores los conocimientos adquiridos durante el entrenamiento en la montaña.

Ilusionados por el paso que estaban dando y motivados por la calificación que obtendrían por su desempeño, la que sumada a la lograda en la revista de preparación determinaría su antigüedad en la generación 2005, los reclutas dieron lo mejor de si: dispararon y practicaron primeros auxilios, entre otras pruebas.

Ese mismo martes en la mañana la compañía Cazadores inició el descenso hacia el regimiento. Y alrededor de las 15 horas y tras almorzar puré con carne, y duraznos en conserva de postre, fue el turno de los reclutas de la Plana Mayor y Logística.

"El tiempo ya estaba malo", comenta un soldado que debía iniciar el retorno a esa hora. Y la conscripto Leslie Muñoz agrega que todo fue muy rápido, tanto, que varios no alcanzaron a terminar de almorzar. De un momento para otro y en medio de un "fuerte viento", 71 de los 77 soldados de la compañía emprendieron la marcha a cargo del capitán Covarrubias. La cabo Rubio también se quedó en Los Barros.

Los reclutas dicen no recordar quién dio la orden de partir y advierten que, en todo caso, no se cuestionó. No obstante, el superior jerárquico era el mayor Cereceda.

Entre las seis soldados que no pudieron descender por orden de sus superiores estaba Leslie Muñoz, pues tenía sus pies heridos. Ella y sus compañeras quedaron preocupadas por el fuerte viento que corría cuando sus pares comenzaron la marcha. "Estábamos nerviosas por las mujeres que iban allí, pero gracias a Dios llegaron bien". Y la misma buena suerte corrieron los miembros de la compañía Cazadores.

EL CAMIÓN QUE NUNCA LLEGÓ

Durante la madrugada del miércoles, a eso de las 5 horas, cuando el sol aún no despuntaba, salieron de Los Barros las compañías Mortero y algo más tarde la Andina. En la primera de ellas debían bajar las seis soldados de Plana Mayor y Logística, pero el teniente Emilio Díaz no las autorizó. "Nos dijo que no marchábamos si no era con él, porque el tiempo estaba malo. Y nos quedamos", rememora la recluta Muñoz.

Tras esa orden vino la del mayor Cereceda, quien sentenció que las mujeres "no sa-
lían" de Los Barros. Decisión que revela que las condiciones meteorológicas de ese fatídico miércoles eran, a lo menos, complejas.

Las niñas querían bajar para estar con sus familiares a la brevedad, por lo que lloraron al ver que las compañías se iban sin ellas. Es que el destino les tenía preparado otro camino.

Albergados en el refugio Los Barros, los 112 uniformados que allí quedaban, entre soldados, suboficiales y oficiales, veían con incredulidad y temor el fuerte viento blanco que soplaba afuera durante esa mañana. "Los superiores nos decían que nos tranquilizáramos, que íbamos a bajar en un camión, pero ese camión se quedó en panne al cruzar un río y nos tuvimos que quedar en Los Barros", cuenta la soldado.

Por la tarde y a 700 kilómetros de distancia, el Comandante en Jefe del Ejército, general Juan Emilio Cheyre, ordenaba desde Santiago el envío de patrullas de rescate a la zona del desastre y designaba al general Alfredo Ewing, comandante del Comando de Operaciones Terrestres, como oficial delegado para que se hiciera cargo de la búsqueda de los desaparecidos.

Ese día los reclutas que estaban en Los Barros no conocieron el trágico destino de varios de sus compañeros ni la cruda vivencia de los soldados de las compañías Mortero y Andina que vieron caer y morir a sus amigos.

RECEN POR ELLOS, PIDIO EL MAYOR CERECEDA

El jueves por la mañana el mayor Cereceda los reunió a todos mientras afuera del refugio la tormenta continuaba. Allí les informó que las dos compañías habían llegado hasta La Cortina, pero que en el trayecto habían fallecido cinco soldados. Los conscriptos quedaron helados, según han relatado.

El oficial les pidió que rezaran por ellos y que se calmaran, porque "no íbamos a salir y nada nos iba a pasar. Y nos dijo que si era necesario quedarse tres semanas en Los Barros, nos íbamos a quedar", cuenta Leslie Muñoz.

A partir de ese momento el ambiente al interior del refugio se tornó denso. Cundió la desesperación y la incertidumbre. Y también la angustia por los amigos perdidos, cuyas identidades desconocían. A eso también hubo que sumar que entre los jóvenes soldados que bajaron hacia La Cortina se encontraba el hermano de la cabo Rubio. Sólo días después supieron que estaba vivo.

Debido a las malas noticias, nadie quería marchar, cuenta un joven. Para tranquilizar a los asustados conscriptos, los mandos les indicaron que un helicóptero los recogería para llevarlos de vuelta al regimiento y a sus hogares. Y que lo más probable era que tendrían que caminar cerca de cuatro kilómetros para acceder a la nave.

CON EL PECHO APRETADO

Para que los soldados no perdieran la calma y dejaran de pensar a cada instante en la muerte de cinco camaradas, se les asignaron tareas para mantenerlos ocupados. Se dispuso que los integrantes de la compañía de Ingenieros cortaran, recolectaran y secaran leña para mantener calefaccionado el lugar. Otros improvisaron techumbres para cubrir los vehículos que había afuera del refugio. En tanto, las mujeres lavaban y barrían e incluso les pasaron una baraja de naipes para que se distrajeran.

Paralelamente, el mayor Cereceda hacía todos los esfuerzos posibles para establecer contacto radial con el regimiento e informar de la situación de Los Barros. Ello ocurrió cerca de las 10.30 horas, según contó posteriormente el general Cheyre.

Tras ese primer enlace radial el alto mando informó a la prensa el envío de tres nuevas patrullas de alta montaña a la zona de la catástrofe y que había 114 uniformados en el refugio Los Barros, cifra que horas más tarde fue rectificada: eran 112. Y a esa altura ya habían reconocido que había 45 soldados "aislados y sin comunicación" ­es decir, desaparecidos- y 5 muertos.

La magnitud del desastre era mayor de la esperada, prueba de ello es que el general Cheyre viajó a las 14 horas a Los Angeles, en compañía del ministro de Defensa, Jaime Ravinet.

Arriba, en Los Barros, el jueves se tornó eterno. "Teníamos mucha angustia y un dolor en el pecho. Esa noche hicimos una cadena de oración", recuerda la soldado Muñoz.

LA NOCHE EN QUE EL CIELO SE ILUMINO

El día siguiente comenzó igual en Los Barros, con mal tiempo y la moral baja. Pero el ánimo de algunos conscriptos mejoró cuando pudieron contactarse por radio con sus padres, pese a que la señal era muy débil. Las conversaciones fueron breves pero alentadoras.

Debido al persistente mal tiempo la instrucción fue que nadie saliera al exterior. Y pese a las condiciones extremas en que estaban, el calor del refugio y la alimentación seguían "buenas", reconocen los soldados. Pero sus preocupaciones eran otras: saber de sus compañeros caídos y volver a sus hogares.

A muchos les costaba conciliar el sueño. La angustia los carcomía. Pero no sabían cuán afortunados eran: ellos estaban vivos mientras otros yacían congelados bajo metros de nieve.

Pasada la medianoche, el cielo sobre Los Barros se iluminó. Los soldados se levantaron para mirar por las ventanas. Fue un destello que duró "4 ó 5 minutos", cuentan. Era una bengala, pero en realidad fue mucho más que eso.

Tras la primera bengala vino una segunda. Y luego se escuchó el sonido característico de un helicóptero Puma. "Nos vienen a buscar", fue la reacción inmediata de los jóvenes, invadidos por la felicidad. Pero la nave "pasó de largo y nos desilusionamos. Nos dormimos con la moral muy baja", confiesa Leslie Muñoz.

"CONGELADOS" POR LA NOTICIA

A las 7 de la mañana del sábado los conscriptos de Los Barros ya estaban levantados. En ese momento el teniente Díaz les informó a las mujeres que bajarían inmediatamente. "Sentimos el helicóptero y ahí supimos que no nos íbamos a morir", cuenta la soldado.

Pasadas las 8 un helicóptero Puma del Ejército evacuó a los primeros de Los Barros, que se trajeron consigo un recuerdo: un perrito que encontraron en la cordillera.

Aterrizaron en el retén de Carabineros de Antuco. Allí les prohibieron hablar con la prensa que había en el lugar. Les tomaron sus datos, les dieron café y pan.

Cuando los 112 hombres y mujeres de Los Barros estaban en Antuco, cerca de las 9.30 hrs., el general Cheyre les informó que había 5 muertos y 41 desaparecidos. Las caras de los soldados se desencajaron y el golpe que recibieron fue tan duro, que se produjo un silencio profundo, inmovilizador. "No hubo preguntas, quedamos congelados", cuenta un recluta.

PRIMERO EL DEBER

Y del dolor pasaron al deber, pues Cheyre los conminó a entonar, al aire libre y formados, el Himno Nacional para conmemorar el 21 de Mayo. Entre lágrimas, los conscriptos cantaron a viva voz.

Luego fueron divididos en secciones y bajados en camiones hasta el regimiento. Iban hacia lo desconocido, pues aún no sabían los nombres de los muertos y desaparecidos. En el trayecto "había mucha gente a la orilla del camino y nos aplaudían y nos hacían señas con sus pañuelos", recuerda la conscripto Muñoz. Algo que los desconcertó, pero que a la vez los hizo dimensionar lo que estaba ocurriendo.

Llegaron al regimiento al mediodía, formaron en el patio y se presentó ante ellos el nuevo comandante del batallón, el mayor Lores, que reemplazó al removido mayor Cereceda.

Los jóvenes, en su mayoría de 18 años, estaban ansiosos por ver a sus padres y llorar sobre sus hombros, abrazados. En el regimiento se les pidió que se calmaran y todos fueron revisados por un equipo médico. Después "nos obligaron a alimentarnos" y mientras almorzaban se abrieron las puertas del comedor y comenzaron a entrar los familiares. Todos corrieron de un lado a otro y los abrazos y llantos estallaron.

Caminata de la muerte, PASO A PASO

La nieve caía silenciosa sobre Los Barros, la mañana del miércoles 18 de mayo. Jean Paul Soto y los otros 80 conscriptos de la Compañía Andina permanecían formados frente al refugio, fijos como estacas, a la espera de una orden que cambiaría sus vidas para siempre.

El frío golpeaba la cara como una bofetada y el viento parecía susurrar una melodía. A las 8.45 horas el mayor Patricio Cereceda se plantó frente a la tropa y anunció lo que ya todos sabían: "Desde este momento van a marchar".

Los soldados estaban conscientes de que la caminata de 28 kilómetros hacia La Cortina sería larga... Pero una promesa que hizo el mismo Cereceda les infundió valor.

El mayor les dijo que esa misma noche iban a estar de regreso en el Regimiento de Los Angeles. "¡Buena suerte!", les dijo antes de hacer la última señal para la partida.

En las nueve horas siguientes, el conscripto Soto y sus camaradas comprendieron dramáticamente que para marchar en las montañas, durante una tormenta, se necesita algo más que buena fortuna.

"MARCHEN SIN CHALECOS"

Los movimientos partieron temprano en Los Barros, aquella mañana. La primera compañía que bajó ese día desde el refugio fue la de Morteros. Después le tocaba al turno a la Andina. Soto y los demás reclutas se levantaron a las 7. Tomaron desayuno, desarmaron las carpas y prepararon las mochilas.

"Metimos el saco de dormir, los útiles de aseo y toda la ropa que andábamos trayendo. La carpa y las raquetas para caminar en la nieve las colocamos en la mochila, por fuera", detalla el conscripto.

A las 8, él y los otros soldados de la Andina ya estaban listos para la caminata. Llevaban puestos bototos de cuero, tenida de combate,una coipa (gorra de polar) y una parka corriente. Los instructores les aconsejaron que guardaran los chalecos en las mochilas para evitar la transpiración durante la caminata.

A la cabeza de la columna iba el capitán Claudio Gutiérrez. Más atrás, dos tenientes de apellidos Durán y Zerené y un suboficial.

Cuando los reclutas de la Andina iniciaron el descenso, seguía nevando en Los Barros. El mal tiempo inquietó a algunos de ellos, pero la actitud resuelta de los militares a cargo les dio tranquilidad.

Al frío reinante se sumó pronto el cansancio por la profundidad de la nieve, todavía muy blanda. El peso del fusil que llevaba cada uno también hizo mella en los jóvenes soldados.

LOS MAS DEBILES SE AMARRARON A LOS INSTRUCTORES

El primer indicio de la pesadilla que estaba por desencadenarse surgió apenas a un kilómetro del refugio Los Barros. Un estero de unos 50 centímetros de hondo interrumpía el paso de la columna.

El capitán Gutiérrez ordenó recoger palos y ramas para habilitar un improvisado puente sobre el cauce. Las tareas se prolongaron más o menos una hora.

"Los que pasaron primero no se mojaron. Los que íbamos al final, en cambio, nos mojamos hasta más arriba de la rodilla, porque el puente se cayó", relata el soldado Soto.

Con los pantalones empapados, y con el termómetro bajo cero y una sensación térmica aún inferior, los conscriptos tuvieron que continuar la travesía por la montaña.

Tres horas más tarde, a unos siete kilómetros de dejar Los Barros, la nevazón se transformó en viento blanco. La Compañía Andina y la muerte estaban a punto de encontrarse cara a cara.

"La marcha se hizo más lenta. Los instructores iban atrás para decirnos que no nos detuviéramos. Que no perdiéramos al de adelante. Ahí nos empezamos a asustar", reconoce Soto. Los más débiles se amarraron a las mochilas de los instructores. El viento blanco se sentía como vidrio molido en los rostros de los conscriptos.

"PARECIA QUE ESTABA DURMIENDO"

"¿Cuánto falta para llegar?", preguntaban con desesperación los reclutas. "¡Falta poco!", respondían los responsables de la marcha para intentar calmarlos.

Jean Paul Soto calcula que vio el primer cadáver más o menos a unos 18 kilómetros de Los Barros. No sabe quién era, pero se le ocurre que debió ser de la compañía de los Morteros. "Parecía que estaba durmiendo. Tenía mochilas alrededor. Se le veían la cara y las manos. La nieve le cubría el resto del cuerpo".

El capitán Gutiérrez y un teniente se detuvieron junto al cadáver. Cuando comprendieron que nada se podía hacer, continuaron caminando.

El hallazgo hizo que el desánimo y el miedo cundieron en la tropa. "¡Sigamos para tratar de salvarnos!", aconsejó uno de los instructores, en medio de la nevazón.

El aliento de los oficiales y suboficiales no fue suficiente. Varios compañeros del soldado Soto empezaron a caer al costado del camino.

"¡Quiero agua!" y "¡no doy más!" fueron algunos de los escalofriantes lamentos que escuchó el recluta bajo y delgado, mientras hacía esfuerzos sobrehumanos por seguir.

"A varios los levantamos entre dos. Los tomábamos de los brazos, pero poco más allá se caían de nuevo", narra Soto con la garganta hecha un nudo.

Otros, sin desplomarse, simplemente dejaban de caminar y quedaban clavados en la nieve. Quietos. Igual que estatuas.

"DEJAME AQUÍ. NO PUEDO MAS"

"A uno le toqué la cara para darle ánimo. Me dijo que le dolía. Le dije: yo te ayudo. Trató de caminar conmigo, pero se cayó. Quise levantarlo. Me dijo: no puedo más. Déjame aquí", cuenta Soto con la mirada perdida.

El recluta pasó junto a más de 10 cadáveres en el camino. Los miró de reojo. Sin hacer comentarios con los conscriptos que marchaban junto a él. "Tratábamos de darnos ánimo. No nos echemos a morir, decíamos. Tenemos que seguir. Ya vamos a llegar".

Los fallecidos yacían tendidos en la nieve. Algunos de boca. Otros de espalda. Junto a mochilas y fusiles abandonados por la tropa.

Más adelante, a unos 20 kilómetros de Los Barros y a sólo 8 de La Cortina, los reclutas ya no hablaban. Tenían la ropa literalmente congelada. Y una máscara de escarcha sobre la cara.

Soto relata así ese momento dramático: "Dieron la orden de abandonar las armas y las mochilas. Yo traté de hacerlo, pero mi ropa estaba tan dura por el hielo que no logré doblar los brazos. Otro compañero tuvo que ayudarme. No sentía las manos ni los pies. Mi teniente dijo: ¡Boten todo. Salvemos nuestras vidas!".

Un rato después, al cabo de una penosa marcha que tardó unas nueve horas, el sonido lejano de un silbato orientó a la diezmada compañía Andina hacia un refugio de la Universidad de Concepción, a unos 2 kilómetros de La Cortina. En el galpón ­sin puertas ni ventanas- había numerosos militares apiñados en torno a una débil fogata. Soto se había salvado, pero la pesadilla aún no terminaba.

Interminable noche en que cantaron RANCHERAS PARA NO MORIR

Sal de ahí chivita, chivita. Sal de ahí de ese lugar.

Desde canciones infantiles hasta rancheras entonaron para darse ánimo los sobrevivientes de la marcha que pasaron la noche del 18 de mayo en el refugio de la U. de Concepción. Los reclutas estuvieron ahí no más de 12 horas, pero les pareció una eternidad.

Ninguno durmió. Los oficiales que se encontraban allí lo impidieron. No por sadismo, sino para salvar la vida de los soldados. "Allá, el que se quedaba dormido se moría. No quedó otra que aguantar", dice el conscripto Jean Paul Soto.

Los soldados pasaron parte de la noche arrancando las tablas de las murallas para alimentar una fogata que, por momentos, amenazaba con extinguirse.

El calor de las brasas permitió secar parcialmente las escarchadas ropas de los reclutas. Y derretir nieve en tachos para tener agua que beber.

No había casi nada para comer. Apenas unas barras de chocolate que debieron ser repartidas de manera equitativa. Entre canción y canción, los soldados contaban chistes en un dramático intento por levantar la moral que a esas alturas estaba por los suelos.

"Tratábamos de animarnos, pero todos estábamos con miedo y pena. Muchos lloramos esa noche y no me da vergüenza decirlo", reconoce Soto.

Al amanecer, algunos militares llegaron desde La Cortina con pan y café caliente para los entumidos y hambrientos reclutas.

Mientras comían y trataban de entrar en calor, los oficiales a cargo avisaron que dentro un rato bajarían."Dijeron que si caminábamos juntos no pasaría nada. Antes de salir, todos rezamos", narra el conscripto.

"MENOS MAL QUE ME RECOGIERON"

Cuando salieron del refugio, el tiempo no estaba tan malo. Pero unos cientos de metros más allá la sombra de la muerte volvió a amenazarlos. El viento blanco azotaba una vez más a los soldados.

"Estábamos cansados. Yo me caí como cinco veces en el camino. Menos mal que me recogieron. Los compañeros me tomaron de la mano. Así llegamosa La Cortina", recuerda con angustia.

El conscripto dice que al entrar al refugio y ver la luz quedó ciego. Un médico le echó entonces unas gotas en los ojos y lo cubrió con una frazada.

"Estaba tiritando. Cuando empezaba a quedarme dormido me despertaban", cuenta Soto, quien junto a sus camaradas fue subido a un camión y llevado a Los Angeles.

En el camino le dieron un chocolate con almendras. El más rico de su vida, según él.

De vuelta en el Regimiento de Los Angeles, los soldados fueron examinados. Los que estaban mal terminaron en la enfermería. Los demás pasaron al comedor, donde los esperaba un humeante plato de puré.

Luego de la cena formaron en el patio y se reencontraron con sus familiares. Al menos para ellos, todo había terminado.n

Así fue la campaña

Los conscriptos subieron contentos a los camiones que los llevaron desde el Regimiento de Los Angeles al refugio Mariscal De Alcázar del Ejército, en plena cordillera de la VIII Región, a comienzos de mayo.

Era un viaje de casi tres horas hasta el sector de Los Barros, donde se desarrollaría la campaña. El refugio es una casona amplia de tres niveles -dos pisos más subterráneo- donde alojaron oficiales y suboficiales.

Los soldados no durmieron allí. Por las noches permanecieron en carpas individuales, las que armaron a dos pasos de distancia entre sí, alrededor del refugio.

"A uno le pasan saco de dormir y dos frazadas. Yo me ponía pijama afranelado, polera. Las verdad es que no pasé frío", cuenta el recluta Jean Paul Soto, de la Compañía Andina.

Su unidad fue una de las más diezmadas. Catorce de sus integrantes perecieron congelados durante la penosa caminata del 18 de mayo.

La jornada en Los Barros partía a las 7.30 de la mañana, cuando los soldados salían de sus carpas y caminaban hacia un arroyo cercano ­de aguas muy frías- para lavarse la cara y los dientes. El desayuno -consistente por lo general en una taza de leche y dos panes, uno solo y otro con mermelada- lo tomaba cada uno en su carpa.

Luego participaban en distintos ejercicios, como mimetización con pintura, uso de brújula, manejo de armamento o desplazamiento "punta y codo".

Las actividades se interrumpían entre las 2 y las 3 de la tarde para el almuerzo. La ración entregada a los conscriptos incluía siempre un plato de fondo -porotos, arroz, lentejas, carne o pollo- y fruta de postre.

Después del rancho, los soldados tenían un tiempo libre para descansar o distraerse. "Uno, por lo general, ordenaba la carpa, fumaba un cigarro o conversaba", recuerda el soldado Soto.

Por las tardes, los reclutas participaban en otras actividades ­similares a las de la mañana- y posteriormente cenaban, entre las 6 y 7 de la tarde. Se iban a la cama cerca de las 8 de la noche, salvo cuando tenían entrenamiento nocturno.

Los reclutas no veían mucho al mayor Patricio Cereceda, el oficial que según ellos dio la orden de marchar en medio de la nevazón, al término del ejercicio. "En las mañanas las compañías le rendían honores a Cereceda. El daba instrucciones. De repente lo divisábamos en el almuerzo", asegura el conscripto Soto.

Entre las actividades que más recuerdan los soldados sobrevivientes se cuenta un "circo de campaña" efectuado una noche en el refugio, poco antes de la fecha fijada para el descenso del batallón desde Los Barros.

"Cada compañía tuvo que hacer un número artístico. Me acuerdo, por ejemplo, que cantaron unos hiphoperos. La pasamos súper bien", rememora Soto con melancolía. El "circo" fue todo un éxito. Los reclutas rieron y aplaudieron, sin imaginar la tragedia que estaba por caerles encima.

Verdadera historia de la medalla de Cheyre

El conscripto José Humberto Bustamante Ortiz, de la compañía Mortero, fue el primer soldado sin vida que las patrullas de rescate le arrebataron a la montaña. Una vez que su cuerpo fue trasladado hasta el refugio La Cortina, el general Juan Emilio Cheyre, en un gesto de respeto, ordenó cambiarle su ropa interior ­calzoncillos largos, camiseta y calcetines- y sacarle la tenida de combate para secarla. Luego ayudó a vestirlo dignamente. Entre medio, el comandante en Jefe se sacó la medalla religiosa que lleva con él y le hizo la señal de la cruz al soldado.

Por la tarde, el general contó esta experiencia a la prensa sin siquiera sospechar que su gesto se convertiría en caldo de cultivo para las más ácidas críticas.

Una vez que el cuerpo fue entregado a los familiares, se constató que el joven soldado tenía sus ropas mojadas y no había rastro de la medalla que supuestamente alguien entendió que le habían colocado.

¿Qué ocurrió? El general Cheyre efectivamente se sacó la medalla, bendijo a Bustamante y después se volvió a colocar la imagen religiosa en su cuello. También ayudó a cambiar su ropa interior y pidió que secaran el uniforme y que le volvieran a poner la misma tenida una vez seca, y no una nueva, para no alterar la investigación. Pero el cuerpo del joven llegó mojado al velorio, porque una vez dentro del féretro su cuerpo entró en calor y comenzó a descongelarse, explican en el Ejército.

Seguros de vida

Para hoy se esperaba el arribo a Los Angeles del ministro en visita de la Corte Marcial, Juan Arab. Allí deberá iniciar una investigación para esclarecer los hechos.

El comandante del regimiento, coronel Patricio Espinosa, dijo que esta mañana llegó al Regimiento de Los Angeles el coronel César Bunster, con la misión de entregar los correspondientes seguros de vida a las familias de 17 de los fallecidos.

Asimismo, hoy se dio a conocer la identidad del cuerpo rescatado ayer. Se trata del soldado Francisco José Burgos Burgos.

Aparte, el coronel Espinosa informó que el Ejército "está haciendo todos los aspectos administrativos y legales" para impedir que "inescrupulosos" realicen falsas colectas de dinero para, supuestamente, beneficiar a las familias de los soldados muertos. Advirtió que sólo han sabido de un caso, en Los Angeles, y que aún no hay detenidos.

A las 16 horas de esta tarde el ministro de Obras Públicas, Jaime Estévez, y el comandante del Comando de Operaciones Terrestres, general Alfredo Ewing, presidirían un reconocimiento a la labor desempeñada por 33 funcionarios de la Dirección de Vialidad, quienes colaboraron en la habilitación de la ruta que lleva a los refugios La Cortina y Universidad de Concepción.

MAPA DE POSIBLE UBICACION DE LOS CUERPOS

El general Eduardo Aldunate supervisó esta semana en terreno la búsqueda de los conscriptos. Es muy conocido en el Regimiento de Los Angeles pues fue su comandante entre diciembre de 1996 y 1998. En esa época tenía el grado de coronel y se ganó el respeto del personal y de la ciudad debido a sus dotes innatas de líder. Aldunate, del arma de Infantería, permaneció en el refugio cordillerano de La Cortina y recorrió varias veces el área donde las cuadrillas buscan a los conscriptos que perecieron. El año pasado fue nombrado al frente de la Dirección de Movilización Nacional del Ministerio de Defensa.