Latinoamérica
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El Alto, una ciudad que sigue en pie de guerra contra el gobierno boliviano
Néstor Restivo
Cuna de la revuelta de octubre de 2003, hoy es símbolo de la pelea por el gas
y por el agua.
Desde arriba, en el hoyo donde está La Paz, predomina el terracota de sus casas,
salpicado por algunas torres de edificios. Subiendo a El Alto asoman a lo lejos
el nevado Illimani y el Chacaltaya, entre cerros que rodean la ciudad que va
quedando abajo. El Alto es hoy la ciudad con más mezcla de pobreza, organización
y combatividad en Bolivia.
Hace 70 años era un sitio inhóspito, habitado por muy pocos que se animaban a
convivir entre piedras, lagartos y aves de rapiña. Pero cuando La Paz llegó a 1
millón de habitantes de ser barrio a ciudad. Irónicamente, era ministro de
Planificación Gonzalo Sánchez de Lozada, cuya política neoliberal, ya de
presidente, tendría años después mucho que ver con la explosión demográfica en
El Alto, y con su propia huida de Bolivia.
El desempleo, la informalidad y el plan de relocalización de mineros de Oruro y
Potosí llevó allí a una gran migración, con aimaras y quechuas llegados del
campo, y hoy hay 800 mil almas viviendo en este balcón ("La ceja" le dicen a la
autopista que marca el límite) que mira a La Paz. Una mitad es pobre; la otra,
indigente. Sólo 30 mil de ellas, en barrios "privilegiados", acceden al gas, y
200 mil no saben de agua potable.
El gas y el agua están detrás de los conflictos sociales que desde aquí
sacudieron a toda Bolivia. Mercedes Copi y Reyes, del paupérrimo Distrito 7,
camina kilómetros para conseguir agua, que acumula en jarros sobre el piso de
tierra. Dos de sus cinco hijos sufrieron diarrea y uno murió en el parto, que en
El Alto los aimaras hacen con una matrona, pues se sienten despreciados en los
centros de salud.
Para que tengan agua, la francesa Suez les cobra casi US$ 500, y la mitad de los
de El Alto no gana eso en un año. Con el gas, menos de 5% recibe red natural;
paga garrafas caras o hace fuego a leña. Más lejos, en el campo, aún lo hacen
con bosta seca de llamas y guanacos. Bolivia tiene la segunda mayor napa de gas
de Sudamérica.
Oscar Ramón, el taxista guía, cruza otro barrio, Santiago II, y va por
"avenidas" de polvo y piedra, a cuyos costados brotan ferias y las cholas venden
sus pimientos, limones, jengibres, papas, hojas de coca y de cedrón y otros
alimentos vistosos. Por un peso boliviano, 30 centavos argentinos, ellas prestan
un teléfono o sacan del poncho un celular para hacer una llamada. Casi todas las
casas son de ladrillo o piedra a la vista, no por moda.
Roberto de la Cruz, un aimara ex dirigente de la Central Obrera y ahora del M17,
tiene una visión radical sobre el conflicto social. En su casa semivacía y de
piso de material <"un lujo", dice< asegura que habrá un tercer estallido, final.
Remite a los otros dos, febrero y octubre de 2003, el primero contra un "impuestazo"
de Sánchez de Lozada, que incluyó la quema de la alcaldía, y el segundo, un paro
y bloqueo total que tumbó al presidente tras un baño de sangre. En total, se
cobraron un centenar de vidas. Esa vez, en el barrio Villa Ingenio y en los
accesos a La Paz la batalla campal de piedras contra metralla dejó una huella
indeleble en El Alto.
Al migrar, los mineros e indios trajeron aquí su añeja organización y avanzaron
en urbanización y servicios. Hubo un paréntesis, años 80 y 90, en los que un
corrupto animador de TV devenido político, Carlos Palenque, se quedó con la al
caldía. Pero desde que murió, en 1995, resurgió la red vecinal. Hoy controla su
federación, la Fejuve, Abel Mamani, cercano al MAS de Evo Morales, y es alcalde
Juan Paredes.
Hay quienes no creen que se repita el conflicto del 2003 pero están en vigilia
sobre los temas pendientes: la elección de constituyentes y la votación por el
gas. Activos como pocos en el referéndum de 2004 que abrió camino a las
reformas, también vigilan el futuro del agua, ahora que Suez arma sus valijas y
está pendiente una negociación con el gobierno para auditar tanto sus reclamos
como sus incumplimientos.