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Impunidad, justicia y capitalismo neoliberal. Reflexión sobre el caso chileno
Franck Gaudichaud
El tema de la tortura, de los presos políticos y, en general, de la barbarie
dictatorial del general Pinochet lleva varios meses ocupando un gran espacio
informativo en Chile. Sobre todo después de la publicación oficial, en noviembre
de 2004, de un extenso informe gubernamental sobre la tortura y los presos
políticos (conocido como Informe Valech) [i] . La comisión nacional
nombrada por el gobierno de Lagos ha podido recoger más de 35.000 testimonios de
presos políticos del régimen militar [ii] . En sus cientos de páginas se
describen las salvajes prácticas del terrorismo de Estado contrarrevolucionario
aplicado en Chile, al igual que en otras latitudes de América Latina, durante
los años setenta y ochenta. Ante todo hay que decir que este informe supone un
gran avance para el conocimiento y reconocimiento de una verdad histórica negada
durante mucho tiempo.
Neoliberalismo y gestión de la injusticia
No cabe duda de que es el fruto de varias décadas de movilizaciones colectivas,
tanto en Chile como a escala internacional, en pro de la Verdad y la Justicia.
Por tal motivo, el gobierno chileno encabezado por el ″socialista″ Ricardo Lagos
ha dicho que es un informe « sin precedentes en el mundo » e incluso
reconoce que « la detención y las torturas constituyeron una práctica
institucional de Estado que es inaceptable » y, en su opinión, «
contraria a la tradición histórica de Chile » [iii] . Sin embargo, detrás de
sus bonitas palabras se ocultan falsedades y disimulos que revelan el modo en
que el gobierno social-liberal de la Concertación pretende interpretar y
utilizar políticamente el afán de testimoniar de una parte de las víctimas de la
dictadura. De entrada conviene recordar que la comisión sólo ha entrevistado a
una pequeña parte de los cientos de miles de personas torturadas y encarceladas
por los esbirros de Pinochet. Por otro lado, con el respaldo directo o indirecto
de la derecha y la patronal, la táctica de Lagos es poner punto final al pasado
bajo el pretexto de no «reabrir las heridas» de la historia. Por eso el
informe se salda con una cínica indemnización económica «austera y simbólica»
a las víctimas, según las propias palabras del presidente. [iv] No contenta con
ello, la comisión se permite el lujo de dar carpetazo a la reclamación
fundamental de la justicia, que es publicar los nombres de los verdugos, y
obliga a sus miembros a guardar silencio absoluto ¡durante 50 años como mínimo!
Como bien dice la revista Punto Final, esto da a la tortura de Estado
—reconocida oficialmente— una verdadera «patente de impunidad». [v] La
estratagema se ve aún más clara ahora que el gobierno chileno acaba de respaldar
públicamente a la corte suprema de justicia que, además de rechazar el principio
de colaboración internacional para los crímenes de lesa humanidad, ordena que
los procesos incoados por crímenes contra los derechos humanos (actualmente son
356 en Chile) se concluyan en un plazo de seis meses, so pena de una suspensión
temporal indefinida [vi] . Por supuesto las organizaciones de derechos humanos,
como el CODEPU, [vii] han criticado estas medidas, recordando oportunamente que
durante la dictadura esa misma corte suprema hurtó de forma sistemática los
derechos más elementales a los ciudadanos chilenos poniéndose a las órdenes de
la junta militar. Sin olvidar, además, que hoy en día son muchos los militares y
funcionarios de la dictadura que disfrutan de una libertad dorada, con generosos
salarios y jubilaciones pagados por el Estado, que las fuerzas armadas perciben
constitucionalmente una proporción desorbitada de los beneficios que
reporta la explotación del cobre (el llamado «salario de Chile»), y que los
gastos militares, en este país, son los más elevados de toda Latinoamérica.
Así las cosas, ¿a qué vienen las jeremiadas del ministro de economía cuando
destaca el esfuerzo «oneroso» que deberá hacer el gobierno para pagar las
indemnizaciones a quienes padecieron violaciones colectivas, descargas
eléctricas por todo el cuerpo, cigarrillos apagados en los pechos, asfixia,
descuartizamientos, ratas que roen el vientre o la vagina, patadas en la cara,
tortura psicológica, simulacros de ejecución y detención en condiciones
infrahumanas durante semanas, meses o años? ¿Acaso vamos a aceptar sin rechistar
que oficiales, parlamentarios, responsables de la prensa y patronos que
participaron de una u otra forma en el régimen dictatorial, se permitan
cuestionar la veracidad histórica de semejante ignominia? Sabemos que todos
ellos recuerdan con añoranza los buenos tiempos en que su amado general Pinochet
declaraba, henchido de orgullo: «hemos limpiado prácticamente la nación de
marxistas». Lo cual no es de extrañar, porque las clases dominantes chilenas
no pueden ocultar su profundo agradecimiento a una junta militar que hizo el
trabajo sucio y les permitió restablecer la sacrosanta propiedad privada de los
medios de producción, que en 1973 estaba amenazada por los sectores populares
organizados. Otros, como Juan Emilio Cheyre (comandante en jefe de las fuerzas
armadas), para explicar lo inexplicable, se limitan a hablar de un «contexto
histórico», de la famosa polarización política que se habría creado con la
Unidad Popular (1970-1973) o también de ciertos «excesos individuales» de
funcionarios de la dictadura. [viii]
Movilizaciones colectivas contra la impunidad y justicia social
Pese a todo, gracias a décadas de movilizaciones colectivas en Chile y en el
mundo y al tesón de un puñado de abogados y jueces, se han dado pasos
significativos en contra de la impunidad. Sin duda alguna la proliferación de
procesos y acusaciones, de gran valor simbólico, son puntos de apoyo para seguir
luchando y debatiendo con las nuevas generaciones acerca de un pasado que no
acaba de pasar. Lo vemos, sobre todo, en el reciente levantamiento de la
inmunidad al viejo general Pinochet y su procesamiento en la causa de la
Operación Cóndor por el juez Guzmán, o en las acusaciones, condenas y
detenciones de varios antiguos agentes de las fuerzas represivas, entre ellos su
máximo responsable, Manuel Contreras [ix] . No cabe menospreciar estos avances
ni este reconocimiento oficial —siquiera parcial— de la barbarie de la
dictadura, porque de momento estamos en una verdadera «guerra de posiciones»
contra un aparato judicial que, a fin de cuentas, sigue siendo el del Estado
burgués. También siguen en alto las «batallas de la memoria», como nos recuerdan
en varios manifiestos ciudadanos, los historiadores opuestos al olvido
institucional que se quiere imponer a toda la sociedad, lo mismo que los
acuerdos de libre cambio con Estados Unidos y la Unión Europea. [x] Todos estos
indicios muestran que debemos seguir movilizándonos. Pero hay que saber cómo,
sobre qué bases y con qué metas. Porque no podemos eludir otro debate de fondo:
¿qué justicia reclamamos realmente? O como plantea acertadamente, en
circunstancias distintas, Daniel Bensaïd: ¿quién es el juez? Porque un
ardid del liberalismo es, precisamente, individualizar los crímenes y las
responsabilidades del terrorismo de Estado para despolitizar su contenido y su
significado histórico... [xi] En Chile y fuera de Chile, la justicia de Estado
carece de… juicio. Es lícito y necesario, pues, que nos preguntemos en qué
medida un Estado, que ha avalado una «intransición» democrática en plena
continuidad institucional y económica con el régimen militar de Pinochet y los
«Chicago Boys», podría hacer justicia sin tratar de cubrirla apresuradamente con
un manto de impunidad o vaciar de significado social y político los crímenes
cometidos. Pues como enseña la historia del siglo xx , el terrorismo de Estado
contrarrevolucionario es cualquier cosa menos el resultado de una conducta
individual anormal de un puñado de militares histéricos o extremistas. Es
entonces cuando surge una noción de justicia esencial, la de justicia social,
por la que miles de militantes y trabajadores sufrieron la represión de las
dictaduras; y cuando todos esos cantos al «Estado de derecho» y a la tradición
constitucionalista de las fuerzas armadas suenan a hueco. Porque ¿dónde está el
«Estado de derecho» recobrado, si los propios gobiernos llamados democráticos
legitiman la presencia de presos políticos en la cárcel de Alta Seguridad de
Santiago y las escandalosas prácticas de tortura y represión brutal contra el
pueblo mapuche rebelde? [xii] Por eso muchos militantes o ex-militantes
revolucionarios se han negado a participar en el juego de la verdad y la
reconciliación tan cacareado por las elites políticas (de «izquierdas» y de
derechas), gestoras del capitalismo neoliberal. Para ellos, como para las Madres
de la plaza de Mayo al otro lado de la cordillera, sólo habrá Verdad y Justicia
plenas cuando las clases populares vuelvan a alzar la bandera del socialismo
democrático por el que murieron, fueron torturados y encarcelados cientos de
miles de latinoamericanos. Como dice el historiador Igor Goicovic Donoso, otro
que, como muchos de sus compañeros, se ha negado a dar testimonio ante la
comisión gubernamental sobre la tortura: « no me interesan los mendrugos que
caen de la mesa de los opulentos o las miserables dádivas con las cuales el
Estado burgués pretende repararme. La única reparación real y legítima tiene que
ver con un proyecto colectivo de transformación de la sociedad, ajeno al Estado
y a los intereses de clase que defiende; tiene que ver con el movimiento popular
y sus luchas; tiene que ver con reparar los sueños y las utopías » [xiii] .
* Franck Gaudichaud es politólogo y coordinador de la sección Chile de la
revista electrónica
[i] Véanse en la red los documentos del diario La Nación: