Latinoamérica
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En búsqueda del consenso perdido
Wilson Jaime Villarroel Montaño
La construcción del nuevo proyecto democrático boliviano reviste, en la hora
actual, enormes vicisitudes y graves dificultades. La creciente polarización de
algunas posiciones, aparentemente inconciliables, impone un renovado
emprendimiento común, tanto de quienes gobiernan como del ciudadano de a pie.
Corre un tiempo apretado de encontrar consensos. Es ya un imperativo ineludible.
Paradoja cruel: en el caso boliviano, en un universo casi uniforme de posiciones
desideologizadas en un mundo globalizado, se evidencian puntos tan notables de
discordia que acaso no puedan ser resueltos pacíficamente. Posiblemente las
grandes desigualdades de una sociedad profundamente segmentada -fracturada,
diría alguno- puedan explicar parte de este fenómeno.
Las últimas movilizaciones sociales han agregado temas a la agenda boliviana con
innegables notas de urgencia. Esta constatación exige, de suyo, proveer mayores
esfuerzos a lo que ya podría denominarse la búsqueda del consenso nacional. Y es
que la política contemporánea pide hombres pragmáticos, conciliadores y en
permanente búsqueda transparente, de espacios públicos de encuentro o
reencuentro.
Ha sorprendido en el ambiente político el anuncio presidencial, a tiempo de
aceptar la renuncia de su delegado para la preparación de la Asamblea
Constituyente, de convocar a todos los sectores involucrados en la preparación y
desarrollo de la máxima expresión de realización del poder soberano y popular
cual es la Constituyente. Si la proposición es límpida y carente de otras
motivaciones que no sean las del consenso, aplaudimos tan feliz iniciativa del
presidente Mesa.
¿A quiénes debe llamarse? Es la siguiente pregunta.
En principio, advirtamos que la transmisión de la demanda de la sociedad civil
al Estado es función del Parlamento en todo modelo de democracia representativa.
Esta labor es tanto más eficiente cuanta mayor sea la representatividad que
alberga. Es, incluso, una observación de sentido común. De allí que la
prescripción constitucional que 'el pueblo no gobierna sino por medio de sus
representantes' implica, justamente, que el Congreso -en circunstancias
ordinarias- funcionaliza esta tarea de constante reacomodo del Estado en la
atención de las demandas societales.
Empero, hoy vivimos circunstancias harto excepcionales.
El Parlamento boliviano, luego de Octubre de 2003, evidencia una peligrosa
carencia de legitimidad confirmada luego, salvando las motivaciones del votante
en elecciones nacionales y municipales, en ocasión del sufragio ciudadano para
conformar gobiernos municipales en diciembre de 2004. Esta constatación conlleva
una primera conclusión: en este trance histórico no es el Congreso el órgano más
apto y eficiente para cumplir materialmente el cometido de convocar a la
Asamblea Constituyente, aunque es el único formalmente llamado a través de una
ley de convocatoria.
Súmase a ello una otra observación sobre el decurso de los acontecimientos en el
casi convulsionado espectro político boliviano: los reclamos de la sociedad
civil han sido promocionados por actores distintos, nuevos y emergentes. Tal el
caso, por ejemplo, de las asociaciones de vecinos de la ciudad de El Alto (FEJUVE-El
Alto) en Octubre de 2003 o quienes han dirigido, así sea circunstancialmente, la
movilización autonómica de Santa Cruz en enero de 2005. La dirigencia sindical
no ha estado presente en estas masivas actuaciones de la protesta ciudadana.
Igual ausencia puede predicarse, además de los parlamentarios -salvo casos muy
señalados- de otros estamentos dirigenciales de la sociedad boliviana como la
intelectualidad o los cuadros intermedios de los partidos políticos
tradicionales que no supo prever estas contingencias de semejante envergadura.
El resultado de esta no-presencia de los mecanismos naturales de reflexión sobre
los acontecimientos del último tiempo ha sido la conformación, en un tiempo
extraordinariamente acelerado, de una suerte de democracia corporativa
deliberante en que los sectores involucrados en conflicto han llevado sus
pretensiones directamente al Poder Público, esto es, a la figura más visible
cual es la del Poder Ejecutivo. El conjunto de todas ellas y la firmeza de
quienes las han sustentado ante el Estado es, en abstracto, el gran protagonista
de los dos últimos años: la presión social.
Esta complejidad en el entramado de las instituciones políticas ha desbordado, y
con creces, el cauce formal previsto en el ordenamiento jurídico. Por ello, la
urgencia -y ya no necesidad, únicamente- de su reconformación a las nuevas
exigencias sociales. En rigor, el sistema político había ya manifestaba síntomas
disfuncionales desde varios años atrás. La presión social, cuya constatación
objetiva se traduce en convulsión contínua, alentó una creciente sensación de
inseguridad e inermidad ciudadana que, si no es superada, puede ocasionar el
desquiciamiento irreversible del Estado boliviano.
Por tanto, son estos nuevos actores los más llamados a sentarse a la mesa de
negociaciones, tal como anticipa el anuncio presidencial. El Gobierno, al que
parecen haber llegado, con los recientes cambios ministeriales, asesores más
experimentados en el manejo político de coyunturas de conflicto, ha abierto,
inteligentemente, el abanico de participación en los preparativos a la Asamblea
Constituyente a otros sectores sociales como el empresariado, las FF.AA. y acaso
los sectores más racionales del movimiento cívico en todos los departamentos y
regiones.
¿Y los ausentes?
Al menos, formalmente, no pueden eliminarse los partidos políticos. A diferencia
de Octubre de 2003, hoy no puede suprimirse la participación de los partidos
políticos con representación congresal y, menos todavía, obliterar el Congreso.
Su participación es necesaria a la luz de poder alcanzar, fuera de la
convocatoria legal a la Asamblea, acuerdos que enruten, definitivamente, la
nueva Ley de Hidrocarburos y otros temas que la agenda congresal tiene
pendientes de larga data.
Tampoco podría ignorarse la presencia de la dirigencia sindical cuya
obsolescencia no autoriza, empero, su soslayamiento. A más de injusto, peligroso
y excluyente, sería, en el caso del sector rural, ignorar que, al menos este
sector, intuyó, desde las marchas campesinas de toda la anterior década, la
necesidad del recambio institucional y la reconformación del aparato estatal.
Los partidos políticos, al igual que las noveles agrupaciones ciudadanas e
indígenas, portavoces todavía embrionarios de las demandas ciudadanas, son
necesarios y hasta imprescindibles en toda re-conformación del sistema político.
Su notable capacidad negociadora, cultivada largamente en los años de la
democracia pactada, puede ser grandemente útil y beneficiosa en este escenario
tan polarizado.
Ultimamente se ha afirmado que el modelo español, que ha ingresado el término
'autonómico' al lenguaje de la ingeniería político-constitucional, es un
referente válido para la experiencia boliviana. En efecto, grandes similitudes
nos acercan a la situación en la España de 1977, un año antes de dictarse su
Constitución que estableció el Estado de las autonomías. Pero hay también
notables diferencias.
El caso de los partidos políticos es uno de ellos. En España, en la etapa
preconstituyente -como la que actualmente vive Bolivia- el debate parecía llevar
a un callejón sin salida. Las demandas regionales y sociales eran excesivas.
Cataluña ya había constituido, con anterioridad a la Constitución, su autonomía
provisional. El terrorismo ahogaba cualquier intento de tránsito racional y
pacífico hacia la concertación. Las presiones, insostenibles y absolutas, habían
hecho carne el factor 'suma cero', es decir, se pedía todo y no se estaba
dispuesto a conceder nada.
Una inteligente convocatoria del Ejecutivo de entonces, a cargo de la centrista
UCD, llamó a negociación a los partidos políticos más importantes. Concurrieron
el PSOE y la derechista AP, heredera de la tradición autoritaria del franquismo
que capitalizaba el descontento y ansiedad de un gran sector nostálgico de la
población, temerosa del derrumbe irreversible del Estado y la disgregación
territorial que parecía inevitable.
Los partidos llamados, así como ciertos sectores estratégicos -las FF.AA., por
ejemplo- acudieron a la cita. El resultado fue la suscripción de los llamados
'Pactos de la Moncloa', en alusión a la sede del Ejecutivo donde fueron
acordados. Se convino, en una larguísima agenda, encauzar el retorno a la
democracia a través de los mecanismos constituyentes y la nueva Constitución.
Pero esta cumbre política tenía como actores a partidos políticos ampliamente
legitimados cuyo peso era indiscutible.
En Bolivia nuestros partidos sufren una profunda crisis. No podrían, por sí
solos, asumir este reto pues los actuales mecanismos de democracia pactada o
concertada son objeto del descreimiento general. Por ello, la experiencia
boliviana es sui generis y original pues, a la convocatoria que augura el
presidente Mesa, deberían concurrir, además de los partidos con representación
congresal, los nuevos actores que señalamos precedentemente. Y con carácter de
inevitabilidad.
¿Cuáles los mecanismos de concertación? ¿Cuáles las reglas del juego?
Parece imposible alcanzar unanimidad. La concertación, que implica la
realización de objetivos singulares en tareas escalonadas por orden de
prioridad, parece también en extremo dificultosa. Sólo el consenso, que se
caracteriza por concesiones mutuas de los actores y participantes puede resultar
en una acción positiva.
Las reglas, desde luego, excluyen las posiciones 'suma cero' y exigen, en la
lógica de poder alcanzar un resultado, así sea parcial a las expectativas
propias, el consenso con las posiciones de los demás actores. El modelo
consociocional o consociativa, diseñado por Arend Liphart, en 1967, podría ser
una buena guía en la búsqueda de un mecanismo razonable y sencillo que haga
realidad lo que parece tan difícil en este trance de confrontación ominosa.
Pero, el primer paso ya puede ser dado si nos atenemos a la invitación
presidencial. De hecho, ya no hay otra alternativa.
Es la hora crucial de los bolivianos.